Esta mañana, la de un lunes que amaneció con calorcete y finalizó con viento huracanado y tiempo de perros, descubrí gracias a una pista de Carlos, con el que suelo enviarme e-mails absurdos desde nuestros respectivos trabajos, en los que planeamos subirnos a la mesa del gerente y cantar alguna canción de Mirage o similares, que habían abierto en Zaragoza una nueva sucursal de la popular cadena de tiendas de cacharros de segunda mano Cash Converters.

Digo una nueva sucursal porque las tiendas Cash Converters no son nuevas en la ciudad de Fluvi, ya que hace años, muchos años, existió otra tienda en otra calle, que acabó cerrando por motivos misteriosos.
Hace unos meses por fin conseguí un DVD grabador de esos de sobremesa, con los que digitalizar películas y pasarlas a DVD es tan fácil como escupir en un campo de amapolas, ya que simplemente consiste en enchufar el vídeo, pulsar el botón de play en uno y el de rec en el otro. Mis experimentos digitalizadores de cintas VHS con el ordenador, usando una especie de aparato infame que me prestó mi colega Fernando, hicieron que acabara de detestar del todo el mundo de la informática, y de paso me entraran ganas de ahorcar al gato y luego a mi mismo.
Pero afortunadamente, apareció en mi vida el DVD grabador de sobremesa y ésta cambió, de tal forma que ya tengo un montón de cosas pasadas a DVD, perpetuadas para siempre en discos que, según pone por detrás en la caja, me van a durar 300 años, que es bastante más de lo que vamos a vivir yo y toda mi puñetera prole.
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Sólamente en los últimos meses, mientras organizaba todas mis cintas para decidir cuáles tenían mayor prioridad para ser inmortalizadas en DVD, ha sido cuando realmente he tenido constancia de la videoteca absurda que poseo, y la cantidad de basura irremplazable que habita dentro de ella.
Debo confesar a partir de este preciso momento que, mientras considero que tengo un gusto bastante respetable en música, en cine ocurre la situación totalmente inversa. Supongo que en algún momento de mi infancia chupé por error la caja de una de las películas que solía alquilar los sábados en el videoclub cuando me llevaba mi madre, una de esas cajas que tenía tanta mugre, tantos dedazos y tanta sustancia sospechosamente pegajosa que el efecto al pegarle un lametón seguro que sería el mismo que cuando chupas una de esas ranas indígenas del áfrica tropical. Supongo que por ello me quedé extrañamente anclado en el pasado cinéfilo, y ya no puedo tragar algo que tenga fecha de estreno posterior a 1990. Me apasionan las películas de bárbaros, espadicas y brujería aunque sean todas iguales y menos realistas que la peluca de Bret Michaels. Me fascinan las de ninjas vestidos con trajes de colores y que tienen menos argumento que el que conté a mis padres aquella noche de 1996 que me pillaron vomitando como un descosido porque me había hinchado a litros de whisky. Mi nivel de emoción llega al máximo cuando veo la saga de los Kung-Fu Kids, pero lo que realmente me haría vender a mi hermana a cambio de camellos son las películas de institutos americanos en los 80, las de intercambio de cerebros entre el padre y el hijo y sobre todo, sobre todo, los dibujos animados anteriores a 1988. Cuanto más raros, oscuros y desconocidos, mejor. Cuanto más koreanos o japoneses, absurdos y carentes de calidad, mejor.
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Así que, ahora que voy poco a poco pasando a formato digital todas mis cintas, por supuesto jamás editadas en DVD (ni creo que se editen jamás a no ser que funde yo mi propia editora), cada vez me va entrando más nostalgia de aquellos años en los que encontraba tantas tontadas, tantas películas infumables y tantas cintas que llegaron a ser apasionantes temas de conversación sobre todo con mi colega Emilio. Y me he dado cuenta de que hace muchos años que no amplío mi colección, que ya no tengo ni idea de a dónde ir para conseguir más absurdeces, y que más del 50% de lo que tengo lo compré en el primer Cash Converters que hubo en Zaragoza.

Recuerdo perfectamente cuándo lo abrieron, porque ese año estaba yendo a unas clases para desgraciados que habíamos suspendido selectividad, no podíamos presentarnos hasta el siguiente mes de junio, y teníamos la oportunidad de pasarnos todo un curso tomando cafés en el bar de abajo, haciendo pirola, y tocándonos los huevos hasta finales de mayo, que es cuando empezamos a estudiar todos.
Fue en noviembre de 1998, y mi academia estaba justo en la acera de enfrente, así que aproveché una pirola a clase de Literatura para echar un vistazo. Lo que allí vi dudo que fuera comparable a una aparición de San Tadeo disfrazado de Pat Benatar, ¡era un sueño hecho realidad! Tenía al alcance de mi mano todas las compras inútiles que deseaba realizar por aquel entonces, que ya empezaba a despuntar mi afán por comprar tonterías baratas que no necesito. Había vinilos horribles, juegos de Master System, libros que seguramente nadie pudo terminar jamás, revistas viejas, pero sobre todo, ¡había una pared y media enteras llenas de películas VHS en la planta de abajo!
El DVD se empezaba a imponer poco a poco, los videoclubs clásicos de toda la vida con películas del tipo «Karate Masters«, «La espada salvaje de Krotar» o «El misterio de la pirámide» empezaban a caer como moscas y a ser reemplazados por fruterías o tiendas de videojuegos, y docenas de ellos habían vendido todo su stock de películas impagables a tiendas como Cash Converters, que ahora nos las ofrecía a nosotros por el fabuloso precio de «1 x 300, 2 x 500«.
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Recuerdo que aquel primer día compré un mando para la Mega Drive que luego resultó ser muy incómodo de usar y con el que me mataban en los juegos incluso antes que de costumbre, y un vinilo repugnante que regalé a Emilio y espero que aún conserve.
Pero durante los tres o cuatro siguientes años, estuve visitando la tienda religiosamente al menos una vez al mes (el stock no se renovaba tan habitualmente como para ir todos los días, y además, temía que me acabaran tomando por un imbécil sin vida y no me entusiasmaba la idea), y a pesar de que me daba un poco de vergüenza ir a comprar dibujos animados y películas de mierda, ya que contrarrestaba un poco la imagen de rockero indomable con greñas larguísimas que quería dar y creo que no conseguí jamás, fui aumentando mi colección de VHSs que nadie tiene hasta la que es ahora, que tampoco es que sea lo más grandioso del mundo, pero me hace feliz observarla y decir «joder, qué pérdida de dinero y tiempo!«.
La zona de las películas tenía un extraño hedor que jamás olvidaré, porque creo que se quedó a vivir conmigo para siempre dentro de mis narices. Era un olor así como a pies bastante repugnante, ya que las cintas estaban al lado de unas estanterías con botas de esquiar o similares, que olían fatal. La verdad es que toda la tienda tenía un aura cutre y destartalada, que supongo que cada vez se fue haciendo más grande y dio lugar a su desaparición repentina.

Porque efectivamente, el Cash Converters que tanta felicidad había traído a mi vida se esfumó un buen día, sin avisar, y una desgraciada tarde de algún año deprimente, al pasar por sus puertas al volver a casa, me encontré con el triste cartel de «alquilo local«, un local que al poco tiempo fue alquilado por una inmobiliaria.
Con aquello terminaba mi fuente inagotable de cintas penosas, mis dibujos animados de Jatchíss y Jatchúss, el ninja Kamui y Super Poder, mis películas de los Kung-Fu Kids, de ninjas de colorines y de guerreros malotes.

Así que cuando me enteré esta mañana de que habían abierto, tras un número de años desde que cerraron la otra que ya no recuerdo, una nueva sucursal de Cash Converters, no tardé ni un día en dejarme caer por ahí a ver si conseguía recapturar algo de mis 18 y 19 años.
Pero no, queridos lectores, el pasado nunca vuelve por mucho que lo pretendas, y menuda decepción me he llevado en mi visita de esta tarde. Para empezar, y como ya he comentado antes, el día se estaba convirtiendo en un día de auténticos perros, con viento huracanado que casi se me lleva volando los calzoncillos. Los días de viento son una forma sutil que tiene Odín de decirte que no salgas de casa ni a por el pan.
Nada más entrar, vi a gente intentando vender cacharros destartalados por los cuales seguramente les darían un céntimo al kilo, y un par de abuelos merodeando por todas partes y observando aparatos.cashcon02.jpg
La tienda es mucho más pequeña que la que había antes, de sólo una planta y con muchas menos cosas a la venta, aunque una pequeña parte de la esencia del anterior Cash Converters perduraba: el olor a pies. Pero no vi botas de esquiar por ningún sitio, así que, ¿de dónde vendría? Seguramente de la zona de las películas VHS.

Eché un vistazo rápido en general, y supongo que la zona de aparatos eléctricos no está mal del todo. Dejando aparte el hecho de que no creo que comprara nunca una parrilla antediluviana con aceitín reseco, en la que seguro que se freían costillas ya en los tiempos del nodo, vi algún equipo de música viejo que tenía pinta de sonar bien, algún tocadiscos sin demasiado mal aspecto, ordenadores viejos que me hicieron gracia, ordenadores nuevos que podían no estar mal para según qué cosas, máquinas de humo y un montón de televisores, que al verlos decidí que en cuanto me mudara de casa, me compraría una auténtica tele modelo 1983, sin hdmi ni blu-ray ni cosas de esas que no me entran en la cabeza. Aún tengo por el garaje la televisión que compré en el antiguo Cash Converters y con la que pasé alegremente una etapa feliz de mi vida en la que no tenía que madrugar y me pasaba los días tocándome las chirimoyas.
También estaban los típicos instrumentos musicales marca Wachingú, que parecen majos por fuera pero sabes que van a sonar como el bajo de And Justice For All, y te dan ganas de comprar sólo por el mero hecho de estampar una guitarra en el escenario durante un concierto y tacharlo de tu lista «to-do» de rockstar.

Cuando iba terminando mi vuelta alrededor de la tienda y llegué a la sección de videojuegos, comenzó la gran decepción. Como bien sabréis, me fascinan los videojuegos viejos (parece un trabalenguas pequeñito), sobre todo las consolas de 8 bits y en especial la Sega Master System, pero todo lo que salió a partir de la Playstation y que tenga más de tres botones no lo acabo de concebir en mi pequeño ecosistema, y me causa la misma impresión que si me estuvieran cantando un villancico chino al oído. Pues bien, en una vitrina encontré el gran total de un juego de Master System (que ya tenía), y otro de NES, tres o cuatro copias del Sonic de Megadrive, y un montón de juegos de Playstation y similares que no me molesté en mirar, pero que causaban gran emoción y eran motivo de debate para dos adolescentes con mullet y la novia de uno de ellos que observaba impasible la situación. Debo apuntar que la novia estaba bastante buenorra, sin que tenga ninguna relación con mi historia.
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La sección de CDs y vinilos era deprimente. Pero no deprimente en el sentido gracioso, deprimente en el sentido de que había CDs de Buen Color, singles de Gloria Estefan, el Bolero Mix 8 y el Disco Estrella 2003. De ese nivel de deprimencia estamos hablando.
Los vinilos eran absolutamente horripilantes. Cash Converters nunca se caracterizó por tener una sección de vinilos digna de las más prestigiosas tiendas de coleccionismo de Abbey Road, pero a veces encontrabas algún maxi de Human League o algún disco de A-Ha, con la habitual inscripción de su anterior dueño en plan «te quiero óscar, verano del 86«. Esta vez no. Exceptuando una caja llena de discos de música clásica, que lamentándolo mucho no es mi estilo de música en esta etapa de mi vida, mal que le pese a mis antiguas profesoras del conservatorio, y que imagino que aún seguirán allí esperando que alguien los compre (así que corred raudos si os gusta la música clásica en vinilo), el resto de discos eran de esos que te dejan meditabundo. No eran simplemente de gente desconocida, eran de gente tan desconocida que no estás seguro de si han llegado a existir alguna vez. Negros funkies raros con hombreras al estilo 1989, señores con bigotón y melenita a lo Luis Cobos, algunos con portada prometedora pero que al darles la vuelta aparece un esperpento descorazonador en la parte de atrás… La tarde estaba tomando un cariz triste. Con decir que lo más conocido por mi eran Los Lunes y Agustín Pantoja, supongo que lo digo todo. Bueno, esos y… Brighton Rock. No se qué hacía el primer disco de Brighton Rock ahí metido, y encima con una etiqueta de tienda alemana, pero como me falta, lo cogí. Quién se puede negar a Brighton Rock por 60 céntimos? Yo no.
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Mi destino, la zona final, la parte de las cintas VHS, era horrible. Horrible. Horrible. No importa cuántas veces escriba la palabra Horrible, nunca llegaréis a comprender la magnitud que alcanzaba en este caso. Cajas roñosas, películas deprimentes, vídeos de Betty la Fea, video-fascículos de yoga, cintas de Tintín del Periódico de Aragón… cosas que hasta yo, que tengo un incipiente síndrome de Diógenes desarrollándose en mi interior, soy incapaz de llevarme a casa. Además estaban ordenadas en tres filas en las estanterías del suelo, con lo que si querías mirar la fila del fondo, tenías otras dos filas tapándola. Tuve prácticamente que tumbarme en el suelo como si estuviera tomando el sol para inspeccionar hasta la última de las cintas, porque sabía que en cualquier momento podía aparecer la gran joya. Pero no apareció. El olor a pies se intensificaba y tuve el honor de asistir a la siguiente conversación entre un matrimonio de ancianos:

-ésta igual te gustaba verla o qué?
-hombre, pues igual sí, jeje
-es de éstas que te suelen gustar
-pues la he visto un par de veces ya
-pero igual te gustaba verla o qué?
-hombre, pues gustarme igual sí, jeje
-porque es de éstas que te gustan
-aunque ya la he visto un par de veces

Quise haber exclamado «señores, estas cintas valen CINCUENTA CÉNTIMOS LA UNIDAD, TOMEN UN EURO, CÓMPRENSE DOS Y ACABEN CON ESTA FARSA YA!», así que, para no irme de vacío, cogí lo único salvable que vi: una cinta con episodios de Foofur, un perro azul medio gay que tenía un enemigo que era un gato delgaducho karateka. ¿Lo recordáis? Yo no. Sólo se que la veía de pequeño, pero no recuerdo si me gustaba o por el contrario me parecía una basura. Ahora tendré la oportunidad de averiguarlo.
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Salí por la puerta con mis dos tristes compras, el viento seguía soplando de tal forma que me giraba los aros de las orejas, hacía una tarde de esas que hace calor pero a la vez frío y pillas un catarro, y pensé que es bastante inútil recordar tiempos pasados yendo a un sitio que ni siquiera es el mismo, y mucho más inútil intentar recapturarlos. Sirvan como tributo las imágenes que acompañan a este artículo, que las he hecho esta misma tarde adentrándome en mi armario.