El sábado pasado, en plena semana santa, cuando la muerte y resurrección de cristo se situaba en el punto más álgido de su pasión, y repiqueteos de tambores lejanos y también demasiado cercanos llegaban hasta nuestros oídos desde los cuatro puntos cardinales, tuve que ir a currar. En realidad la semana santa me importa la cantidad equivalente a un bledo, y en mi lista de «cosas que detesto», las procesiones están a la misma altura que los zapatos náuticos, y eso os puede dar una idea bastante aproximada del nivel de odio del que estamos hablando.

La semana santa sólo me gusta, como a todos vosotros y vosotras por mucho que lo intentéis negar, porque hay vacaciones. Exceptuando a los lectores cofrades del Escalón Imaginario, claro está, que gracias a las estadísticas de la web he averiguado que sois tres en total, y os respeto como si fuerais mis propios hermanos de sangre. Y, efectivamente, currar el sábado santo transgrede los principios básicos del concepto «haber vacaciones». Tal vez haya trabajado algún otro sábado en mi vida, pero no lo recuerdo. Así que el hecho de pasar toda la mañana y gran parte de la tarde en un polígono industrial, siendo uno de los tres malditos pringaos a los cuales les tocó estar haciendo cosas aburridísimas mientras podían invertir su precioso tiempo en dormir o depilarse los genitales, me traumatizó de tal manera que decidí quedarme en casa por la noche. Vale, tal vez también influyera que estaba cayendo una versión ligeramente reducida del diluvio universal. Está bien, quizás el factor totalmente decisivo fuera que cierto grano superdotado, que apareció un buen día en mi cara de porcelana, todavía seguía en activo y se había metamorfoseado en una especie de aberración rojiza que había mermado mi autoestima hasta niveles bajo cero, imposibilitándome para apoyarme en la barra del bar, con gafas de sol, botas por fuera y semblante serio y despreocupado, diciendo «hey beibe» a las tías que pasan por mi lado, que es lo que acostumbro a hacer cada sábado. Mi grano me obligó a invertir la noche del sábado practicando mi otra gran pasión: ver películas de mierda y beber birra.

Tras realizar un pequeño ritual que acostumbro a practicar cuando sé que nadie me está observando, que consiste en fingir que he viajado a 1987 y soy el dependiente de un video-club que pertenece a Stevie Nicks, un paripé al que, viendo mis estanterías, sólo le falta la presencia de Stevie Nicks para ser real, decidí quedarme con una cinta que compré hace tiempo y todavía no había acumulado el valor suficiente para introducir en mi sufrido vídeo: China O’Brien.

Como todo quisqui que se precie, pasé una época en la que el único objetivo en mi vida era ser ninja, karateka o, en su defecto, macarra callejero con cintita en la frente. Y no, esa época no ocurrió el año pasado, sino cuando tenía menos de diez años. Incluso fui a clases de karate durante tres meses, que fueron los más amargos de mi vida porque lo único que recuerdo de aquellas clases fue que aprendí a contar hasta diez en japonés sospecho que con una pronunciación poco ortodoxa, y que mis compañeros eran gilipollas. Podéis creeros que le pregunté a un maldito niño gordo si quería ser mi amigo y me contestó que no? Podéis creerlo? Malditos niños de cinturón naranja y sus delirios de grandeza. Así que, como buen niño que quiere ser ninja, tragué películas y más películas de títulos tan prometedores como «Phoenix The Ninja», «Ninja Killer», «Ninja Knight», «Ninja Knight Thunder Fox» y «Ninja Knight Thunder Fox Thunderbolt 2», que abarcaban desde lo horrible hasta lo muy horrible en lo que a calidad cinematográfica se refiere. Pero a mi me gustaban. Y todavía me gustan. Creo que todavía quiero ser ninja. Así que, de ninjas o no, cualquier película de artes marciales servía para hacerme pasar una tarde feliz soñando con encerrar a mis compañeros de clase de karate y obligarles a suplicarme clemencia utilizando para ello simplemente los sopapos limpios de mis manos asesinas. Pero por algún extraño motivo, nunca había tenido ocasión de ver China O’Brien hasta hoy, el día que por fin me encontré con el clásico que la historia no me había permitido disfrutar.

La protagonista es Cynthia Rothrock, que al parecer fue campeona de un montón de cosas relacionadas con las artes marciales allá por principios y mediados de los años ochenta, me imagino que regalarían posters suyos en la revista Dojo, que harían más dulces las noches de los karatekas adolescentes, hartos de tanto chino y tanto tío con cara de mala ostia rompiendo tablas de madera. Cynthia tiene cara de ser majica y de tener cargo de conciencia después de echarte la bronca por hacer mal los katas, y también tiene mofleticos. Creo que podría llegar a amarla. Aquí, como era de esperar, interpreta a China O’Brien, una brillante policía que se pluriemplea por las tardes dando clases de karate a unos malditos adolescentes inadaptados del extrarradio cosmopolita. A uno de ellos, el más inadaptado y rebelde de todos, apodado «Termita», se le antoja un vaso de agua en mitad de la clase. China le dice que mueva su jodido culo negro y se espere al final de la clase para beber agua, y Termita le contesta que ella, con todos sus golpecitos chinos y tontadicas, no sobreviviría ni un día en la calle, de donde él procede, retándole a una pelea contra él y cinco de sus amigos en un callejón.

China ve la necesidad de demostrar a Termita y sus amigos que la técnica que ella enseña realmente sí que sirve para salir victorioso de reyertas de tasca, y acude al callejón en cuestión ataviada con una fabulosa combinación de camiseta azul y bombachos rojos, los primeros de una larga lista que tendremos la fortuna de ver durante hora y media. Una vez en el callejón, comienzan a aparecer por turnos algo así como doscientos macarras de todas las razas, credos, religiones y costumbres posibles, a los que China va ofreciendo respectivas somantas de sopapos, tomándose la molestia de explicar en cada tortazo el tipo de golpe realizado, su nombre oficial y su principal utilidad, pensando que son los amigos de Termita y que en vez de llevar a cinco como prometió, había acudido con quinientos.
Mientras tanto, a Termita le han dado una paliza por imbécil, y como pasa las clases de karate bebiendo agua y poniéndose gallito, no ha sabido defenderse y corre hacia el callejón para avisar a China de que los que están en el callejón no son sus colegas, la cual sigue apaleando matones que no paran de salir, no se sabe muy bien de dónde. Realmente se trata de un callejón peligroso, tenía razón Termita. Un callejón en el que quinientos matones viven en silencio y agachados tras los cubos de basura, esperando día y noche a que algún despistado aparezca, no puede ser sano. Como aquellas clases de informática a las que mi madre me apuntó un verano en las que sólamente había una alumna. Dios mío, pobre chica, y cuántas conversaciones sobre impresoras matriciales y aventuras gráficas tuvo que soportar.

Al final, uno de los matones se harta de la clase de karate improvisada que están recibiendo y saca una pistola, sin sospechar que China es policía, tiene una pistola más grande, y además le va a pegar un tiro en todo el gepeto. Incapaz de superar el cargo de conciencia provocado por haber asesinado a un habitante del callejón de las palizas, China entrega su placa, su pistola, abandona la policía y vuelve a Beaver Creek, su pueblo natal, donde su padre es Sheriff. Todos estos acontecimientos tienen lugar mientras de fondo suena el motivo por el que esta película alcanzó a mediados de los 90 un semi-status de semi-culto: una canción de Tori Amos, llamada «Distant Storm», de cuando Tori todavía era una chica pelirrojica que no importaba a nadie musicalmente. Conociendo a Tori Amos, aunque no la conozco realmente pero puedo verlo en su mirada, y sabiendo que reniega de su época ochentera con la banda Y Kant Tori Read igual que todos renegamos de aquella novia con bigotillo que tuvimos, argumentando cuando sale el tema que «en realidad éramos sólo amigos», puedo suponer que durante los 90 se repetiría con frecuencia la siguiente conversación:

-Oye Tori, cómo se llama la película esa de una rubia que repartía sopapos en la que hiciste la banda sonora?
-ESA PELÍCULA NO EXISTE, PUNTO REDONDO.

La verdad es que me resulta difícil de imaginar al fan medio de Tori Amos viendo una película tipo China O’Brien y no teniéndola que apagar a los diez minutos, con la boca llena de espuma, los ojos rosáceos y la necesidad imperiosa de escuchar a Björk. No sé por qué he asociado a un fan de Tori Amos con un fan de Björk, si a mi me mola Tori Amos, o al menos la mitad de cada uno de sus discos, pero no dudaría ni un segundo si estuviera en mis manos la posibilidad de colgar a Björk del palo mayor de un galeón hundido en un océano de fuego. Supongo que estoy todavía molesto porque sé que nunca podré coger a Tori Amos de la mano y presentarla a mi madre en calidad de novia.

Volviendo a la película, y nos habíamos quedado en que China vuelve a su pueblo natal para intentar superar el trauma provocado por haber matado a un kinki que vivía en un callejón, la primera visión que tenemos de dicho pueblo es que todos sus habitantes se reúnen en el único bar existente, «Beaver Creek Inn», y que todos esos habitantes poseen un cierto grado de retraso mental que les hace pasar sus horas riéndole las gracias a una especie de matón de tres al cuarto. China acude al bar buscando a su padre, el sheriff del pueblo. Hey, qué mejor lugar para encontrar a tu padre que un bar? Por culpa de mujeres retrógradas como China, nuestro mundo no avanza y se ha quedado estancado. Seguro que China iría a buscar a su madre a la pescadería. En una de las pocas escenas en las que no lleva puestos unos de sus característicos bombachos, China se presenta en el bar con una sexy falda ochentera por los sobacos, marcando culamen y gemelos de karateka, con lo cual es observada por todos los clientes del bar con la típica carita de «hey, pero bueno, quién es este bomboncito?». Todos la hemos puesto, no os engañéis. Tras algunas palabras más altas que otras, las caras de los asistentes pasan al modo «hey, caramba, la gatita saca las uñas» y, como era de esperar, la escena se convierte en una ensalada de ostias cuando un espabilado trata de palpar teta. China demuestra que las faldas por el sobaco no están reñidas con las somantas de leches, y reparte pana a docenas de tíos con gorra y camisa de cuadros, ayudada por un misterioso indio, que se parece a Anthony Kiedis y juega al Asteroids en un rincón oculto. Quién es ese extraño indio? Por qué no hay un extraño indio dispuesto a ayudarnos cuando más lo necesitamos y estamos envueltos en la clásica reyerta de bar tipo «no me empujes»?

Tras localizar a su padre, que sorprendentemente no estaba en el bar tragando chupitos de anís y jugando al dominó, sino currando en la comisaría, entran en escena dos personajes más que serán decisivos para la historia. Uno es una especie de ex-novio de la adolescencia de China, decisivo porque ahora está macillas, tiene barbita recortada al milímetro tipo José Manuel Parada, y provoca la aparición de mariposas en el estómago de China y nudos en sus bombachos. El otro personaje es Lickner, ayudante con ojos de huevo malvado y traidor del sheriff, decisivo porque se parece a un maldito cabrón que conocí hace años y todavía odio.
China, su padre, y el extraño indio, que siempre aparece en los momentos más cruciales y además lleva una especie de muñón de cuero en la mano con el que parte mandíbulas a la par que nueces y otros frutos secos, suponemos, se ven envueltos en un lío extraño consistente en que unos cuantos tíos han robado troncos de la serrería de otros tantos tíos. Los tíos que han robado troncos están liderados por el último personaje decisivo de la película, un mandamás llamado Sommers, casi como el cantante de Hombres G, que fuma puros como buen mandamás que se precie, es malo como un picor de sobaco, y además es decisivo porque tiene una tía con magulladuras atada a su cama.

La reyerta de la serrería se resuelve, una vez más, con China, padre, e indio repartiendo cazos a una nueva caterva de tíos malvados, que incluyen a mi personaje favorito de la película, una especie de john lennon con ametralladora, una imagen que podríamos decir que es prácticamente un oxímoron gráfico y me produjo la misma sensación que la primera vez que vi a dos perros copulando, ya que siempre pensé que se reproducían por esporas. Y de repente, tras frustrar los planes de Sommers de enriquecerse a base de robar troncos ajenos, comienza la tragedia. Una bella mañana, cuando el padre de China se toma el zumo de naranja, entra en su coche y lo arranca para ir a trabajar… ¡BOOM!, el coche explota reduciendo al sheriff a migajas. Realmente me sorprendió este giro tan dramático, pensaba que China O’Brien sería una de esas películas más benévolas en las que realmente nadie muere, y sólamente los malos acaban con un ojo morado y los brazos rotos, pero al final acaban siendo conscientes de su error, se vuelven medio-buenos y se van todos a celebrar la paz al bar y tienen lugar escenas tipo «tío, eres mi mejor amigo». Pero no. Al día siguiente, el amigo del sheriff y mano derecha del padre de China arranca su coche y … ¡BOOM!, explota reduciéndolo a moléculas. Aquí la tragedia perdió todo su componente trágico para mi y realmente temí que iban a explotar uno por uno los coches de todos los habitantes del pueblo, y la última media hora de película sería una panorámica de la calle principal, desierta, con música de Björk de fondo. Pero no, los guionistas tuvieron a bien decretar que más de dos explosiones seguidas habría sido tal vez un poco demasiado ridículo, y lo dejaron estar ahí.

Una vez habiendo quedado claro que el autor de tantos BOOMS ha sido el malvado Sommers, se convocan elecciones a sheriff en el pueblo de Beaver Creek, y mientras Lickner el de los ojos de huevo es nombrado sheriff en funciones y el caos y los sobornos reinan en la ciudad, China y Sommers, los candidatos a sheriff, comienzan sus respectivas campañas, que en el caso de China consisten en lucir bombachos en mítines durante los que promete cosas muy justas y equitativas, con lo cual se mete a todo el pueblo en el bolsillo al prometer juicios justos, menos nunchakus por las calles, y la abolición absoluta de esos tíos que siempre te piden «cincuenta céntimos para el billete de bus para Madrid». Cuando vivía justo encima de la estación de autobuses, hice una especie de amigo a la fuerza que todas las tardes al llegar del colegio me abordaba en la calle y me decía «tú que eres jevi como yo, préstame cincuenta pesetas para un billete de bus a Madrid». Siempre me pregunté qué haría al llegar finalmente a Madrid después de tantos meses de ahorrar. Supongo que pedir cincuenta pesetas a «jevis como yo» para un billete de bus a Zaragoza.

Los mítines de China siempre acaban en fideuá de ostias, pues en el punto álgido de los vítores y gritos de «viva China O’Brien!» y «hemos veniidooo a emborracharnooos» siempre aparecen señores trajeados que comienzan a romper pancartas, matar a gente y propiciar peleas bastante hiper-coreografiadas en las que un pie de micro da más juego que un árbol con forma de pene enfrente de un colegio laico. Es en uno de estos mítines en los que, finalmente, China y su novio barbitas se hacen amigos del indio con pinta de Anthony Kiedis, el cual les cuenta que, durante una noche plagada de acontecimientos aciagos, descubrió que su madre era prostituta en el bar del pueblo, los clientes le aplastaron la mano entre chillidos de «echadlo de aquí!», por eso lleva ese extraño muñón de cuero con el que reparte ostias como mejillones, y su madre al parecer murió en extrañas circunstancias, seguramente relacionadas con Sommers y su afición a tener tías atadas a su cama y darles pana para comer y pana para cenar.

China y su novio, que a partir de aquí se viste para el gran clímax con una estética de camisa vaquera, chaqueta vaquera, pantalones vaqueros y zapatillitas blanquísimas, piden ayuda a unos estudiantes para que vigilen el recuento de votos y, en caso de anomalías, les avisen con un walkie-talkie para personarse ipso-facto y repartir leña. No estoy seguro de si iría a una pelea con tantas prendas vaqueras, opino humildemente que es incluso demasiado para 1988, y no puedo dejar de imaginar que también lleva calzoncillos vaqueros, calcetines vaqueros, camiseta de tirantes interior vaquera y un preservativo vaquero haciendo bulto y marca en la cartera, por supuesto vaquera. Las camisas vaqueras siempre me provocaron una profunda tristeza, con esos botones de clip nacarados.

Las anomalías por supuesto no se hacen esperar y China, su novio y Anthony Kiedis tienen que repartir una nueva menestra de tortazos a ya no los tíos trajeados que tratan de sabotear la votación, sino a una horda de mil malvados ataviados con ropa de la que entregas a la beneficencia dentro de un saco y piensas «pobre del que se tenga que vestir con ésto». Y por qué no se pegan los trajeados? No lo sé, pero ya lo dice uno de ellos en la que se convirtió mi frase favorita de la película: «no me voy a pelear contigo, lo harán los matones que tienes detrás». Sólo espero y aspiro en esta vida a tener algún día un grupo de matones a mi servicio y pueda invocarlos con semejante facilidad para que me saquen de situaciones adversas, como cuando ayer fui a comprar té blanco con azahar de Hornimans y estaba agotado. AGOTADO!

A pesar de los intentos de boicot de las votaciones, China por supuesto gana las elecciones y el mundo se regocija en una fiesta en el jardín de los O’Brien con ponche y sandwiches mixtos. China hace ayudantes del sheriff a los adolescentes que les ayudaron a controlar las urnas, un grupito de estudiantes sanotes y modernos con gafas de sol Ray-Ban y zapatillas hi-tops, les entrega a todos estrellas de sheriff con imperdible por detrás, se las ponen en las camisetas de tirantes provocando el mismo efecto visual penoso que cuando me ponía en el chándal de estar por casa la estrella de sheriff que me venía con aquel pack que también incluia cartucheras, pistola y cananas, y todos juntos arreglan el pueblo. Una vez más, se demuestra el talante anti-progresista de China O’Brien, ya que una de las primeras medidas es detener a todas las prostitutas del pueblo, misión durante la cual uno de los estudiantes comenta entre risitas que «le empieza a gustar este trabajo», seguramente porque no había visto tanto culo junto en su vida.

El excitante desenlace de la película tiene lugar en forma de batalla campal en el bar de Beaver’s Inn, con muchos cientos de docenas de matones más recibiendo una última colección de leches. la escena incluye tíos volando por encima de la barra, motos atravesando cristaleras, tíos aplastados por motos que han atravesado cristaleras, metralletas, estacazos con sillas en la espalda, botellas rotas y la sensación de que todos los habitantes del planeta Tierra fueron extras de la película China O’Brien. De hecho creí reconocer a mi vecino y a un compañero de trabajo en los matones de la escena final. Intentaré sacar el tema de forma sutil y averiguar su pasado en la gran pantalla. Sommers, el líder de todos ellos, recibe finalmente las iras de todo hijo de vecino en forma de patadas en las costillas pero, en un nuevo giro del destino, muere a manos de un disparo provocado por ¿la recordáis? la tía que tenía atada a la cama.

Después de ver China O’Brien, sólo me queda formular un deseo. Si alguna vez, dios no lo quiera, me secuestrara un viejo fumador de puros y me atara a la cama, desearía que lo hiciera de tal forma que me dejara libertad para levantarme, coger una pistola, y matarlo a tiros desde una ventana. Oh, y también deseo conseguir la segunda parte de China O’Brien porque, en efecto, hay una segunda parte, China O’Brien 2, y torturaros a todos con un nuevo resumen en forma de ladrillo y que lamentéis una vez más haber nacido con ojos.