Hubo una franja temporal, hace ya algo así como dos décadas y media, que equivalen aproximadamente a cinco lustros, en la que cualquier película debía contener la palabra Kids para ser considerada mínimamente relevante en el mercado. Y los críticos más insignes del universo coinciden unánimemente en que aquella fue la época dorada del cine mundial. Ok, sólamente lo creo yo, pero eso no significa que mi opinión tenga menos validez que la de esos críticos de cine, verdad? Por qué son ellos mejores que yo? Por qué están por encima y me observan con desprecio desde las alturas? Sólo porque ven películas francesas y cine pakistaní? Los críticos ilustres de cine consideran que comer palomitas mientras ves películas es una ordinariez. Y, sólo por eso, mi opinión sobre cine es mucho más válida que la suya. Y yo exclamo hoy a los cuatro vientos que las películas que contenían la palabra Kids en su título fueron las más grandes obras maestras que jamás acariciaron el celuloide.

Kung Fu Kids, Karate Kid, Ninja Kids… la lista es interminable, tan interminable que ahora mismo no se me ocurre ninguna más, pero debéis creerme cuando os digo que por lo menos existen treinta películas más con la coletilla «Kids», de las cuales veintiocho son de artes marciales. Supongo que la gracia residía en que siempre es refrescante, gracioso e insólito el hecho de que, por una vez, los que apaleen a una banda de mafiosos orientales no sean tíos de 45 años con barbita o chinos clónicos de Bruce Lee con zapatillitas, sino uno o varios niños. Ah, la paradoja de la situación, el débil contra el fuerte, que al final resulta victorioso. La parábola de David y Goliath trasladada a la cultura pop. Un mensaje de esperanza para todos nosotros, pobres infelices que siempre pensamos que esa chica jamás nos amará, o que la fama y la fortuna nos eludirá por siempre jamás. Pues no. Si los kung fu kids fueron capaces de derrotar a toda una sociedad secreta de terroristas con pelito negro y muy liso, tú también eres capaz de ser amado. Ahora que lo pienso, no estoy del todo seguro de que la historia de David y Goliath fuera una parábola. Es comprensible que suspendiera religión para septiembre en 8º de EGB.

Las películas de artes marciales que incluían la palabra «kids» en su título (PAMIKEST de ahora en adelante, que además de ser las siglas más largas de la historia también suenan a marca de barnices) eran básicamente eso, uno o varios niños expertos en artes marciales que acababan ellos solos con una mafia al completo o algún grupo malvado equivalente. Si eran varios kids en vez de sólo uno, el grupo solía incluir necesariamente a un niño gordo, o en su defecto un gafas, que normalmente era además gracioso, algo menos versado en las técnicas violentas que sus hermanos o amigos, que suplía sus carencias haciendo cosas de gordo, como embestir a señores trajeados con ametralladora, caer encima a peso mierda a negros boxeadores o tirársele un pedo en la cara al líder de la organización. Todo ello aderezado por humor asiático mal traducido y malos actores sobre-exagerando y gesticulando más de lo necesario con manos y cuello. Con estas características, no os resultará difícil de creer que, cuando era pequeño, el género de las PAMIKEST era, junto con el de las CCECEPARSCEUPRYDMUV (clones de Conan que las empiezas a ver con emoción, pero al rato se convierten en un puto rollo y deseas morir o un vodka), era uno de mis favoritos, ya que más de una vez he comentado aquí que siempre quise ser un niño karateka y romper tablas con la mano.

Algo que nunca he confesado a nadie, pero que creo que merecéis saber, es que un día vinieron unos carpinteros a casa a montar un armario, y dejaron algunas tablas sobrantes dentro de un cajón. Ni corto ni perezoso, cogí una de esas tablas, la coloqué entre dos pilas de libros de «elige tu propia aventura» y, haciendo acopio de todas las fuerzas de las que disponía en esos momentos y tal vez de algunas más que venían directamente de la isla de Pascua hacia mi corazón, traté de romper la tabla con mi mano en forma de mortal hacha. La tabla ni se inmutó, una lágrima de dolor y tristeza recorrió el rabillo de mi ojo derecho, y estoicamente, en silencio y con resignación, comprendí en ese momento que nunca sería un karateka. Todo aquello ocurrió el lunes pasado.

Pero basta de confesiones, y a quién pretendo engañar? Las PAMIKEST no fueron uno de mis géneros favoritos de cuando era pequeño, todavía lo son! Y para mi, un perdedor que distribuye su tiempo entre buscar nuevas PAMIKEST y dormir la mona, el hecho de encontrar una que todavía no creo recordar haber visto jamás, es motivo de fiesta nacional, aunque a mi jefe no pareció suponerle suficiente motivo como para no ir a trabajar y me dijo que no volviera nunca más. Ah, más ciego está el que no quiere ver, Lázaro.

Entre las películas que realmente se llamaban Ninja Kids y las que fueron rebautizadas en España como Ninja Kids, deben existir varias docenas de películas llamadas Ninja Kids, pero una corazonada me dice que ésta es la mejor de todas. Simplemente porque me parece altamente improbable que exista nada mejor que esta película en el mundo. Ni siquiera dentro de la pirámide de Keops. Estrenada en 1986 y de nacionalidad filipina, ese mágico país del cual no sabemos nada más que al parecer da la impresión de que el 80% de su población son shemales y transexuales. Hace un tiempo tuve una fan, la única fan que he tenido en mi vida, que me encontró a través del Myspace de mi grupo. Era una chica filipina que vivía en Alemania, y me encantaba porque me ponía comentarios en todas las fotos con emoción, al parecer soñaba con vernos en directo algún día, y me decía cosas tipo «you rock!» y similares, que a toda buena rockstar en potencia le gusta oír. Pues bien, todos mis colegas estaban convencidos al 100% de que dicha chica era un shemale y poseía un secreto entre sus piernas. Y digo yo, a quién le importa que fuera un shemale si pensaba sinceramente que «I rock»?

Filipinas es un lugar tan desconocido para mi como para todos vosotros y vosotras y, aparte de que por algún extraño motivo no relacionado con aquella chica sé decir «masturbación» en tagalog, que es el idioma oficial de Filipinas, mi ignorancia acerca del lugar es suprema. Por ello, no estoy muy seguro de por qué los actores de Ninja Kids tienen nombres tan inusuales como «Elizabeth Oropesa», «Ricky Rivero», «Herbert Bautista», «Yani de Veyra», «Paquito Díaz» o «Max Alvarado». Venga, no puedo creerme que en Filipinas esos sean nombres habituales, se derrumbaría toda la mística oriental del paradisíaco país. Serán seudónimos? En qué clase de microcosmos vivirían inmersos hasta llegar a la determinación de que, para alcanzar el éxito en Hollywood, el camino a seguir era ponerse seudónimos con aire mexicano?

Durante la que probablemente sea la escena de títulos de crédito más larga de la historia, vemos dos cosas. Una, un completo abanico de seudónimos mexicanos. Y otra, a un tío vestido de ninja que roba una katana. Y cuando, por fin, el título «Ninja Kids» aparece en la pantalla, una voz en off se encarga de decirnos que la película realmente se llama «Al Ataque, Ninja Kids», porque ya sabéis que en España nunca se pudieron dejar las películas tal cual y SIEMPRE se tuvo que añadir cualquier complemento innecesario al título.

Ya despojado de la guisa ninja, el tipo entrega la katana a una chica con piernacas, tupé y aspecto de jefa mala llamada Lotus cuyo emblema, por supuesto, es una flor de loto que adorna las paredes. Como la katana era una falsificación, Lotus asesina al pobre hombre ninja, que aspiraba a ser colmado de riquezas gracias a su hurto.

Pero, quién posee la verdadera katana? Pues un señor calvo llamado Nabuchi, al que vemos enseñando karate a sus dos hijas, Yoko y Mariko, mientras los tres ríen a carcajadas haciendo ver que las artes marciales también pueden ser divertidas si no se usan para vencer en reyertas de borrachos o ponerse gallito innecesariamente. Me habría gustado que un personaje que se llama Nabuchi tuviera bastante más relevancia en la historia, pero por desgracia no volveremos a ver a esta familia hasta dentro de mucho rato. Creo que Nabuchi es mi nombre favorito, se presta a muchas bromas crueles de colegio.

Un cambio radical de escenario y ambiente nos lleva a conocer a los protagonistas de nuestra historia, en la que posiblemente sea la escena más increíblemente fascinante del séptimo arte. La escena que me ha hecho querer ser actor. La escena que siempre he soñado vivir en mis propias carnes. Los siete protagonistas aparecen en sus bicicletas de bici-cross, chocando sus manos por turnos en una especie de coreografía y, en definitiva, sembrando una alegría caótica en el parque que prefiero que veáis con vuestros propios ojos porque vuestra vida cambiará para siempre.

Ahora que estamos todos al mismo nivel místico, y ahora que vuestras vidas han sido alteradas perennemente igual que la mía tras ver esa escena, podemos continuar con nuestra historia.
En el parque también conocemos a los objetos de deseo de los siete protagonistas, otras tantas chicas filipinas con pantalones de gomas en los tobillos, que les comunican que se van a pasar el fin de semana de colonias. La tarde termina en tragedia, ya que los alardes bicicleteros de los siete futuros ninjas no parecen caer demasiado bien en un grupo de jugadores de baloncesto con shorts y piernas afeitadísimas, que también pretenden acercar los morros a Susan, que es presuntamente la más guapa del grupo de las chicas, pero a la que no consigo diferenciar especialmente de las demás, excepto de la gorda, porque es conveniente que haya una gorda en todo grupo de chicas que salgan en una película, por eso del factor cómico y el abanico de situaciones jocosas que propicia.
Tras una pelea con los jugadores de baloncesto de una forma ligeramente forzadilla, los siete protagonistas planean lo evidente: ir a los campamentos para tratar de mojar la sardinilla filipina. Todos están de acuerdo excepto uno de ellos, que incomprensiblemente propone olvidar a las chicas y pasarse el fin de semana jugando al baloncesto. Extremadamente independiente o aguafiestas? Fanático del deporte u homosexual? El guión no arroja más datos acerca de la personalidad de este personaje, y simplemente deja encima del tapete esa parte del diálogo para que nosotros, como espectadores, saquemos nuestras propias conclusiones.

Si antes comentaba que no era muy capaz de diferenciar a unas chicas de otras (de las que aparecen en esta película, claro está, no de las chicas en general), con los protagonistas masculinos me ocurre tres cuartas partes de lo mismo. Tal vez posea una visión demasiado occidentalizada y me esté convirtiendo en alguien como mi vecino, que siempre me comenta que «todos los chinos son iguales y, ¿no te has fijado en que no hay chinos enterrados en el cementerio?». Pues no, no me he fijado, cuando voy al cementerio de lo último que tengo ganas es de rastrear las lápidas en busca de chinos durmiendo el sueño eterno. Pero lo cierto es que los protagonistas de Ninja Kids no tienen una gran personalidad definida, aunque hay que ser justos y destacar la intención de dotarles de individualidad, que está ahí. Así, hay uno que come mucho, otro que duerme mucho que creo que es el mismo, otro que tiene un doblaje jodidamente horrible, como si se hubieran quemado las cintas en un incendio y se hubieran visto obligados a re-doblar las partes de únicamente ese actor usando para ello al hijo retrasado del guardia de seguridad de los estudios de doblaje, pero del único que conseguía acordarme de una escena a otra es del gafudo del grupo, por el mero hecho de que lleva gafas, gorra, y está doblado por una voz que he oído millones de veces en películas de este tipo.

Los siguientes cuarenta minutos transcurren narrando las aventuras y desventuras del grupo, que finalmente acude a los campamentos a buscar a las chicas. Con lo cual tenemos cuarenta minutos de comedia costumbrista filipina que incluye todo tipo de tontadas pero ni un solo ninja. Y realmente, de una película llamada Ninja Kids se espera que lo único remotamente similar a un ninja que se vea en cuarenta minutos sea algo más que el pobre hombre del principio, que encima está muerto. Pero hey, no me quejo, ya que la escena en la que están todos durmiendo juntos en la tienda de campaña y una serpiente les pasa por encima cincuenta veces hasta que uno de ellos se despierta y comienzan los ayes y las risas me pareció una escena repleta de acción.

La monitora de las chicas, harta ya de majaderías, pincha las ruedas del coche y las bicicletas de los chicos, y se larga con sus siete alumnas lejos del bosque. Como no tienen forma de regresar a sus casas, comienzan a caminar hasta que entran por una especie de túnel invisible por el que desaparecen, reapareciendo en un bosque exactamente igual, con la salvedad de que tiene frondosos árboles de los cuales nacen sandías, que son devoradas por nuestros amigos entre alardes de malabarismo y equilibrio hasta que, como era menester, se precipitan todos por un
agujero que estratégicamente comunica con una gruta perfectamente amueblada y ambientada con ornamentación del lejano oriente y antorchas en llamas, en la que habita un greñas que resulta ser un maestro, y cuya aparición va a provocar que por fin, muy pronto, podamos ver no un ninja sino nada más y nada menos que siete, para compensar que en una hora de película todavía no hayamos visto ni el menor atisbo del mundo ninja.

La misión que encomienda el maestro de las greñas a los siete futuros ninjas es recuperar un jarrón llamado Gusi, ubicado en una peligrosa cueva llena de llamaradas de fuego y suelo que se
menea de forma escasamente realista. Pero para ello, y dado que de los siete no hay uno que se salve y que no sea un puto pazguato inútil, es necesario que asistamos a cerca de cuarenta minutos de metraje durante el cual el maestro entrena a sus nuevos alumnos a ritmo de AOR, cuarenta minutos durante los que se sucede chascarrillo tras chascarrillo, hasta llegar a un nivel de humor difícilmente tolerable por mentes aburridas como la mía. No sé si eso ha resultado creíble, ya que en realidad me hicieron gracia todas y cada una de las escenas graciosas del entrenamiento, e incluso algunas de ellas me llevaron más allá de la sonrisilla boba hasta la semi-carcajada, que es el punto intermedio situado entre la risa de verdad y cuando escribes «jajjajajjaj» en el messenger mientras que en realidad estás serio y pensando en tus problemas. Ah, la simpleza y pureza del humor filipino.

Una vez recuperado el jarrón, haciendo gala de sus nuevas habilidades tras el duro e hilarante entrenamiento, y después de huir de una especie de gigantón con taparrabos y pelo sucio que lanza enormes rocas con aspecto de estar fabricadas con cartón y que rebotan contra el suelo tal y como lo harían si estuvieran fabricadas con cartón, el maestro greñudo parte el susodicho jarrón en dos mitades perfectas, y de su interior extrae siete fabulosos colgantes de Ying-Yang que van a otorgar fabulosos poderes a los siete futuros ninja kids, a punto de dejar de lado por fin la coletilla de «futuros».

Recuerdo esos colgantes de Ying-Yang, se pusieron de moda más o menos cuando estaba en 1º de BUP y la explosión fue de semejante calibre que daba la impresión de que absolutamente todo el mundo en mi colegio tenía uno y lo mostraba orgullosamente en su cuello. Y los que no tenían un colgante de Ying-Yang, tenían otro de Héroes del Silencio. Tal vez por eso podías encontrar ambos modelos, uno al lado del otro, en los puestos jipis. Y tal vez toda la gente de mi colegio eran ninjas con poderes fabulosos con los que yo no pude sino soñar en las frías noches de otoño, ya que yo solía llevar por aquel entonces un colgante con una cruz invertida. Sí, sólo por joder y por llevar la contraria, porque Satán nunca llenó ese vacío que todos tenemos en nuestro pequeño corazón.

Los colgantes de Ying-Yang tienen la fantástica capacidad de transformar a los siete filipinos en ninjas blancos, otorgándoles todas las habilidades fastuosas esperables de un ninja, o sea, saltos de treinta metros de longitud, cantidad ilimitada en los bolsillos de shurikens y bombas de esas que explotan con un montón de humo y sirven para esfumarse, nunca mejor dicho, de una
situación adversa y, sobre todo, ofrecer somantas de palos a todo el que se ponga por delante sin ningún tipo de despeine, a ritmo de AOR y canciones New Wave desconocidas. Porque sí, las mismas dos o tres canciones de AOR tipo Journey y similares se repiten durante toda la película y en cualquier situación. Canciones compuestas por unos tales Ric Olsen y Marty Frederiksen, con nombres tipo «make a stand», «danger love» y «watch out now», hoy en día seguro que piezas codiciadas y buscadas por jevis melódicos de todo el mundo que recorren foro tras foro buscando una descarga en Radpishare. Y hey, tal vez Ric Olsen sea el padre de las gemelas Olsen, que aunque una tenga anorexia me pareció escuchar que la revista Playboy les había ofrecido ochocientos millones de dólares por posar en pelotillas. Y Marty Frederiksen quizás esté emparentado con la cantante de Roxette. Ah no, maldita sea, esa se apellidaba Fredriksson. Pero me encantaba el pelico de su compañero Per Gessle y uno de mis sueños siempre fue llamarme Per. Per, Per, Per, Per. Tener un nombre monosílabo te ofrece la posibilidad de hablar sólo lo justo y necesario, la gente con nombres largos suele hacerse cargante a los diez minutos.

Ahora que los siete filipinos tienen extraordinarios poderes de ninja, el maestro greñudo los envía a recuperar la espada de la que hablábamos al principio, que actualmente está en poder de Nabuchi, pero que Lotus la malvada también la desea, con lo que nadie sabe realmente a quién pertenece ni para qué sirve esencialmente. Pero nada de eso importa, porque mientras tanto los ninja kids aprovechan sus nuevos poderes para hacer otras cosas bastante más importantes que recuperar una espada que no se sabe para qué ostias sirve. Y esas cosas son, en clara situación de superioridad, partir la cara a sus
enemigos del barrio, los jugadores de baloncesto del principio de la película, en una escena ambientada en una hamburguesería en la que todavía utilizan cajitas de esas de corcho de las que ya hablamos profusamente en la crónica del Escalón en Salou, y todo ello a ritmo de una especie de New Wave tipo Duran Duran, que es un refrescante cambio después de tanto AOR en todas y cada una de las escenas.

Los ninja kids también adquieren cierto status misterioso en la ciudad, al rescatar al rey de una banda de secuestradores que se ha introducido en su casa. El rey, no sabemos exactamente si de Filipinas o del mambo, es un hombre cercano y terrenal que sufre estoicamente la presión de los secuestradores ataviado con un batín azul como el que seguramente tenéis vosotros desde hace más años de los que podáis recordar. Y es que la monarquía ya no es lo que era, en los tiempos clásicos jamás habríais visto a
Luis XIV con un batín azul. Y si lo hubierais visto, os habría mandado degollar. En cambio, hoy en día, los reyes llevan batines azules, se dejan secuestrar, y posteriormente rescatar por un grupo de ninjas, uno de los cuales lleva las gafas por fuera del traje. Al parecer, y en contra de lo que yo siempre pensé, los poderes ninja no curan la hipermetropía ni la miopía ni el astigmatismo, y los ninjas con gafas se ven obligados a llevarlas bien visibles por fuera. Ninjas con gafas, reyes con batín, esta película lanza un mensaje de igualdad, de esperanza. Ninja Kids quiere que nunca más nos sintamos inferiores a nada ni a nadie porque, en esencia, todos estamos más o menos al mismo nivel. Gracias, Ninja Kids, por ayudarme a superar mis complejos de inferioridad. Gracias, Ninja Kids, por darme valor en estos difíciles tiempos de indecisión.

Mientras los ninja kids realizan alardes heroicos en la ciudad y desaparecen de golpe tras cada hazaña ante los ojos perplejos y sorprendidos de sus habitantes, dejando tras de si un rastro de humor nefasto, la malvada Lotus ha secuestrado a Nabuchi y ha solicitado que sus hijas, Yoko y Mariko, le lleven la famosa espada de los cojones si quieren volver a ver a su padre con vida y poder seguir aprendiendo karate con él de forma risueña y feliz. Por supuesto, los ninja kids se infiltran en la fortaleza y, tras luchar contra varios cientos de ninjas negros a
ritmo de, efectivamente, las mismas canciones hardrockeras de toda la película, Lotus en persona hace su aparición estelar, dando comienzo a una épica batalla de siete contra uno en la que todos se sacan de la manga un arma distinta. El gafas, obviamente, mantiene su papel cómico hasta las últimas consecuencias y su arma, en vez de ser nunchakus o katanas o algo digno como las de sus compañeros, es un abanico. Debo reconocer que me hizo gracia, pero puedo asumir perfectamente que a vosotros os parezca una soberana memez, a no ser que tengáis un retraso mental del 12% como yo, provocado por aquella época de mi vida en la que me entrenaba para ser buzo y nunca salía a tiempo del agua.

Los últimos minutos del largometraje, y escribo largometraje en lugar de película porque así me siento como un crítico de cine francés cuyas reseñas serán leídas por señores calvos con vaqueros sin formas y gafas con cordeles para colgar que discreparán airadamente acerca de mis palabras mientras toman un café en vaso ancho, transcurren mientras se libra la excitante pelea contra Lotus, la cual lanza una cornucopia de aros de fuego y efectos especiales variados que están hechos en plan dibujos animados superpuestos pero convencen. Está bien, no convencen, pero a mi me convencen. Está bien, a mi tampoco me convencen, pero me gusta recordar aquellos tiempos en los que las películas sin presupuesto que necesitaban incluir mónstruos chungos o explosiones y rayos, recurrían sin ningún tipo de remordimiento a la técnica de introducirlos en forma de dibujos animados, bajo el lema de «si cuela, bien; y si no cuela, da igual». Técnica que hoy resultaría risible, en estos tiempos en los que, al parecer, si una película no se
puede ver en tres dimensiones, ya no vale mucho la pena. Maldita Avatar y maldita moda de las tres dimensiones. Avatar nunca debió dejar de ser únicamente el nombre de cientos de grupos jevis a lo largo y ancho del planeta.

Lotus pasa por diversas transformaciones durante la interminable batalla, se convierte en un ninja rojo y eventualmente adopta la forma de un bicho barbudo, como aquella novia que todos hemos tenido que parecía tan majica al principio y con la que parecíamos tener tanto en común, y en unos cuantos meses se convirtió también en un bicho barbudo con voz de perro. Ah, Ninja Kids es la historia de mi vida hecha alegoría. Finalmente tiene lugar la escena final, trepidante e histórica, que mereció la apertura de otra lata de Budweiser, pasando al poco rato a engrosar la alta columna de latas
vacías, sospechosamente similar a la torre de Babel. Los siete ninja kids, simultáneamente y a la vez, insertan mediante un grácil saltito la espada en el cuerpo de Lotus, dando por finalizada la lucha, rescatando a Nabuchi, a sus hijas, y cumpliendo por fin con la misión impuesta por su maestro, que hace acto de presencia y juraría que es otro actor diferente al que salía antes, con más canas. Pero no me atrevo a rebobinar y comprobarlo porque tengo miedo de que mi vídeo explote en un éxtasis de llamaradas negras, y además tendría que borrar estas últimas frases y hey, cada letra cuenta.

Acercándonos peligrosamente al climax de la historia, el maestro desaparece dejando atónitos a nuestros amigos los ninja kids, los cuales realmente no comprendo por qué se maravillan de una forma tan exagerada después de presenciar cuarenta desapariciones a lo largo de la película, el 90%
protagonizadas por ellos mismos sin ir más lejos. La película llega a un abrupto final cuando aparece de nuevo el gigantón del taparrabos que lanzaba rocas de cartón, y los ninja kids descubren horrorizados que los colgantes de Ying-Yang ya no les permiten convertirse en ninjas, han perdido sus poderes y ya sólamente les sirven para tener aspecto alternativo en conciertos de Macaco y tal vez poder arrimar la coliflor a alguna pija con aspecto de perroflauta. No sabemos qué ocurre con Nabuchi, con Mariko, con Yoko, con el maestro o con toda la caterva de tías filipinas que propiciaron toda la historia en un primer lugar.

Estas incógnitas inconclusas, que podrían entenderse como los únicos detalles que empañan una por otra parte piedra filosofal del séptimo arte como es Ninja Kids, creo que fueron dejadas abiertas a propósito por los guionistas, esos filipinos con pseudónimo mexicano que veíamos en los títulos de crédito. Creo que los guionistas quisieron que pensáramos que todo el argumento fue un sueño que tuvieron los ninja kids, un sueño que todos nosotros podemos tener, en el que todas nuestras aspiraciones pueden llegar a hacerse realidad ya que cada uno tenemos un o una ninja kid dentro. Y la película no puede tener un final concreto, porque nuestro destino tampoco lo tiene, por mucho que la gente que porta al cuello colgantes del Ying y el Yang nos quiera hacer creer que sí, que ya está todo escrito de antemano. Todo encaja en Ninja Kids y, seamos el equivalente al kid gafudo y gracioso, o el equivalente al kid que come y duerme mucho, nunca es tarde para cumplir nuestros propósitos y encontrarnos a nosotros mismos. El único personaje al que no encuentro paralelismo ni significado es al gigantón que lanza rocas de cartón. Tal vez simbolice la resaca. La resaca que voy a tener mañana.