Hace unos días tuvo lugar en Zaragoza Coleccionea, el 5º Mercadillo del Coleccionismo. Creo importante destacar que, en mi submundo interior en el que vivo aislado de las miserias cotidianas, la expresión «unos días» puede significar tanto tres días como dos meses, así como cualquier número de días del amplio intervalo comprendido entre ambos límites. Una vez aclarado que Coleccionea no ocurrió ni ayer ni anteayer, sino «hace unos días», los suficientes como para que me de una considerable vergüenza no haber sido capaz todavía de mover el culo y escribir sobre ello, puedo contaros, pese a correr el riesgo de que penséis que soy retrasado mental, que hay una baldosa de mi cocina a través de la cual puedo ver escenas escalofriantes del futuro y ese es el motivo de que mi tiempo esté ocupado en observar una baldosa y pasen centurias desde que algo ocurre hasta que por fin se ve reseñado en el Escalón.

Coleccionea es un nuevo concepto para mi. A pesar de celebrarse este año su quinta edición ya, no había oído hablar de ello en mi vida, tal vez por haberme pasado los últimos cinco años viviendo dentro de un iglú, para conocer de primera mano las sensaciones de un esquimal, o porque simplemente no me enteré de su celebración igual que no me entero de tantas cosas. Me gustan las ferias de cualquier tipo que se celebran aquí en Zaragoza porque, a pesar de estar en la era digital en la que se utiliza internet hasta para limpiarte el ano después de defecar, me las apaño de semejante manera que únicamente soy capaz de enterarme de futuros eventos de este tipo mediante carteles en las paredes de la calle. Jamás he sabido que se avecinara una feria del disco gracias a internet. Ni un mercadillo navideño, ni un rastro veraniego, ni nada de nada en absoluto. Así que, básicamente, si camino por las calles equivocadas en las que sólo hay carteles de extrañas conferencias de parapsicología que huelen a captación de secta, o simplemente deambulo por la ciudad pensando en cuándo llegará el día en el que la gente me adore como a un dios, todos los acontecimientos interesantes de esta ciudad me pasarán de largo cuales aves migratorias y jamás seré consciente de ello.

Los domingos por la mañana, pese a la opinión de esas extrañas personas que sostienen apasionadamente que les encanta madrugar un domingo para montar en bicicleta por el parque, apestan. Cuando no llueve y el cielo adopta tonalidades amenazadoramente grises, tienes resaca de esas en las que lo primero que dices al abrir los ojos y recordar que te caíste encima de un charco sucio es «ffffbuuah». Y si no tienes resaca, hace un tiempo perruno e indigno de fechas primaverales, en las que sólo debería haber sol, flores, alergia y amor. Y sol había ese domingo, realmente, pero también un viento huracanado que provocaba la mágica y apreciada sensación de sudar y tener frío al mismo tiempo. Pero hey, la recompensa a caminar por calles infestadas de gente feliz que va en bicicleta al parque, mientras el cierzo zaragozano te levanta la camiseta hasta que tu ombligo sale al escenario, era una feria repleta de revistas viejas, comics viejos, juguetes viejos, cromos viejos, discos viejos, viejos viejos y un montón más de cosas en general viejas. Muchas de las pasiones del Escalón Imaginario juntas y coexistiendo bajo un mismo techo, quién sería capaz de no hacer un esfuerzo y madrugar un domingo? Sobre todo cuando madrugar significa levantarse a las diez y media.

A pesar de la creencia infundada por parte de mi familia de que soy un acumulador obsesivo de mierda inútil, colecciono incluso uñas del pie de nativos australianos, vivo rodeado de pilas de todo tipo de basura y cualquier día me encontrarán muerto y sepultado entre papeles como a los hermanos Collyer, en realidad no es para tanto y no me definiría como coleccionista en el más estricto sentido de la palabra. Es cierto que tengo muchos zarrios, que voy recopilando a medida que pasa el tiempo, movido por obsesiones pasajeras y heterogéneas. También es cierto que todos esos subgrupos se podrían ver como colecciones pequeñitas pero, tal vez precisamente por eso, no me considero coleccionista de nada en particular. Digamos que, si algo me gusta o me hace gracia, acumulo una pequeña cantidad hasta que se me pasa la fiebre y me da por alguna otra tontada, ya sean muñecos horribles imitación de Masters del Universo o películas de ninjas carentes de argumento e imposibles de seguir. Además, mis minicolecciones no son exactamente una inversión de futuro, porque la mayoría de ellas no valen una mierda y, si quisiera recaudar dinero suficiente para borracheras de primeras marcas durante un mes, me vería obligado a invertir doce semanas en catalogar y describirlo todo de forma mínimamente atractiva en eBay a ver si alguien picaba y pensaba que estaba encontrando el bote de oro al final del arco iris. La única colección que permanece impasible al paso del tiempo y las obsesiones pasajeras es la de vinilos (algún día me armaré de valor y terminaré de meter todos mis discos en la base de datos de esta web), ahí sí que realmente hay cosas que valen pasta, así como otras que no conseguiría endosar a nadie ni bajo la promesa de ofrecer dos felaciones al día durante tres años y, pensándolo fríamente, creo que sí que puedo llegar a verme muriendo sepultado entre pilas de discos de vinilo. La cual se me antoja una muerte no del todo desagradable y, si por mi fuera, podría tener lugar esta misma tarde y no me importaría porque moriría feliz. Siempre y cuando los discos que me aplasten no sean los de Def Leppard y Mike Oldfield, puesto que odio el 90% de sus discografías y me gustaría saber por qué los tengo si no recuerdo haberlos comprado. Tal vez mi familia tenga algo de razón al fin y al cabo.

El hecho de no sentir que pertenezco al grupo de los coleccionistas me da derecho a reírme por lo bajini de esa gente que colecciona compulsivamente objetos en principio no demasiado útiles como calendarios, posavasos o chapas de cava. No parecen realmente imanes sexuales, no es así? Casi puedo oler el fracaso que puede suponer llevar a una cita a tu casa, después de tomar unos tequilas y con la noche a punto de ebullición, y sacar con emoción tu colección de chapas de naranjada a través de las épocas. Pero entonces pienso en mis tres ediciones en vinilo del segundo disco de Queen (la española, la inglesa porque los colores de la portada eran mucho mejores, y la americana porque la carpeta es mucho más gruesa y además contenía un flyer que nunca había visto en otras ediciones con fotos y letras) y tengo que cortar la risilla en seco porque realmente no soy muy diferente de los coleccionistas oficialmente reconocidos. Y sé que, aunque no coleccione gilipolleces como tapones de sifón o marcapáginas, podría ahuyentar perfectamente a cualquier tía que se precie si de repente extraigo mi colección de películas tipo Conan de origen italiano en VHS. Suerte que todos esos objetos humillantes los guardo en un ataúd, que supuestamente contiene los restos momificados de mi tatarabuelo que nació sin cara, y nadie se ha atrevido todavía a abrirlo y comprobar si es cierto. A grandes males, grandes remedios.

Dispuestos a dedicar a impregnarnos de la cultura pop arcaica esa agradable parte de las mañanas de domingo que transcurre entre cuando todavía tienes sueño y desearías no haberte levantado nunca, y cuando empiezas a tener hambre y te apetecen unas banderillas porque son «cosas que se comen los domingos», franqueamos el umbral del 5º Mercadillo del Coleccionismo. Una amable chica nos hizo entrega de un fajo de postales y calendarios que compartían un denominador común: todos ellos estaban ilustrados con una especie de fotografías antiguas de señoras de los años veinte (que no de veinte años, otro gallo habría cantado en tal caso), mezclando tonos grises con colores pastel muy tenues, de los cuales emanaba un aire terriblemente depresivo e incluso incómodo, en lugar de la sensación jovial y de amor por la preservación y conservación de objetos antiguos que supongo intentaron que transmitiera. Creedme cuando os digo que preferiría pasar el resto de mi vida sin saber qué día es, ni en qué mes estamos, ni de qué año, antes que tener que recurrir a consultar uno de esos terroríficos calendarios, y que una chica de los tiempos del cuplé me diga con la mirada «probablemente mueras hoy». Podría guiarme por las corrientes de aire, la posición del sol y la ropa de la gente, y jamás tendría que utilizar uno de esos calendarios. No obstante, aparte de calendarios también había postales, y no descarto la posibilidad de enviar una de ellas que diga simplemente «MÁRCHATE» al vecino que tiene un ejército de hijos histéricos que me joden la siesta con sus chillidos cada vez que trato de dormir.

Aparte de la fabulosa colección de postales y calendarios de señoras antiguas, también nos hicieron entrega en la puerta de un par de chapas, ya no del evento que tenía lugar sino de la feria del disco que se celebró un mes y pico antes, bajo el pretexto de «vosotros seguro que os las ponéis». Porque ya conocéis esa máxima irrefutable que defiende que el hecho de que alguien lleve en su chupa unas cuantas chapas de Missing Persons, March Violets, The Cult, Echo & The Bunnymen y Dead Can Dance, significa que se pondrá alegremente cualquier otra chapa que le ofrezcas, aunque ésta sea un collage horrible en fondo amarillo de la feria del disco. Pero me la puse. Supongo que la máxima es cierta. Aunque me la puse por dentro para que no pudiera verla nadie, con lo cual tal vez se trate de la primera máxima irrefutable a medias de la historia.

Una vez dentro del recinto, lo único que había que hacer era penetrar en un mundo en el que casi todo tiene un mínimo de veinte años, casi todo tiene los bordes gastados, casi todo huele a húmedo y casi todo ha sido vilmente olvidado por el paso de las décadas. Ingredientes básicos del Escalón Imaginario, debo decir. Con lo cual, no resultará difícil de creer que me encontraba en una especie de paraíso terrenal, no muy diferente de aquellas vacaciones que pasé en Mallorca en un régimen de «todo incluido», lo cual significaba que podía beber todo el vodka con zumo de naranja que quisiera, aunque para obtener cada vasito de plástico que me duraba dos minutos tuviera que hacer una cola de tres kilómetros formada por alemanes sin camiseta, tatuajes carcelarios y calzoncillos asomando por encima del bañador. El número de puestos, o stands, o expositores, o como deba llamarlos para parecer un profesional del medio en lugar de un simple aficionado, que venían de diversas zonas de la geografía española aparte de contar con varias representaciones zaragozanas, no era excesivo, pero aún así sí que era más que suficiente como para invertir entre cuatro y cinco horas alparceando entre todo lo que había. Comics, juguetes, álbumes de cromos, coches de Scalextric, discos, postales, pegatinas, pins… había algo para casi todo el mundo, ya que a quien le parezca deprimente coleccionar calendarios o puntos de lectura tal vez le resulte orgasmático acumular muñecos Madelman con botines y capucha, y a quien se le antoje despreciable el coleccionismo de taponcillos de cava a lo mejor encuentra la paz interior al conseguir un Renault 15 para su Scalextric. Me encanta el Renault 15, me sacaría el carnet de conducir sólo por ser capaz de recorrer la ciudad a bordo de un Renault 15 rojo con pegatinas de Avidesa.

A pesar de que el mercadillo duraba dos días, y nos encontrábamos ya en el segundo, debo formar parte de una minoría cuya misión en la vida es dejar que pasen las mañanas de domingo pretendiendo que jamás han tenido lugar, puesto que la afluencia de público, al menos durante las dos o tres horas que estuvimos, fue bastante alta, y con un amplio espectro de tipologías de asistentes. Desde los ancianos que observan de forma impasible con manos entrelazadas a la espalda, bloquean el paso de una forma delicadamente entrañable y huelen úricamente raro, hasta chicas en cuya cara puedes leer claramente el más absoluto desinterés y las palabras «vámonos ya de aquí POR DIOS», notándose perfectamente que han acompañado a alguien a regañadientes y bajo la promesa de «haré la cena durante una semana», pasando por expertos coleccionistas con listas impresas de sus colecciones para ir tachando, gente que simplemente pasaba por ahí y recorre los puestos exclamando «ahí va, mira!» o tal vez «ahí va, mira, este lo tenía mi hermano!», y por supuesto pasando también por nosotros dos, Carlos y yo, que supongo que somos una mezcla de todas esas tipologías. Quitando lo del olor a orina. Si exceptuamos el día de aquel concierto en… oh, olvidémoslo.

Para alguien tan anclado en tiempos pretéritos y obsesionado con objetos olvidados como yo, es difícil asistir a una feria de este tipo y no volver a casa arruinado y tirando de un saco de mierda inútil. Por eso, decidí limitar mi presupuesto a una cifra medianamente aceptable, y llamar al banco para darles instrucciones precisas de que cualquiera de sus empleados me apaleara hasta la muerte con cañas de pescar sucias si trataba de extraer algo de dinero de su entidad durante todo el día. Realmente, en toda la feria no había nada que me hiciera expulsar de alegría fuegos artificiales multicolores por la punta del rabanillo, pero sí que había muchas cosas variadas que estaban casi a punto de hacerlo, con lo cual corría el riesgo de dilapidar hasta mi último euro, incluyendo las monedicas naranjas de uno y dos céntimos que nunca me digno a sacar de la cartera porque me da la impresión de que la fila del supermercado se amplía y amplía mientras busco y me pongo nervioso. Así, tuve que dejar pasar varias oportunidades con gran dolor de mi corazón, esperando a que el destino me vuelva a cruzar con ellas algún día en el que mi sentido consumista esté más agudizado, y comprobando con alegría que mi vida sigue exactamente igual de deprimente sin ellas. Pero aún con todo, con presupuesto reducido, en el próximo capítulo de esta increíble saga en busca de la justicia para con el pasado se narrarán los fabulosos objetos que tuvieron el honor de abandonar una vida triste en un almacén con musgo en las esquinas y comenzar una nueva en mi hogar, que por cierto también tiene musgo en las esquinas pero la gente cree que es decoración.