Algo me tiene alejado del Escalón últimamente, y esta vez no son el alcohol, la misantropía y las amenazas de bomba. En realidad sí lo son pero, aparte de todo ello, como guinda del pastel, no tengo ordenador porque me lo debí cargar mientras lo abrí para limpiarlo por dentro. A pesar de que sé a ciencia cierta que suponéis que esta web se diseña y crea íntegramente en un Commodore 64 con pantalla de fósforo verde, teclas amarillentas por la nicotina de cuando el tabaco no era malo, pegotes de sangría fechados en 1985 y una disquetera externa de 5 y ¼, en realidad tengo un ordenador medianamente moderno con puertos USB, un Firewire que no sé muy bien para qué sirve pero creo que es una marca de neumáticos y ratón sin bola que se desliza por cualquier superficie, incluyendo mi torso con jersey. O tal vez debería decir que tenía un ordenador medianamente moderno ya que, tras tener la brillante idea el viernes pasado de abrirlo para limpiar sus misteriosos entresijos y sacar de una buena vez una especie de bola gigantesca hecha de pelusa y que al principio temí que fuera un ratón obeso que había elegido el interior de mi PC para morir, al montar todas esas piececitas verdes de nuevo en su sitio, el ordenador ya jamás se volvió a encender. De la misma forma que cuando vas al hospital a visitar a un pariente lejano, cuyo estado de salud realmente no te importa, es muy probable que vuelvas a casa incubando una faringitis porque te has llevado los gérmenes que había en el botón del ascensor y en la barandilla de la entrada, en el mundo de la informática también puede ser peor el remedio que la enfermedad. Y si a esta fugaz pero no por ello menos interesante reflexión le añadís las manos asesinas de un ser cada vez más nefasto para los ordenadores como vuestro humilde servidor, que antaño cambiaba memorias, flasheaba BIOSes e instalaba procesadores como quien extiende mantequilla sobre la superficie requemada de una tostada, el resultado seguramente será el que ha sido: una pantalla más negra que los horizontes tecnológicos de aquel que ose pedirme favores informáticos.

Así que, mientras trato de localizar a alguien con algo más de rasmia computerizada que me arregle el ordenador gratis, ya que no puedo arriesgarme a llevarlo a una de esas tiendas de reparación de PCs puesto que descubrirían mi colección de vídeos de zoofilia y se reirían de mí como hienas en su pequeño taller mal ventilado, me veo obligado a escribir desde un portátil que me ha prestado mi sufrida madre, mediante el cual se conecta a internet para consultar la cartelera de cines y que no tiene instalado ninguno de los programas que necesito, ni tan siquiera el Photoshop, mientras que al parecer alguien vio primordial que tuviera cuatro antivirus funcionando simultáneamente por algún motivo que desconozco.

De todas formas, aunque mis capacidades de agregar fabulosos contenidos al Escalón estén mermadas por culpa del traidor destino informático que ha convertido mi ordenador en una especie de cadáver con bandejita para DVDs, cosa que los verdaderos cadáveres no poseen por mucho que hayan muerto con la lengua fuera, eso no significa que no os pueda narrar otro tipo de acontecimientos fascinantes que ocurren en mi vida cotidiana, y que harían palidecer incluso a Marco Polo si fuera capaz de volver del inframundo y utilizar ordenadores para leer esta web. Caramba, incluso el maldito Marco Polo de mierda habría limpiado su PC por dentro con bastante más éxito que yo. Si Marco Polo hubiera limpiado mi ordenador, ahora mismo podría estar examinando mi colección de zoofilia e inventando cualquier otra excusa como ésta para justificar mi falta de actualizaciones. Marco Polo hace mi vida mucho más triste y difícil.

El otro día estuve en Valencia, tierra de naranjas, de paella, de sol, de playa y de atardeceres rojizos y cálidos. Tierra de amor, de desamor, de éxitos, de fracasos, de sueños, de anhelos. Tierra de vida, de muerte, de paz, de guerra, de mandarinas con gajos agridulces que nacen al intenso sol de agosto. Tierra de las flores, de la luz y del amor. Y, siguiendo la tradición de documentar profusamente todos los viajes del Escalón, a continuación os presento la exclusiva galería de fotos del viaje, con todas su mágicas anécdotas relacionadas y comentarios explicativos. Amigos, amigas, preparaos para presenciar la crónica de…

EL ESCALÓN EN VALENCIA

Eso es todo. La única foto. Sí, señores y señoras. Y señoritas, que, honestamente, es el público potencial que desearía tener. Efectivamente, no hay más, eso es todo lo que vi de Valencia. Esa estampa, con toda la tristeza que transmite, es Valencia para mí. Valencia es la pata de una mesa y un suelo lleno de cables embarullaos que nadie tuvo valor ni paciencia de desenredar. Valencia probablemente sea más cosas que espero descubrir en alguna otra ocasión, pero antes permitidme que me explique ya que los lectores valencianos del Escalón estarán, seguramente y con razón, pensando con semblante serio que soy imbécil.

En la empresa que me obliga a despertarme cada mañana con el canto del gallo, o mejor dicho antes de que el puto gallo se levante ya que cuando yo salgo por la puerta él se suele quedar durmiendo todavía un rato más, permitiéndose incluso el lujo de quejarse porque al parecer hago demasiado ruido mientras me pongo los calzoncillos, alguien tuvo la brillante idea de enviarme a Valencia para ofrecer una especie de mini charla-presentación a un público de unas 100 personas. Ese mencionado alguien también tuvo la brillante idea de que estaría bien trabajar normalmente hasta las 13:00, salir en ese momento hacia Valencia desde Zaragoza, realizar las mini charlas pertinentes y, al terminar a eso de las nueve de la noche, regresar a Zaragoza. “Hey, esas son muchas horas de viaje absurdas”, pensé. Pero mis labios permanecieron sellados porque soy un cobarde. Y porque yo no iba a conducir. Y porque soy el último mono. O The Last Monkey, que suena un poco mejor, más digno e incluso a título de película de culto en blanco y negro que te recomienda todo el mundo y luego es un rollo y te duermes a mitad. Y como el evento en cuestión no tenía lugar en Valencia propiamente dicha sino en un pueblo limítrofe, aunque tampoco estaba situado exactamente en dicho pueblo limítrofe sino en un horrible polígono industrial limítrofe con el pueblo limítrofe que además apestaba a estiércol, es por ello que técnicamente puedo decir que esa foto representa Valencia para mí. Por supuesto, toda esta historia sólo puedo contárosla a vosotros, mientras que a mis compañeros de trabajo tuve que decirles que estuve en la playa boca arriba y boca abajo, bebiendo agua de valencia desde dentro de un coco usando para ello una pajita, y degustando una paella mixta mientras la suave pero firme brisa de principios de septiembre moldeaba la larga melena de una valenciana muy majica que se sentó conmigo a escuchar con atención mis anécdotas de rockstar. Oh, no me miréis así, vosotros habríais hecho lo mismo. Tuve que contarles eso para que sintieran envidia, para que pensaran que soy un ente crucial e imprescindible en la empresa, para que creyeran que mi ascenso es inminente, que pronto tendrán que recibir y acatar mis órdenes de futuro jefe, y para que me odien más de lo que seguro ya lo hacen.

La verdadera realidad, allí encerrado en un salón de actos sin aire acondicionado, con el temor de que mi frente tal vez tuviera aspecto brillante y los asistentes lo comentaran entre risillas sordas, y el peso sobre mis hombros de verme obligado a demostrar que soy el mejor orador de toda la empresa sin realmente serlo, fue algo distinta. Sabéis bien que, dada mi condición de rockstar en potencia, estoy acostumbrado a conseguir que un público de mil personas salte en pleno éxtasis mariano y al unísono con un mero gesto de mi dedo índice pero, fuera de ese contexto, y dentro de otro que podríamos definir como “contar cosas muy aburridas de trabajo aburrido que tienen relación con páginas web sosas a cien personas que no has visto en tu vida y probablemente te detesten y se sientan profundamente aburridas porque es por la tarde y hace calor”, realmente no sabía cómo podía desarrollarse el desenlace. Gracias a dios, la frase “voy a tutearos porque veo muchas caras jóvenes”, a pesar de que la media de edad de los asistentes era de 240 años, siempre suele ser sinónimo de éxito instantáneo y a partir de entonces todo comenzó a ir viento en popa. No lancé púas, pero sé que las habrían recogido con cariño. No cayó ningún sujetador sobre mi micrófono, pero sé que tal vez fue porque nadie lo llevaba puesto excepto yo. Por cada uno que se dormía lentamente con fauces de caimán, dos me observaban con solidaridad. No hubo aplausos al final, pero sé que me amaban. Y yo los amaba a todos ellos. Incluso a un señor que llevaba una especie de sandalias azules de piel, tipo menorquinas, a las cuales tenía que mirar fijamente cada vez que me ponía nervioso. Todos deseábamos irnos a nuestras casas y olvidar para siempre nuestras caras, y todos lo conseguimos en su momento justo.

Me encanta Valencia. Me encantan sus playas, sus paellas, sus valencianas majicas de largos cabellos mecidos por el viento. Me encantan sus naranjas, sus mandarinas naranjas y sus naranjas atardeceres en los que no se escucha más que el tranquilo oleaje del mar. O, al menos, me encantarán todas esas cosas si realmente son tal y como las imaginé durante el viaje de vuelta en el que, por supuesto, me tocó el asiento central de la parte posterior del coche. No veo el momento de volver a Valencia.