Aunque hace ya bastantes años que veo a mi colega Emilio de uvas a peras porque lleva casi más tiempo viviendo en ciudades y países diversos que en su ciudad natal, al menos un par de veces al año los astros arcanos del universo se alinean y nuestros horarios coinciden en espacio y tiempo durante hora y media a lo sumo.
A pesar de que siento una creciente envidia malsana hacia su persona porque su grupo Autumn Comets se está haciendo famosillo y lleva camino de convertirse en rockstar antes que yo, al menos todavía me queda el consuelo de pensar que, como ellos no tocan estrictamente rock sino que se orientan más hacia el pop, en el más que probable caso de que Emilio se hiciera famoso y grupitos de tías interrumpieran nuestras conversaciones por la calle acerca de He-Man para pedirle autógrafos, no se le podría denominar técnicamente rockstar y yo todavía estaría a tiempo de aventajarle.

Emilio conoce bien detalles secretos de mi vida íntima personal que trato de ocultar al exterior porque es mi misión en la vida ofrecer aspecto de rockstar en potencia 24 horas al día, como que Los Cazafantasmas es mi película favorita, que opino que la asociación de Miss España debería permitir la participación de Molly Ringwald el año que viene aunque no sea española, que mantengo que me tatuaría en el hombro la firma de los Kung Fu Kids, y que una de las incertidumbres que perturban mi sueño cada noche es no saber si Skeletor lleva siempre un maillot azul ceñido al cuerpo o su piel es realmente así.

A través de anécdotas que me hace gracia recordar, y que se remontan a aquellas noches de 1996 en las que bebíamos sangría horriblemente congelada en la calle y en pleno diciembre, vendida por un par de tías extrañas con tatuajes carcelarios y que le daban miedo, Emilio se convirtió en una de mis personas favoritas de este planeta. Y es posible que un alto porcentaje de este favoritismo se deba a sus regalos, siempre inesperados, siempre variopintos, como el interior de ese yogur de fresa que acabas de encontrar en un rincón de tu nevera, pero caducó en 1983 y lo destapas por si acaso todavía se puede comer. Estamos hablando de alguien que me envió estas postales aleatorias sin venir a cuento para mi cumpleaños número 21, que me trajo de un viaje aquel vilipendiado tercer disco de Vixen con tintes grunges forzadísimos o que, bien entrado el siglo XXI, consiguió para mi este fabuloso objeto arcaico en Alemania al cual todavía no tengo del todo claro cómo tuvo acceso. O sea, buena mierda. O good shit, como dicen en Cincinnati.

El otro día, los anteriormente mencionados astros arcanos se alinearon de nuevo en la quinta casa de Sagitario y quedé con Emilio durante no más de 57 minutos, los cuales aprovechó para narrarme nuevas epopeyas de allende los mares y hacerme entrega de un nuevo regalo que me había traído de Londres. Nada más y nada menos que…

Perdí la cuenta, pero creo que a día de hoy habré visto Ghostbusters unas 254 veces en toda mi vida, comenzando en 1984, y es la única película del mundo cuyo guión al completo podría recitar de pe a pa sin dudar ni un instante. Ray, cuando alguien te pregunte si eres un dios, ¡contesta sí! Oh, veis? Podría seguir transcribiendo diálogos hasta el final de la película. La he visto en el cine, la he visto en VHS, la he visto en TVE-1, la he visto en DVD, la he visto en español, en inglés, e incluso la he visto a través de un orbe brillante que sujetaba Melissa Auf Der Maur entre sus tetillas. Bueno, eso fue un sueño, pero técnicamente cuenta. Si no he escrito todavía sobre los Cazafantasmas aquí en el Escalón, es porque temo que las 540 páginas resultantes no podrían ser leídas al completo ni por varias generaciones dedicadas a su estudio en cuerpo y alma, y tendrían que ser convertidas a PDF, comprimidas en ZIP, y enterradas dentro de un sarcófago junto a mi cuerpo. Y no quiero que mi muerte deje ese legado tan insulso.

En España nunca hubo en su día una gran oferta de merchandising y cosicas para comprar relativas a la película original de 1984, excepto las consabidas camisetas, llaveros, algún libro, alguna revista y alguna figurilla de goma con el logo de Cazafantasmas. O, al menos, espero que así sea porque me lo acabo de inventar, aunque sinceramente no tengo constancia de que existieran muchos más artículos en los que dilapidar las pesetas. Los juguetes y muñecos fueron todos creados a partir de aquella serie de animación, «The Real Ghostbusters», que nunca me acabó de hacer demasiada gracia porque a Egon Spengler le habían colocado un tupé rubiales a lo Brian Setzer en sus mejores tiempos y se habían quedado tan anchos. Siempre preferí, en cuestión de dibujos animados, la serie de Filmation sobre los supuestamente «falsos» Ghostbusters, los que poseían un gorila entre sus filas, la cual veía religiosamente mientras estudiaba la tabla de multiplicar y cuya sintonía de apertura siento en estos momentos un imperioso deseo de canturrear, pero no lo voy a hacer porque considero que va a ser una pérdida total de mi tiempo y esfuerzo si nadie va a escucharlo. No comprendo cómo pudo costarme tanto aprender la tabla del siete. A día de hoy todavía no sé cuánto es siete por seis. Malditos números bíblicos.

En cuestión de cosas comestibles, aparte de chicles con sus respectivas pegatinas enrolladas, tampoco recuerdo que dispusiéramos de un gran abanico de opciones, frente a Estados Unidos, en los que se lanzaron cereales, un chicle con pinta de mocarro que iba dentro de un tubo de pasta de dientes, gominolas, refrescos e incluso unas fabulosas latas que supuestamente contenían un fantasma y no debías abrir, cuyo interior lógicamente no era comible pero había olvidado reseñarlas antes.
Es ahora, que se cumple el veinticincoavo aniversario del estreno de Ghostbusters, cuando se comienzan a lanzar todo tipo de figuras y productos conmemorativos. Ja, ya sé que veinticincoavo está mal dicho, es la forma fácil que digo siempre a ver si cuela, y luego me siento culpable. Está bien, se cumple el vigésimo quinto aniversario.

Aparte de aquellas inmejorables figuras de Neca de hace unos años, gracias a las cuales podías colocar al hombre Marshmallow en el bidé o escudriñarle el culo a Gozer durante todo el tiempo que quisieras sin temor a que te soltara un mordisco, de un tiempo a esta parte están editando unas figuras con todo lujo de detalles de varios personajes de la primera película, incluyendo al eternamente marginado Winston Zeddemore, que tal vez considerara comprar si no costaran más de cien dólares. Winston es majico, pero no vale más de cien dólares. Ni siquiera el Doctor Venkman los vale. Tal vez el culo de Gozer sí, pero ese es otro tema. Tal vez Emilio sopesó la posibilidad de traerme una de esas figuras de su reciente viaje a Londres pero, tal vez al descubrir la cantindad de libras esterlinas que tenía que desembolsar para ello, optó por una lata de Slimer Sours.

Slimer Sours son unos caramelillos basados en, como su propio nombre indica, Slimer el fantasma rebautizado ridículamente como Moquete que cobró tanto protagonismo cómico a medida que pasaron los años. Y tienen un sabor, de nuevo como su propio nombre indica, ácido. Vienen dentro de unas fabulosas latas blancas de metal, con el logo de Cazafantasmas serigrafiado en relieve en su tapa, a razón de unos veinte Slimer Sours por lata. Tal vez haya alguno menos en la lata y quizá contenga alguno más, pero la claustrofobia que padezco me impide contar tantos caramelos juntos sin sufrir una apoplejía, así como comer arroz. Los caramelos propiamente dichos son duros pero no muy duros. Oh, dios mío, gracias a dios que no tengo que ganarme la vida con mis dotes literarias, porque esa explicación ha sido realmente heredera de cuando conseguía rellenar tres folios en los exámenes de arte de COU hablando del estilo Churrigueresco, que era la primera vez que lo oía mencionar porque no me había estudiado esa parte.

Los caramelos Slimer Sours son duros, pero al mismo tiempo ligeramente arenosos. Son más duros que un Escalofrío de esos de sidral, o como ostias se llamen ahora, pero menos que un Mentolín. Me pregunto por qué estoy aquí sufriendo y sudando sangre negra por las orejas para que comprendáis sin lugar a dudas si un Slimer Sour tiene o no propiedades calcáreas, si lo realmente importante a destacar es que se trata de unos caramelos horribles. Al abrir la lata, tu nariz se ve homenajeada con ciertos aromas a sandía y, si te gustan los caramelos de sandía como es mi caso, crees por un momento estar ante el gran filón azucarero del siglo XXI. Craso error. Su nombre oficial es Slimer Sours, pero sinceramente opino que no se trata más que de una abreviatura, por motivos de marketing, del nombre real, Fucking Godawful Slimer Sours From An Unholy Hell Beyond All Hope.

No me gusta lo ácido. No me refiero al LSD, sino a las cosas deliberadamente fabricadas con sabor ácido. De hecho, no concibo que exista ningún ser vivo a quien le gusten las cosas deliberadamente ácidas. Está bien, sí concibo sus existencias, pero trato de no saludarles por las mañanas. Y Slimer Sours son ácidos. Muy ácidos. Ácidos como mordisquear las bragas de Hitler. Puedo comprender comer algo con semejante nivel de acidez si un bogavante venenoso ha clavado su aguijón en uno de tus tristes testículos y la única manera de que dicho testículo se convierta en una pasa arrugada es comiendo un Slimer Sour. Pero si tus testículos están intactos como el primer día? Oh, no, no. Y lo peor es que no puedo dejar de comerlos, uno tras otro, esperando que alguno de ellos sepa remotamente a sandía y reconstruya poco a poco mi estómago, el cual debe tener ya un socavón del tamaño de un triángulo de billar al unificarse mis jugos gástricos ácidos con los ácidos ácidos de Slimer.
Al menos, todo el esmero que se podría haber dedicado a conseguir un sabor que no provocara el odio generalizado hacia el mundo animal y vegetal en los cerebros de los consumidores se ha empleado en el molde de las grageas propiamente dichas, mostrando cada una de ellas a Slimer en su clásica posición habitual de zampurriar salchichas a dos carrillos. Necesitaba utilizar la palabra grageas en algún sitio antes de que terminara el día.

A pesar de la acidez, Emilio sigue siendo una de mis personas favoritas de este planeta, e incluso más todavía desde que me confesó que compró para sí mismo unos caramelos muy similares a los Slimer Sours pero de Super Mario. Tal vez se llamaban Bitter Super Mario y eran la versión amargamente infernal de Slimer Sours. Quizá también se los comió todos y por eso ahora no contesta a mis llamadas. De todas formas, más allá de sabores y acideces, la lata vacía de Slimer Sours es fabulosa y abre un amplio abanico de posibilidades acerca de qué voy a guardar en su interior ahora que los caramelos están desarrollándose, edificando ciudades y librando guerras púnicas dentro de mi estómago. Por ello, y por aquellas tías raras con tatuajes penitenciarios que nos vendían sangría en el invierno de 1996, ya estoy esperando con ansiedad cuasi-enfermiza su próximo regalo aleatorio. Gracias ácidas, Emilio.