El jueves fue un día realmente estúpido. Y sabía de antemano que iba a ser un día realmente estúpido desde que abrí un ojo y comencé mi rutina diaria de maldecir desde varios ángulos a todas las deidades del Monte Olimpo, porque todavía habría necesitado dormir durante al menos tres horas más para no parecer un trasgo pálido.

Durante el tedioso periplo en autobús a través de la noche hacia mi lugar de trabajo, me quedé totalmente dormido cual ardilla muerta mientras escuchaba una canción llamada «green like the color of blood», que no recordaba ni tener dentro de mi reproductor MP3, ni haber escuchado jamás en mi vida, realmente. La canción estaba bastante guay, pero me desperté con esa pérfida sensación de haber estado durante media hora soñando en voz alta, emitiendo gruñidos y revelando intimidades a mis compañeros de trabajo, los cuales ahora ya sabrían, entre otras desgraciadas cosas, que los jueves no llevo calzoncillos debido a una promesa que hice en los noventa. Oh dios mío, realmente he utilizado el adjetivo «pérfida»? Parece más propio de esos tíos que se creen escritores, llevan perilla D’Artagnanesca y pantalones rectos negros. Dios, qué día más estúpido.

A eso de las diez y media de la mañana, tuve que ausentarme de mi lugar de trabajo, mejor conocido como la quinta mierda en el culo del mundo, y aproximarme hacia la civilización para realizar ciertas tareas burocráticas que requerían de mi presencia para, básicamente, firmar y pagar. Tener que recorrer dos mil millones de kilómetros a través de Aragón para firmar y pagar, a pesar del ligero handicap que representa no tener coche, no me supone realmente un gran trauma, lo que sí me incomoda sobremanera es tener que hacerlo frente a la mujer de secretaría más infame del siglo XXI. Ya sabéis, esas mujeres y hombres de secretaría a los que, a juzgar por sus expresiones faciales, nuestra aparición a través de la puerta les provoca una sensación similar a la introducción de una bellota incandescente por el puto ano.

Con la amabilidad y simpatía que derrocharía un gorila recién castrado, la mujer de secretaría me informó de que el certificado que estaba solicitando ya había sido automáticamente denegado a dos personas antes que a mí. Cuando tuve la brillante idea de preguntarle si, en caso de que a mí también se me denegara sin miramientos, me devolverían la cantidad que tenía que abonar, la cual ascendía a 75 euros, la mujer de secretaría me comunicó lo siguiente con la amabilidad que derrocharía un gorila recién castrado y habiendo sido obligado a comerse sus propios genitales con mostaza. Al parecer, esos 75 euros no se podían devolver nunca jamás porque debían ser invertidos en gestiones para solicitar mi certificado tales como fotocopias, gastos de correos y de scanner. Pensé en pedirle que me enseñara ese extraño scanner con ranura para monedas, preguntarle si, dado el elevado precio, para realizar esas fotocopias utilizaban sangre de beatas fallecidas en el siglo XII a modo de tinta y, por último, ofrecerme voluntario para enviar yo mismo la documentación por correo ya que, aunque enviara esos tres folios con el servicio urgente de SEUR, seguramente me saldría más barato.
Pero opté por no hacerme el gracioso ya que, puestos a perder 75 euros, prefiero que mi certificado sea denegado por quien tenga que denegarlo, y no por la mujer de secretaría a modo de venganza contra el gracioso que no quería pagar. Cuando abandoné el edificio, descubrí con angustia que mi MP3 se había estropeado. Dios, qué día más jodidamente estúpido.

No todo fueron penurias, ya que tuve la oportunidad de deambular por las calles a las 12 de la mañana, cosa realmente inusual puesto que a esa hora estoy habitualmente sentado en mi lugar de trabajo situado en mitad de la nada española o, si es un día festivo, durmiendo como un simio ebrio. Se me hizo extraño semejante aluvión de libertad en mis manos, tanto que me daba la impresión de que la gente me observaba como si fuera un intruso entre sus vidas cotidianas, como si con sus miradas torvas me lanzaran un mensaje tipo «no perteneces a esta franja espacio-temporal, lárgate a tu curro en el quinto pimiento a hacer cosas muy aburridas y a soñar en voz alta en ese autobús con aire acondicionado hasta en invierno».

A pesar de eso, no podía malgastar todas esas horas libres por delante en irme a casa, escuchar vinilos y cortarme las uñas, así que me obligué a mí mismo a caminar sin rumbo hasta que localizara algo en algún lugar que me hiciera sentir repentinamente que todo cobraba sentido de nuevo, y un día estúpido había valido la pena.
Lo único que encontré fue un circo. Al cual no voy a ir nunca, porque los payasos acostumbran a sumirme en una profunda depresión. No soy muy bueno interpretando metáforas del destino, así que no sé realmente si el hallazgo de un circo hace que todo cobre sentido de repente y sea evidente que hasta la menor de las banalidades cotidianas vale la pena, o todo lo contrario. De todas formas, ¿no dijo alguien ilustre alguna vez que, puestos a elegir, siempre es mejor circo que no circo? Creo que no. Dios, qué día más estupido.