Hace unos meses, o tal vez debería decir hace casi un año, comenté que me mudaba de lugar de residencia. Las mudanzas son un proceso lento, como bien sabéis, y si a eso le añadís que la persona que se muda, en este caso vuestro humilde servidor, es alguien de resoluciones no demasiado instantáneas, el proceso todavía se vuelve más largo. Si, además, los albañiles que están realizando la reforma deciden que las tuberías de toda la casa deben ser reemplazadas en su totalidad, debido a que su estado de conservación es tal que se corre el peligro de que una mosca estornude cerca de ellas y exploten simultáneamente la fregadera y el bidet, las obras aún se retrasan más. Ahora que lo pienso, decidí prescindir del bidet y pedí a los albañiles que lo retiraran y se lo llevaran muy lejos de mí puesto que, aparte de que odio su nombre y sobre todo escribirlo con mi teclado, sigo sin encontrarle la utilidad cuando en su lugar puedo colocar una estatua de bronce a tamaño real de Skeletor desnudo, pieza totalmente imprescindible en cualquier cuarto de baño que se considere clasista.

Con todo esto quiero expresar que mi traslado todavía no se ha consumado ya que once meses han transcurrido fugaces cual estrella hmmm… fugaz, pero ahora sí que todo el proceso está llegando a su fin, y la mudanza es cuasi inminente. Casi todas las obras están finalizadas, el bidet está ya muy lejos de mi persona, las paredes están pintadas siguiendo los patrones que dicta el cubo de Rubik, y tan sólo resta elegir sabiamente el mobiliario y mover mi culo oficialmente a la nueva Mansión Escalón, desde cuyos balcones y emitiendo carcajadas histéricas observaré a la gente caminando ajetreada por las calles, y desde cuyas habitaciones informaré a mis nuevos vecinos de mi presencia cantando en forma de alaridos mientras escucho a Viper. Bueno, queda todo eso, y también organizar todas mis pertenencias y trasladarlas a mis nuevas instalaciones. Probablemente, si pretendiera transportar la totalidad de mis zarrios inútiles, necesitaría un vehículo de proporciones bíblicas para hacerlo, como el arca de Noé pero desprovista de animales y, una vez hubiera finalizado, en mi casa solamente cabría uno de mis pies y, sólo tal vez, una mano. Es por ello que, con gran dolor de mi corazón con tendencias acumulativas, debo realizar un difícil filtro y prescindir de un 35% de mis mierdas. ¿Qué ocurre con ellas? ¿Las tiro? ¿Las vendo en eBay? ¿Las cedo al Museo de la Intrascendencia? Oh no, los objetos prescindibles van a parar a ese refugio, ese cementerio de lo inerte, también conocido como «el trastero de mis padres».

El problema del trastero de mis padres, situado en el tercer piso bajo cero de un garaje subterráneo, radica en que en él hay unos cuantos armarios que contienen un conglomerado de objetos pertenecientes a varias épocas interesantes de mis vidas pasadas, y abriendo cualquiera de ellos al azar me suelo ver sometido al clásico efecto de «hey, no recordaba haber tenido esta cosa, me la llevo para investigar». Con lo cual, en más de una ocasión lo visito para depositar un objeto del cual me quiero librar pero vuelvo con otros dos, culminando toda la operación de saneamiento con un sonoro fracaso. Hoy, el objeto en cuestión que ha despertado mi interés ha sido uno de esos en los que no había pensado durante al menos los últimos veinticinco años. Uno de esos objetos de los cuales «ni recordaba haber tenido pero, ostias, ahora sí». La cuádriga romana Ben-Hur de los Airgam Boys.



Airgam Boys fue una serie de muñecos creados y fabricados en España desde finales de los años setenta, muy al estilo de los célebres Playmobil, teniendo su explosión de éxito durante la primera mitad de la década de los ochenta. Si no recuerdo mal, Famobil era la marca española que distribuía y fabricaba oficialmente los Playmobil en nuestro país, lo cual convertiría a Airgam Boys en «los muñecos que plagian a Famobil, que eran los Playmobil españoles». Algo así como «Leper Agony», la banda thrash metal cutre de tu pueblo que plagia a Legion, los cuales eran los Metallica españoles. No estoy seguro de que esa haya sido una gran analogía por mi parte.

Copia o no, los Airgam Boys molaban bastante y tenían las mismas características que llevaron a los Playmobil hasta la cima del éxito juguetero. Una cabellera incrustada en la cabeza, la cual se podía quitar para que te hiciera gracia durante dos minutos, decir «je, je, je, je, míralo sin pelo y con la cabeza hueca» y volvérsela a colocar o, aún mejor, perderla para siempre por los confines del interior del sofá. Unas facciones en el rostro realmente inexpresivas, incluyendo ojos totalmente negros con pupilas dilatadas, perdidos en la inmensidad del tiempo, y una sonrisa inamovible que se asemejaba a un rígor mortis. Sí, de pequeño solía pensar que los muñecos tipo Playmobil eran las almas en pena de personas que habían fallecido muchos años atrás y me producían una ligera inquietud, jamás me atrevía a mirarlos fijamente a los ojos por si acaso. No es de extrañar que, pocos años después, comenzara a practicar la ouija y me comprara The Number Of The Beast en cassette. Por último, los Airgam Boys también poseían unos brazos y piernas rígidos y con la misma movilidad con la que se levanta por la mañana alguien que se emborrachó mezclando vodka con Licor 43 y se quedó dormido en bañador encima de una roca irregular en la playa.

A pesar de mis temores acerca de la verdadera naturaleza en forma de espíritu atrapado en plástico de los Airgam Boys, lo cierto es que me encantaban porque el mismo molde de todos los muñecos se utilizaba, con ligeras variaciones en las cabezas, en el vestuario y, por supuesto, en la pintura, para las ocho mil subcolecciones de Airgam Boys que llegaron a existir durante el periodo de vida de la marca, las cuales abarcaban temáticas tan heterogéneas como el Far West, la Roma clásica, el espacio, la ciencia ficción, mónstruos, trabajadores de gasolinera, personajes de Disney con licencia sorprendentemente oficial, e incluso una apasionante serie aparte llamada Airgam Comics, que incluía dos grupos rivales, los Superfantastics y los Superdiabolics, plagios evidentes de los superhéroes de Marvel y DC, pero con ese ligero matiz diferenciador que evitaba la aparición de abogados en las puertas de Airgam S.A. con el morro fruncido. Pero de los Superfantastics y los Superdiabolics hablaremos en otra ocasión futura.

Como comentaba en un párrafo anterior, no recordaba ni remotamente haber poseído la cuádriga Ben-Hur de Airgam, evidentemente ambientada en la horrible roma clásica de los tíos con sandalias y toga, hasta que la he visto de nuevo, tras unos veintiséis años sin tocarla. Es extraño, pero los únicos recuerdos que de ella vienen a mi mente son referentes a una mañana de lluvia cuando tenía cinco años y estaba en segundo de Preescolar (ciclo perteneciente al plan antiguo de educación que constaba de dos cursos, y cuyo equivalente en el plan actual desconozco porque no me aclaro y mis cinco hijos no van al colegio sino que trabajan de sol a sol recolectando fresas en un campo mientras yo me siento a escribir sobre cuádrigas romanas). Esa mañana, y puesto que llovía, el recreo se trasladó a una especie de sala enorme a cubierto y, jugando como un becerro a cualquier estupidez consistente en corretear empujando a los demás críos, en uno de los empentones se me cayeron las gafas al suelo, las cuales fueron pisoteadas al instante por cientos de pares de pequeños pies sin ningún tipo de respeto por la propiedad ajena. Esa tarde no había clase por algún motivo, y recuerdo que la pasé en casa, jugando con esta cuádriga, sin gafas, cagándome en mi puta existencia y en la de todos los malditos niños que las habían reducido a un pequeño amasijo de hierros y cristal a base de pisotones involuntarios. Es realmente lamentable que el único recuerdo que tengo sobre este juguete sea esa mierda de historia pero ¿quién dijo que todos los recuerdos de la infancia son dulces? Algunos de los míos, desde luego, no.

La cuádriga Ben-Hur fue editada en 1983, creo que existía una variante con caja verde en vez de azul en la que los caballos eran blancos en lugar de negros como los míos, e incluía, efectivamente, cuatro de los caballos ahora mismo mencionados, un yugo, una cuádriga, unas tiras de plastiquillo amarillo para unir los caballos a la cuádriga, un centurión romano con casco, escudo, capa y espadina, y un estandarte de esos en los que pone SPQR, que supongo que eran las iniciales de Super Punching Queen Riot. Y si no, ya tenéis nombre para vuestro grupo emo, si teníais intención de montar uno. Dentro de la caja también se podía encontrar, al parecer, un soldado alemán montado en un caballo blanco, un coche de fórmula 1, otro coche con pegatinas muy modernas si estuviéramos en otra época, un extraterrestre, una espada de plástico no perteneciente a Airgam Boys, una especie de samurai de plastiquillo gris, y una pequeña percha para pegar en la pared. Incluso hay un romano sin pantalones ni genitales. ¿Qué cojones tiene todo eso que ver, a excepción del romano desnudo, con la cuádriga Ben-Hur y la antigua Roma? Nada, en principio. Simplemente eran todos los objetos que quedaron dentro de mi caja la última vez que jugué con este cacharro hace, recordemos, no menos de veinticinco años.

No consigo recordar de qué manera solía hacer interactuar al centurión con la percha, o de qué forma se relacionaba el extraterrestre con el coche de fórmula 1 en mis juegos vespertinos, pero supongo que el tema de las gafas debió de joderme mucho para terminar con semejante elenco de juguetes incompatibles. Supongo que las raíces del concepto de moneda e idioma únicos, así como el de la unificación de las razas en pos de un planeta más benévolo y habitable podrían encontrarse en mi caja de Ben-Hur.

En mi visita al trastero de mis padres encontré algo más que una caja de Airgam Boys, por la cual ya no siento un especial interés ahora que ya he visto sus contenidos, rememorado los recuerdos asociados a ella, y además va a quedar inmortalizada para siempre en las páginas del Escalón Imaginario. Cuando era adolescente, mi madre solía detestar que yo fumara. Ella pensaba que yo jamás sería capaz de dejarlo, y tal vez por ello lanzó aquellos fuegos artificiales durante toda una noche cuando en el año 2006 se enteró de que mi adicción al tabaco había pasado a mejor vida. Por tanto, una de mis estratagemas cuando tenía dieciséis o diecisiete años era bajar al trastero, supuestamente a buscar algo, pero aprovechando para fumar. Era evidente que iba a fumar, principalmente por la peste a humareda con la que solía subir de nuevo a casa. Pero mi madre, a pesar de que sé que lo sabía, nunca dijo nada al respecto porque era una batalla perdida. Podría perfectamente haber salido a la calle, pero era más cómodo bajar al trastero porque podía hacerlo en bañador, chanclas y camiseta raída de Queen, atuendo oficial de estar por casa. Durante mis viajes al trastero, situado en el garaje, solía pasear por entre los coches, detenerme en una columna en concreto, y escribir con una llave la canción, la obsesión o la gilipollez que rondara por mi cabeza en ese momento, acompañada de la fecha.

La columna todavía sigue allí, y todas mis firmas también. Algunos espontáneos se han debido apuntar al carro de escribir en mi columna durante todos estos años y han bastardizado mi creación, como unas tales Bea, Esther y Elizabeth, unos tales Tobi, Víctor y Lorenzo, así como otras personas que se han limitado a escribir HIJOPUTA y GAY. Pero puedo ver perfectamente cuando mi canción favorita de Rage (a secas, no Against The Machine) era Firestorm el 30 de julio de 1996, pero cuando volví de la playa el 17 de agosto ya no era esa, sino Solitary Man. Puedo ver cuando en julio de 1997 compré un CD de Six Point Six y vi necesario dejar constancia de ello en esta columna, o cuando descubrí a Loudness y Carcass, los cuales seguro que jamás pensaron que serían escritos tan cerca el uno del otro en la misma columna y por la misma persona, o cuando estuve obsesionado por Helloween, o cuando me hacía llamar Killer y mi símbolo oficial eran esas tres letrujas raras que están justo debajo de BEA. Incluso puedo ver el día que bajé a fumar con mi colega Nacho, y él mismo dejó su propia firma en mi columna, concretamente el 16 de octubre de 1996. Esta columna es mi cueva de Altamira particular.

Ignoro por qué en su día nadie llamó a la policía al ver a un adolescente con las melenas a la altura del coxis, fumando y realizando bajorrelieves en una columna, supongo que por el mismo motivo por el que, si alguien me vio ayer, tampoco llamó a la policía porque hubiera un tipo de quince años más, sin melenas, sin fumar, pero haciendo fotos a una columna del garaje. Y, por supuesto, escribiendo con una llave mi firma, tantos años después: «Micki, Aug ’11». Aug. de August, en inglés, porque soy guay, I’m cool like that.