La Noche de Reyes, hoy en día, probablemente no signifique para nosotros y nosotras más que, de nuevo probablemente, al día siguiente no tenemos que levantarnos pronto y realizar la tediosa rutina cotidiana que detestamos más que el picor intenso en la ingle. También es posible que signifique que podemos emborracharnos de manera intensa sin temor al amanecer del mañana. Y, finalmente, también significa que sería recomendable visitar una pastelería deprisa y corriendo el día de antes para así poder regalar a nuestra madre una caja de bombones y aparentar durante 365 días más que no somos el hijo o hija detestable que realmente somos. Pero antes, hace más décadas de las que podemos recordar, la Noche de Reyes era algo más. No exenta de un alto porcentaje depresivo, sin embargo, al menos para mí, ya que esa noche equivalía al último remanente de las fabulosas vacaciones navideñas, el último refugio antes de tener que volver a madrugar para acudir al puto colegio, la última oportunidad de ver dibujos animados rusos y programación navideña en la tele. Normalmente, la Noche de Reyes también solía significar que a la mañana siguiente habrían aparecido mágicamente a los pies de tu cama unos cuantos regalos o, si tus padres no te querían lo suficiente, algunos packs de ropa interior.

Todo esto no ocurría de forma espontánea, no señor. Para que los Reyes Magos supieran qué clase de tontadas tangibles podían hacerte feliz ese año, antes te veías obligado a detallar todos tus deseos en una especie de lista de la compra, enmascarada en forma de carta postal, la cual debía ser enviada a sus mencionadas Majestades para que ellos supieran qué debían sacar exactamente de ese gran saco mágico que portaban, ubicado dentro de un no menos mágico carromato volador, tirado por también muy mágicos camellos, poseedores de un realmente mágico sistema digestivo que les permitía volar por los cielos, alimentándose tan solo de restos de turrón sucio y frío, colocado en la barandilla de la terraza. En resumidas cuentas, me pregunto cómo eran mis cartas a los Reyes Magos. Y, como todo tiene una respuesta en esta vida si ponemos de nuestra parte para tratar de averiguarla, gracias a los cajones sobrenaturales de casa de nuestros progenitores, esos que permanecen imperturbables al paso del tiempo debajo del teléfono, y que pueden contener tanto facturas de establecimientos que dejaron de existir en 1987, como extrañas fotos de comunión de gente que no conocemos pero debe tener algún vínculo genealógico con nosotros, pasando por boletines de notas que hacen patente nuestra escasa atención prestada en clase, hoy en pleno año 2012 puedo saber cómo eran esas cartas. Porque sí, esos místicos cajones también, en ocasiones, contienen en lo más hondo de su estructura cartas auténticas a los Reyes Magos escritas en 1990 pero que jamás llegaron al buzón.



Llevo un buen rato tratando de localizar algún elemento de esta carta que me demuestre que es anterior a diciembre de 1989. Pero no lo consigo, todo en ella indica que la epístola data de, efectivamente, 1989. Las fechas de fabricación de algunos de los objetos, fácilmente localizables hoy en día gracias a internézs, me permiten contemplar la posibilidad de que, tal vez y como mucho, esta carta podría haber sido escrita en diciembre de 1988. ¿Por qué este extraño interés en retrasar la evidencia de los acontecimientos? Pues porque no sé exactamente qué me avergüenza más, si admitir que a los 9 años todavía estaba escribiendo cartas a los Reyes Magos de Oriente, o reconocer que a los 9 años ya era un jodido pedante. «Que me traigáis estos objetos que están escritos a continuación». ¿De qué va este niño cargante? ¿Qué se cree, un escritor? Si yo hubiera sido un Rey Mago en 1989, esta carta habría ido directamente, convertida en una humillante bola de papel, al cubo de la basura oriental. Y ni siquiera me habría importado que hubiera caído fuera, para eso están los pajes, para recoger cartas improcedentes. Y para llevar esos peinados de naipe.

Hace unos cuantos años tenía un excolega el cual, si a las 4 de la mañana de un sábado todavía no había ligado con nadie, y cuando habitualmente todos estábamos ya borrachos como arbustos, se ponía a tirar los tejos a absolutamente todas las tías del bar en el que estuviéramos, de la primera a la última e incluso siguiendo un estricto orden por ubicación. Era absolutamente humillante y el resto solíamos distanciarnos de la situación, tratando de que nadie nos asociara con él. Era una mentalidad que se podía resumir en las palabras «me da igual cualquier cosa». Esa era mi mentalidad con los regalos navideños. Por supuesto, había tres o cuatro juguetes que me hacían especial ilusión, pero solía rellenar el resto de la carta con cualquier cacharro que tuviera un aspecto mínimamente interesante en los catálogos de juguetes. Y de los que no sólo no tenían aspecto interesante, sino que sabía honestamente que jamás los iba a utilizar, también incluía unos cuantos sólo «por si acaso». Por eso, esta carta me resulta demasiado escueta, vacía y directa al grano, adjetivos que jamás solían poseer mis verdaderas cartas. Así, no me queda más que suponer que lo que tengo en mis manos no es más que un boceto, un croquis, un esquema o una versión muy primigenia de lo que posteriormente sería la carta verdadera, la cual seguramente constaría de varios folios grapados. Sí, por eso esta carta jamás llegó al buzón y se quedó almacenada en un cajón durante 22 años, los dos patitos, the two ducks.

Hoy, a escasas horas de comenzar la Noche de Reyes de 2012, en la auténtica cuenta atrás más importante del año y, gracias a mi memoria estúpida que me permite recordar los regalos que me hicieron en 1990 pero me impide saber si he comprado pan para cenar, podemos averiguar…

Todas las imágenes que aparecerán a partir de ahora, exceptuando la de los videojuegos y la del coche teledirigido, han sido extraídas de internet. O bien porque los Reyes Magos no me trajeron esos juguetes, o bien porque desaparecieron de mi vida y residen en un vertedero lejano desde hace diecisiete años. Es por ello que, como bien notaréis, carecen de la calidad y los fantásticos enfoques a los que las imágenes originales del Escalón Imaginario os tienen acostumbrados.

Sólo cuando había terminado de localizarlas todas, y cuando ya había olvidado totalmente de dónde las había sacado, se me ocurrió que tal vez habría sido útil apuntarme las webs de las cuales había robado las fotos para incluir aquí una sección de agradecimientos o créditos. Así que, si alguien ve algún día aquí su foto y se siente indignado o ultrajado, espero que se consuele pensando que, si en un futuro me lanzo en paracaídas, seguramente también recordaré que debería haberlo abierto cuando ya esté estrellado contra el suelo. Lo siento, pero mi mente suele funcionar así a destiempo.

Uno de los detalles que me demuestran que esta carta no es posterior a 1990 es que la consola Master System todavía era mi auténtica obsesión. Me parece que uno o dos años después conseguí, tras mucho berrear y amenazar con el suicidio por inhalación de gases inestables, que mis padres me compraran la consola NES, la Nintendo de 8 bits. Sí, tuve las dos principales consolas rivales durante aquella pugna por la corona de los 8 bits, porque siempre me ha gustado tener en mi poder lo mejor de ambos mundos. Por ese mismo motivo mis mascotas son un gato y un perro, tomo mi café con azúcar y sal, llevo sólo la mitad de la cara afeitada y soy hermafrodita. Los juegos de Master System dominaban mi existencia por aquel entonces y, del pequeño catálogo con fotos de los demás juegos que solía venir incluido dentro de algunas de las cajas, yo soñaba con algún día poseerlos absolutamente todos. Excepto uno de golf que siempre me pareció una puta mierda ya sólo por la minúscula captura de pantalla.

A medias. Yo pedí los juegos GhostBusters, Rampage, Captain Silver, Altered Beast, Alex Kidd: High Tech World y uno de vaqueros cuyo nombre al parecer desconocía, pero daba por hecho que los Reyes Magos, corona en mano, manto de pieles cubriendo sus reales cuerpos, y con mirra en los bolsillos, iban a acercarse parsimoniosamente al Corte Inglés para preguntar por un juego de vaqueros para un maldito niño imbécil de los varios millones que pueblan el planeta que no sabe ni lo que quiere pedir. Supongamos que tal juego era «Wanted».

Si consultamos esta publicidad de enero de 1990 que acabo de escanear, podemos ver con horror que cuatro de los juegos que pedí tenían un precio de 5.900 pesetas. Los otros dos no aparecen, porque esta tienda en cuestión parecía ser bastante escasa en cuanto a surtido pero, haciendo un rápido cálculo matemático, yo pretendía que los Reyes Magos se dejaran 35.400 pesetas, unos 212 euros, en videojuegos para mí. El cultivo de la mirra no da para tantos derroches así que no, no me trajeron todos esos juegos. Tan solo Captain Silver y GhostBusters, lo cual tampoco estaba nada mal.

Un coche teledirigido es… cómo explicarlo… un coche manejado por control remoto. A veces me sorprende mi destreza léxica para explicar asuntos complejos. No sé cómo estará la situación hoy en día pero, a finales de los años 80, los coches teledirigidos por radio control eran una gran maravilla. A diferencia de aquellos cochecillos ridículos que, si bien eran igualmente controlados a partir de un mando, éste estaba unido al coche mediante un cable, convirtiendo el aparato en una risa, y dotando a su propietario de un fabuloso aspecto de retrasado mental, los de radio control eran algo más allá, un paso adelante. Marcas como Nikko y Taiyo, cuyos nombres también habrían servido para bautizar a sendos hámsters, ofrecían vehículos que se movían sin cable, hacia adelante, hacia atrás, con velocidades turbo y formas que emulaban a los principales coches deportivos del momento. Si Nikko y Taiyo siguen existiendo, quiero dirigir sus spots publicitarios. Con sus productos y mi párrafo anterior, creo que podemos reflotar el mundo de los coches de radio control.

¡Sí! De hecho llegué a tener dos de ellos, no fruto de las mismas navidades, por supuesto, pero sí ambos de la marca Taiyo. Sé que los dos eran rojos, pero por desgracia mi memoria no es tan portentosa como para recordar los nombres, que para más complicación solían tener un formato similar a «Super Jet Turbo VXI Ultra Powersaliva II». Sin embargo, la foto anterior rescatada de las arcas de la obscenidad estética me muestra con mi madre y mi colega Marcos jugando con dicho coche a principios de 1990. Me permitiréis que no os enseñe la foto completa, pero creo que por hoy tengo suficiente bochorno con que sepáis que solía ir vestido íntegramente de verde como una puta ficha de parchís.

Era uno de esos balones para jugar al baloncesto, pero más pequeños que los normales. Seguramente, alguien que tenga un verdadero interés por el deporte y conocimientos apropiados acerca del tema, sabrá decirme si realmente existe un deporte al que se juege oficialmente con balones más pequeños. Como miembro honorífico del club de gente que aborrece el deporte como siempre he sido, me resulta extraño pedir un balón a los Reyes Magos. Supongo que de alguna manera tenía que llenar el vacío que había dejado la desaparición de los Masters del Universo, el cual afortunadamente fue ocupado muy poco después por las Tortugas Ninja, y algunos años más tarde por el calimocho.

Creo que sí. Ahora que lo pienso fríamente y, a pesar de ser el ente más distanciado del mundo del deporte del universo, tuve varios balones de minibasket, basket normal e incluso uno de fútbol, más duro que la genitalia de Lucifer y que terminé llenando de firmas falsas de futbolistas y olvidando en un armario.
De todas formas, lo único que viene a mi mente cada vez que pienso en minibasket es uno de los últimos balones que tuve, allá por 1992. Cierta tarde, se lo presté a mi colega Nacho para que se lo llevara a su casa pero, al día siguiente, acudió al colegio sin él. Al parecer, en uno de esos alardes del destino que propician la caída de un excremento de paloma precisamente en tu paquete de tabaco recién abierto, el balón quedó atrapado en la rendija de su ascensor mientras subía a su casa, y explotó. La historia me pareció tan inverosímil que estuve hasta final de curso sin hablarle, pero a día de hoy ya no le guardo rencor. Aunque, pensar que en el hueco del ascensor de la casa de sus padres todavía hay pequeños pedazos de aquel antiguo balón, me hace sentir desamparado ante la crueldad de este mundo.

Me parece que esta vez sí que es innecesario explicar qué son los tebeos. Igual que ocurró con los Rolling Stones y los Beatles, con Oasis y Blur, con Deep Purple y Led Zeppelin, con He-Man y Skeletor o con Ortega y Gasset, resulta que uno debía siempre identificarse y decantarse por una de las dos opciones, Zipi y Zape o Mortadelo y Filemón. Yo siempre fui incondicional de Zipi y Zape. Llegué a tener cientos de aquellos álbumes de la colección Olé y, aún hoy, podría comunicaros sin titubear y sin previa documentación que el gato que tenían Zipi y Zape en algunos episodios se llamaba Zapirón, y que el compañero gafe de su clase se llamaba Lechuzo. Me encantaba Lechuzo, y la manera tan ilusionada de chillar «¡albricias!» que tenían los hermanos Zipi y Zape en cuanto ganaban un vale para un radio de la rueda delantera de la puta bicicleta.

No. Los Reyes Magos debieron considerar que ya tenía suficientes tebeos de Zipi y Zape como para regalarme unos cuantos más, ya que en esencia las historias no variaban demasiado de unas a otras. ¿Cuántas veces en la vida puedes leer sin aburrirte acerca de atracos frustrados del Manitas de Uranio, el cual siempre terminaba siendo arrestado por el policía Don Ángel, no sin la inestimable ayuda de Sapientín? Joder, zapateta, es cierto que recuerdo los nombres de todos los personajes. De hecho, me parece que jamás llegué a tener un Super-Humor, aquel buque insignia de lujo en el mundo de los tebeos, que recopilaba cinco o seis volúmenes variados de la colección Olé en un gran tomo que parecía interminable.

¿Quién cojones pide chicles a los Reyes Magos? Bang Bang era una marca de chicles de cuando daba igual que los niños se comieran su peso en azúcar y terminaran con los molares más podridos que una acequia de aguas fecales. Hoy en día hay que incluso esforzarse y visitar varias tiendas hasta dar con un paquete de chicles CON azúcar, pero por aquel entonces era una práctica habitual. Bang Bang, marca ya tristemente difunta pero que al parecer en 1990 todavía seguía en activo, era una especie de homóloga de la americana Bonkers, teniendo un formato similar y caracterizándose ambas por sus famosos chicles de dos sabores, que consistían en una capa de un color y sabor que envolvía un centro de sabor y color diferentes. Tal como queda patente en mi carta, mis favoritos eran los de fresa/plátano y los pica-pica, que tenían una especie de sidral en el centro e imagino que generaban caries en los incisivos al doble de velocidad.

No. Incluso los Reyes Magos saben que algo que puedes comprar en cualquier momento bajando a la papelería de la esquina no es digno de ser pedido a Sus Majestades de Oriente. Es como escribir en tu carta a los Reyes que quieres un litro de leche, kilo y medio de mandarinas, medio de patatas, y unos caramelicos de esos que siempre ves en la cola del supermercado y se te antojan. No procede.

También llamado Computer II, era un accesorio para el Scalextric que te permitía llevar un concienzudo recuento de las vueltas que habían realizado los vehículos en esas apasionantes carreras en miniatura. El anuncio lo mostraba como un complemento imprescindible en tus competiciones, y creo que en él aparecían dos criajos excesivamente excitados en mitad de una vertiginosa carrera. Por supuesto, el número de vueltas estaba igualado, tal como evidenciaba su flamante cuentavueltas electrónico, pero al final ganaba el rubio, mientras el moreno se convertía en una mosca gigante. Ese final creo que no aparecía realmente en el anuncio, pero habría sido un increíble colofón a su puta carrera que me hizo desear un cuentavueltas eletrónico porque…..

¡No! Y desde entonces no he vuelto a fumar Camel, para que se jodan los camellos, caminen inquietos, y como consecuencia de ello los Reyes Magos sientan sus almorranas a flor de piel. ¿Por qué nunca pude tener el cuentavueltas electrónico? Ya sé que mis carreras no eran muy emocionantes, ya sé que solía jugar yo solo y por tanto siempre ganaba y no había necesidad de contar vueltas, ya sé que la mitad del tiempo que pasaba jugando con el Scalextric lo invertía en oler el misterioso aroma del transformador y en experimentar qué ocurría si tocabas los carriles metálicos mientras apretabas el pulsador. ¡Pero esos no son motivos suficientes que justifiquen el que yo nunca pudiera tener el maldito cuentavueltas electrónico! O tal vez sí.

Se trataba de partes específicas para ser ensambladas dentro de tu propio circuito de Scalextrix, añadiendo características especiales y convirtiéndolo en la santa puta hostia, cumbre del delirio y de la emoción trepidante. En realidad, la mayoría de ellas solían provocar que tu coche saliera volando por los aires sin motivo aparente, para estrellarse contra el rodapié de tu pared y perder pequeñas piececitas de plástico de los alerones. Pero los anuncios de televisión las hacían parecer tan excitantes…

La Curva Chicane Deslizante era una terrorífica curva que juntaba los carriles de ambos coches, con lo cual los dos no podían atravesarla simultáneamente. Si se daba la casualidad de que ambos vehículos circulaban juntos, uno de ellos salía volando y se estrellaba contra el rodapié de la pared.

El Cambio de Pista era un pequeño tramo en forma de equis que provocaba que tu coche pasara a circular por el carril del contrario, y viceversa. El problema aparecía cuando el rival y tú coincidíais en mitad de la equis. En tal caso, uno de los coches salía volando y se estrellaba contra el rodapié de la pared.

Finalmente, el cruce de salida Le Mans permitía ubicar a los coches en una posición de salida apropiada antes de comenzar la carrera. Habitualmente, pulsabas el acelerador con tanto ímpetu que tu coche, en lugar de incorporarse al circuito principal, salía volando y se estrellaba contra el rodapié de la pared.

¡Creo que sí! ¡Los tres! Tengo mis dudas acerca del cruce de salida Le Mans, además me parece bastante poco emocionante y me extraña que me interesara en su momento. A no ser que, como comentaba antes, no me hiciera especial ilusión y sólo lo incluyera en la carta «por si acaso». Estoy convencido de haber tenido el cambio de pista, e incluso de que éste no cumpliera mis expectativas, y casi pondría el coxis en el fuego a favor de que también tuve la curva Chicane esa. Por desgracia, toda mi colección de Scalextric se esfumó durante una mudanza como el vapor del aceite cuando fríes langostinos, y jamás podré averiguar por qué esa curva era deslizante. Aunque tengo mis sospechas de que tiene algo que ver con rodapiés.

Desde su aparición en 1732, surgieron multitud de coches disponibles para Scalextric, siendo muchos de ellos réplicas en miniatura de vehículos reales y relevantes del momento. Algunos se han revalorizado de tal manera que hoy en día cuesta una pequeña fortuna hacerse con ellos. Conozco a un tipo que se gana la vida vendiendo coches de Scalextric. Pero también vende chapas de champán, así que no le envidio en absoluto. De toda la amplia gama, el que me gustaba aquellas navidades era el Mercedes Sauber SRS (acrónimo de Super Racing System, lo cual significaba que tenía menos probabilidades de salir volando y chocar contra un rodapié). Hoy en día no estoy seguro. Por una parte me parece una mierda estrafalaria mientras que por otra, con ese diseño que parecen circuitos exteriores que transmiten las órdenes del piloto hasta cualquier recoveco del chasis, se me antoja un coche que me gustaría tener a tamaño real para circular por la ciudad, escuchando a The Wildhearts con la ventanilla bajada. Si tuviera carnet de conducir.

No. De hecho, sólo llegué a tener tres coches de Scalextric. Los dos que venían con el pack principal, que eran unos vehículos de carreras genéricos, uno blanco y otro rojo, y otro negro comprado algo más tarde que era fantástico porque se le encendían los faros y era modelo Ford Nosequé. No obstante, y a pesar de la apariencia totalmente irrelevante que tiene el Mercedes Sauber hoy en mi vida, me ha servido para datar definitivamente mi carta a los Reyes Magos en diciembre de 1989, ya que este modelo de coche para Scalextric fue puesto a la venta en, efectivamente, 1989.


Sólo un poquico.

Y eso es todo. Lo que iba a ser un artículo rapidísimo para al menos tener un pequeño componente navideño en el Escalón Imaginario este año se ha convertido en un rollo semejante a la puta carta de los Efesios en la biblia. Me gustaría saber algo más acerca de vuestras cartas a los Reyes Magos. ¿Recordáis cómo estaban escritas? ¿Tenéis algún trauma derivado de un juguete que deseabais, del cual los Reyes optaron por olvidarse? ¿Cuáles fueron vuestros regalos favoritos de todos los tiempos? ¿Qué les habéis pedido este año? A mí, sin duda, me gustaría despertar mañana y tener las bragas de Brody Dalle anudadas en mi frente. ¡Oh no, mierda, quería decir un paquete de chicles Bang Bang sabor pica-pica! ¡Acabo de estropear el final nostálgico y soñador que debe tener todo artículo acerca de los Reyes Magos!