De acuerdo con las informaciones que nos llegan desde la arcaica cultura maya, nuestro mundo, tal como lo conocemos, cesará de existir a finales de este año. Al parecer, no se trata de ese pequeño fin del mundo personal a menor escala que sientes cada 1 de enero al despertarte, cuando tu dolorida cabeza te comunica que no debiste beber los últimos siete tequilas ni cumplir tu promesa de subir encima de aquel coche e imitar a Michael Jackson haciendo el moonwalk. No, este fin del mundo parece que será uno definitivo, irreversible y muy trágico. Con mucha gente muriendo entre sollozos, edificios desmoronándose, perros y gatos corriendo en llamas por las calles, bocas de incendio explotando y tapas de alcantarilla saliendo despedidas hacia los cielos. O sea, un fin del mundo en toda regla, con todas las cosas que todavía tenemos por hacer, teniendo en cuenta que la mayoría de nosotros jamás ha plantado aún un árbol, y mucho menos escrito un libro.

En cualquier otro momento de mi vida, y ante la inminente desaparición de la especie humana, ahora mismo estaría haciendo acopio de alimentos enlatados y frutas de esas chinas secas al vacío que no caducan nunca, o al menos eso me aseguró el dueño de un establecimiento oriental con expresión que inspiraba poca credibilidad, así como tratando de localizar un refugio subterráneo provisto de ducha y alfombras, ya que un hombre moderno necesita esos dos pequeños lujos incluso en un mundo post-apocalíptico. ¿Hoy, por el contrario? Hoy ya no me preocupa en exceso el fin del mundo vaticinado por los mayas. Al fin y al cabo, nunca les he prestado excesiva atención, y hasta hace poco sólo les atribuía los méritos de construir pirámides con bloques rectangulares e inventar la mayonesa. Hoy no me inquietan los horrores futuros que dejaron los mayas escritos en sus paredes, a modo de confusos calendarios llenos de iconografía, porque sé de muy buena tinta que el fin del mundo ha llegado ya, durante este verano del año 2012 sin ir más lejos.

Hace un lustro, escribí un estúpido artículo acerca de la revistilla de la tienda Tipo que solía recibir puntualmente en mi buzón, ya que me sorprendió que las zapatillas J’Hayber volvieran a estar de moda e incluso hubieran adquirido un precio desorbitado. Dicho artículo generó una nutrida conversación acerca de las mencionadas zapatillas, e incluso una persona, al parecer indignada por mis comentarios acerca de las cazadoras Bomber, me llamó «canpeon», convirtiendo el artículo en uno de los puntos más álgidos de mi carrera como escritor de tontadas en internet. Ahora que me doy cuenta, suelo utilizar la expresión «hace un lustro» como un comodín para referirme a acontecimientos medianamente lejanos en el tiempo, aunque sólo tengan dos meses de antigüedad, pero en este caso realmente han pasado ya cinco años. El tiempo vuela, y los mayas eran muy conscientes de ello.

Como no acostumbro a comprar habitualmente cosas en la tienda Tipo, un buen día dejé de recibir su revista y, teniendo en cuenta que nos encontramos en una desgraciada era en la que cualquier motivo de ahorro es bienvenido, incluso di por hecho que se había dejado de imprimir para siempre. Avanzamos en el tiempo algunos años, hasta la primavera del presente 2012, y llegamos a una noche cualquiera sin ninguna otra relevancia excepto que decidí llevar a cabo uno de mis rituales ineludibles. Dentro del conjunto de mis tradiciones anuales ridículas, hay una que consiste en sentarme una vez al año frente al televisor y ver de principio a fin un concierto de Queen llamado «Live at the Rainbow», el cual fue grabado una bella noche de 1974 en el, efectivamente, Rainbow Theatre de Londres, edificio que hoy en día es una iglesia pentecostal, según Wikipedia. Ojalá nunca hubiera buscado ese dato.

Ese concierto es uno de mis favoritos de toda la historia de cualquier grupo, y todavía no ha pasado un año sin que, al menos una noche, cualquier noche del año, lo vea desde la primera canción hasta la última. Esa noche, mis vecinos ya saben que, durante algo más de cincuenta minutos, sólo van a escuchar a través de sus paredes a un tío imbécil fuera de sí, chillando dudosas interpretaciones de Killer Queen y Ogre Battle. Además, hay una parte en la que Freddie Mercury explica al público que la especie de guante con brillanticos que lleva puesto es un regalo del diablo en persona hecho con verdaderos diamantes, y tiene pinta de que nadie del público está prestando atención a la puta broma. Me encanta esa parte. El único problema es que ese concierto sólo se editó oficialmente y de manera bastante limitada en 1992, y jamás ha vuelto a ser editado, ni en VHS ni en DVD. Daría gran cantidad de mi tejido escrotal a cambio de una edición digna y oficial de este concierto en DVD, pero quienquiera que esté al cargo de exprimir el legado de Freddie Mercury sólo está interesado en reeditar cada navidad el pack de «Greatest Hits I & II», así como el concierto de Wembley ’86. En realidad no daría partículas de mi genitalia a cambio de un DVD así, pero sí 15 euros, incluso 18 si incluyera un libreto maquetado con amor.

La cuestión es que siempre, desde el inicio de los tiempos, me veo obligado a ver una copia en VHS que me pasaron cuando aún no disponía de vello en los sobacos, de octava generación, y que se ve tan mal como si un vampiro la hubiera utilizado en repetidas ocasiones para limpiarse el ano tras sufrir diarrea. Y ya sabéis de qué se alimentan los vampiros. Las versiones que he ido encontrando en internet para descargar tampoco son gran cosa, y algunas se ven como si un vampiro hubiera vomitado… ah, la originalidad en las comparaciones nunca fue mi fuerte. Hasta que un día encontré a la venta una versión en DVD, evidentemente pirata y con pinta de ser una transferencia tal cual de la edición en VHS, con un poco de suerte de una generación anterior a la mía, no tan deteriorada, y no habiendo estado nunca en contacto con culos de vampiros.

Para abreviar una historia que, como siempre, está comenzando a ser mucho más extensa de lo que debería, compré el DVD a través de internet en la tienda Tipo, porque casualmente estaba disponible allí, llegó poco después a mi buzón, tenía una portada horrorosa que me sumió en una tristeza pasajera, lo vi, tenía una calidad de imagen bastante guay, mis vecinos me escucharon berrear Keep Yourself Alive, y me convertí de nuevo en un flamante destinatario de la revista de la tienda Tipo. Al abrir la primera que me llegó en una página cualquiera al azar, lo que allí pude contemplar me hizo tener muy claro que sí, efectivamente, el fin del mundo ya había llegado.

Alpargatas de tela y cáñamo con logos de grupos bordados. Y del Che Guevara. Y hojas de marihuana. Juro que jamás imaginé que escribiría todas esas palabras juntas, y en ese orden. Y, mucho menos, que todas esas palabras juntas se corresponderían con un producto existente, físico, tangible, y con posibilidad de ser adquirido por correo a cambio de 9,99 euros. Quiero decir, ¿a qué clase de subconjunto demográfico están orientadas estas zapatillas? ¿Y en qué estaban pensando realmente los creativos de marketing cuando idearon semejante anacronismo? A pesar de que suelo tener profundos sentimientos de rechazo hacia un gran número de prendas, estilos y tendencias que se ponen de moda cada año y se extienden por las calles de todas nuestras ciudades como una plaga enviada por algún dios extremadamente descontento con el comportamiento del ser humano, normalmente trato de refrenar mis críticas y dejo que pasen sin pena ni gloria ante mí, ya que durante toda mi vida he detestado a las personas que siempre han hecho comentarios jocosos acerca de mi propio atuendo o peinado. Pero hay ciertos asuntos, como éste, ante los que no soy capaz de hacer la vista gorda y pretender que no existen. No en vano, son alpargatas de tela y cáñamo, ¡CON MALDITOS LOGOS DE GRUPOS BORDADOS, por el amor del creador!

Cuando yo era un protojevi adolescente, había tres reglas fundamentales que no se debían transgredir jamás. Una era no pedir nunca un zumo en los bares. Otra consistía en no reconocer jamás que el disco British Steel de Judas Priest te aburría hasta la extenuación. Y la tercera regla no permitía dejarse ver en público, bajo ningún concepto, con majaderías en los pies, aunque fuera verano. Nunca he considerado tan necesario dar el gran salto hacia las sandalias, por ejemplo, nada más recibir los primeros rayos de sol que hacen intuir la llegada del verano. ¿Tan imposible de sobrellevar es realmente el calor en los pies? Jamás en mi vida he sentido la necesidad de llevar sandalias o chanclas, sin contar los momentos en los que estaba en casa o en la piscina, y nunca he percibido un recalentamiento de pies dramáticamente insufrible. ¿Son mis pies obra de algún experimento extraterrestre, y poseen una tolerancia cien veces mayor ante el calor? Es muy improbable. He pasado veranos enteros con clásicas botas negras de baloncesto en mis pies, y nunca una mueca de desasosiego ha aparecido en mi rostro. He tenido largas charlas con mis excompañeros de banda tratando de adoctrinarles con respecto a la escasa credibilidad que transmite salir al escenario con sandalias de cuero marrón en los pies. He sido ridiculizado por acudir a festivales veraniegos calzando unas botas Doc Martens, y esas mismas personas han regresado horas más tarde con ojos llorosos, porque alguien les había pisoteado los dedillos durante la primera canción de Slayer y después para colmo habían pisado un cristal. O porque habían introducido el pie por error dentro de un charco de pis marrón. Es lógico, ¿qué se puede esperar de calzados veraniegos tan poco fiables como las sandalias o las alpargatas de telilla?

Aunque tu nivel de dignidad y actitud en cuanto al calzado deje un poco que desear, y te encuentres en una de esas situaciones de playa o piscina en las que la cantidad de ropa y prendas es escasa, pero aún con todo necesites ratificar ante la gente presente a tu alrededor que respiras y vives el rock veinticinco horas al día, creo que hay mejores maneras de hacerlo que con estas aberraciones en tus pies. Un tatuaje, un colgante, una camiseta arcaica y agujereada, incluso acercarte a la orilla del mar canturreando Shout At The Devil es más aceptable que reconocer ante el mundo que llevas unas horribles alpargatas de tela y cáñamo con el logo de Ramones impreso, fabricadas en el jodido mismo infierno. Es similar a acarrear una pancarta en la que pone «carezco del más mínimo respeto por mi sentido estético pero hey, soy uno de vosotros, hijos del rock and roll».

Comprendo que el rock es, y siempre ha sido, un refugio para los inadaptados o diferentes. Una forma de rebeldía y una puerta abierta para hacer ciertas cosas que se sitúan fuera de lo establecido o de lo común. Y también comprendo que dárselas de tío hyper-rockero y en cambio llevar alpargatas de cáñamo puede significar la cumbre de las paradojas, la mayor antítesis, y el más y mejor elaborado acto de rebeldía ante lo establecido de todos los tiempos, y yo simplemente podría estar fracasando estrepitosamente a la hora de captar el verdadero significado. Al fin y al cabo, el mundo del rock siempre ha llevado consigo una serie de normativas no escritas, difíciles de transgredir. Nunca sentí la necesidad de pedir un zumo en un bar, pero conozco gente cuya masculinidad quedó en tela de juicio a raíz de hacerlo. Y sí que he declarado públicamente que el disco British Steel me aburre, y es entonces mi criterio musical el que ha quedado en tela de juicio. Por no hablar de otros cien prejuicios distintos que permanecen inamovibles desde el comienzo de los tiempos dentro del mundillo del metal.

Al lado de mi colegio había, y creo que todavía hay, una tienda de reprografía y fotocopias regentada por un señor de bigote que, pasaran los años que pasaran, nunca jamás envejecía o cambiaba de aspecto. Y siempre, en verano o en invierno, llevaba en sus pies unas alpargatas de cáñamo y tela. Eran su seña de identidad y, aunque me parecía un calzado algo desubicado con respecto a los tiempos actuales, siempre lo respeté por ello. Hoy, tras meditar profundamente acerca de esta promoción veraniega de alpargatas en las tiendas Tipo, creo que el verdadero rock estaba allí, en ese hombre de bigotes, haciendo fotocopias, con sus propias alpargatas y su propia identidad, y no en la necesidad de serigrafiarse la lengua de los Rolling Stones incluso en la tapa del váter. Y os lo dice alguien que tiene serigrafiada la lengua de los Rolling Stones en la tapa del váter.