Últimamente la palabra épico ha experimentado un inesperado resurgimiento. De un tiempo a esta parte, parece como si todo fuera épico. Todo el mundo utiliza el término con total alegría, como quien limpia el polvo acumulado en ese rincón traicionero de tu estantería, para referirse a cualquier cosa, y para colmo sobre todo en inglés. Epic tal, epic cual, epic this, epic that, epic win, epic fail, epic epic, epic y Blas. Yo no la utilizo demasiado, porque desde que descubrí la aplicación esa para móviles que, con solo acercarlo al altavoz, te dice el nombre de la canción que está sonando en un bar y que te mola porque estás borracho, pero que mañana con resaca ya no te va a gustar tanto, ya pocas cosas me parecen épicas en esta vida.

No obstante, cada vez que centro mi ángulo visual en el objeto protagonista de hoy, tan solo la palabra épico aparece en mi mente. A veces también aparece la palabra eximio, que no sé muy bien qué significa pero creo que es algo bueno también, a pesar de aparentar ser sinónimo de mierda. Hay algo que está claro, y es que, tanto en 1982 como en este preciso momento, si un objeto merece ostentar el adjetivo «épico», ese objeto es el microondas. Bueno, el microondas y…

Lanzado al mercado estadounidense en 1982, y sospecho que alrededor de un par de años más tarde en España, aunque es más que probable que esté equivocado porque un perfecto rigor informativo es de las últimas cosas que pueden esperarse de esta web, el Castillo de Grayskull era una especie de Santo Grial y cumbre exaltante e inalcanzable en el mundo juguetero de principios de la década de los ochenta, un mundo en el que algunos de nosotros y vosotros éramos niños pequeños con gafas que aún no habían sido azotados por las miserias de la vida cotidiana. Perteneciente a la colección de los Masters del Universo, fue el primer escenario o, por así decirlo, el primer producto puesto a la venta que no era ni un personaje, ni un bichejo sobre el cual montar a un personaje, ni ningún vehículo propulsado por pilas alcalinas. En inglés, estos productos se llaman «Play Sets», y ahora mismo desearía llamarme Chris y vivir en Michigan, para poder utilizar esa terminología y no haber tenido que escribir esa larga frase innecesaria para tratar de explicar lo que es un estúpido Play Set.

Ya sé lo que estáis pensando en estos momentos. «Oh, Madre mía. En plena crisis económica, y con el mundo al borde de implosionar durante un inminente holocausto tóxico, este imbécil se ha gastado 100 euros en adquirir un Castillo de Grayskull con una caja manoseada hace treinta años por algún niño anónimo que hoy en día, si sigue vivo, va a conciertos de Pablo Alborán y tiene un perro llamado Nico». Sé que lo pensáis, y no os culpo por ello, pero no es así. Esa maravillosa caja que se erige, imponente, con sus casi 50 centímetros de altura y unos 66 de anchura, no fue resobada por ningún niño desconocido, sino por mí mismo. Y no voy a conciertos de Pablo Alborán ni poseo un perro llamado Nico porque, realmente, si tuviera un perro, lo bautizaría con el nombre de… hmmm… Cacumen, que suena gracioso y además era el nombre de un grupo jevi alemán, contemporáneo de este castillo, en el que todos los miembros llevaban bigotito. Esa caja, milagrosamente, ha sobrevivido al paso del tiempo, a las mudanzas, a los expolios traicioneros y, lo que es más importante, al olvido, y la he conservado desde los tiempos en los que todavía no poseía pelillos en el sobaco ni en zonas colindantes con las ingles.

Recibí este castillo en las navidades de, creo, 1984 o 1985, y todavía a día de hoy considero ese momento como lo mejor que ha hecho Papá Noel durante toda su maldita existencia milenaria. Sí, olvídate de cuando te levantaste aquella mañana de Navidad con ese pijama de osos y legañas en los ojos, para contemplar una bicicleta junto al árbol. Aquello no estuvo mal, pero lamentablemente es una mierda al lado de las navidades en las que obtuve el Castillo de Grayskull.

Según este catálogo de Pryca que guardo habitualmente dentro de las Páginas Amarillas, el cual pertenece a diciembre de 1984, el Castillo de Grayskull costaba 3150 pesetas, que equivalen a unos 19 euros. Prueba inequívoca de que el sistema económico y monetario actual es un absoluto desastre. ¿Qué se puede hacer hoy en día con 19 euros? Tal vez comprar comida para dos días, suponiendo que vivas solo, no te importe alimentarte de pasta, lechuga y salchichas de Frankfurt, y no desees chocolate de postre. Puedes ir a cenar un kebab y a intentar emborracharte, suponiendo que tu paladar admita el garrafón y tengas buenos amigos que te inviten a chupitos cuando ya se te haya terminado el dinero en veinte minutos. La verdad es que no se me ocurren muchas cosas más porque 19 euros no dan mucho de sí pero, en 1984, podías comprar un Castillo de Grayskull, nuevo, en su caja enorme, con sus aristas bien puntiagudas.

Lo cierto es que, si me hubieran preguntado cuánto creía que costaba el Castillo en 1984, habría contestado que unas 9000 pesetas, y me sorprende descubrir que era bastante más «barato». Barato entre comillas, porque ya sé que los precios, los sueldos, y el coste de la vida no son los mismos ahora que hace 29 años, pero sinceramente creía que este castillo suponía medio sueldo del sudoroso y agotado cabeza de familia, ya ostentara ese título el padre, la madre, o ambos. De haberlo sabido entonces, habría llegado a un acuerdo con el cabeza de familia de mi familia, valga la redundancia, y que en este caso era mi padre, y le habría instado a comprar quince Castillos de Grayskull, para tenerlos apilados en una pared durante treinta años y ahora venderlos por 150 euros cada uno. Ah, creo que esta noche quiero soñar algo parecido a eso.

De pequeño, yo solía ser incondicional de los Masters del Universo, hasta tal punto que una vez me fabriqué un disfraz de He-Man utilizando como materias primas folios, celo y rotuladores. Lógicamente, el disfraz en cuestión fue una puta mierda de fracaso y a los cinco minutos había pequeños pegotes de celo con papel a lo largo de todo el pasillo, pero ese detalle es meramente una indicación de mi nivel de devoción. En 1984 podría haber relatado del Castillo de Grayskull y sus habitantes tan bien como ahora mismo podría contar de qué pizzería provenía la propaganda que encontré hoy dentro de mi buzón, o incluso mejor, pero hoy en día tengo los conceptos un poco olvidados.

Si no recuerdo mal, el Castillo de Grayskull era una especie de fortaleza fabricada a base de rocas de color verde, cuya fachada era una calavera gigante, al interior de la cual se accedía mediante un puente levadizo que, en realidad, era la mandíbula de dicha calavera. No sé para vosotros pero, para mí, poder llegar a casa cada tarde y entrar a través de una mandíbula gigante es sinónimo de haber tenido bastante éxito en la vida. Por algún motivo que nunca llegué a comprender del todo, quien tuviera el control del Castillo de Grayskull obtendría también el poder absoluto de Eternia, que era el país, o continente, o planeta, en el que se desarrollaban las historias de Masters del Universo. Es por eso que Skeletor y sus secuaces maléficos estaban todo el día dando por el culo a He-Man y su ejército de guerreros heroicos, tratando por todos los medios de apoderarse del Castillo de Grayskull. Skeletor ya tenía su propio castillo, la Montaña de la Serpiente, que estaba incluso más guay porque era violeta y tenía una cara gigante de un bicho indeterminado esculpida en la piedra. Pero ya sabéis, la avaricia y el olor corporal siempre han sido los mayores males del universo, tanto aquí como en Eternia. No obstante, tanto el Castillo de Grayskull como la Montaña de la Serpiente serían ambientaciones fabulosas para el interior de un bar jevi, si alguien se decidiera a reproducirlos a gran tamaño en las paredes.

La historia que nos relataban tanto los cómics como la serie de televisión no dejaba claros del todo algunos puntos, pero es de suponer que todos los personajes que no eran malvados vivían allí dentro. Todos juntos. Desde el rey hasta He-Man, pasando por Teela, Mekaneck, Orko, Fisto y toda la sarta de seres deformes con piernas de colores y botas que formaban el ejército de «los buenos». Porque recordemos que allí en Eternia nadie era mínimamente normal, sino que todo el mundo poseía alguna extraña deformidad, ya fuera un puño gigante, piel azul, aletas en lugar de pies o pelaje marrón por todo el cuerpo. Debo reconocer que yo soy tal vez extremadamente aprensivo en cuanto a compartir zonas comunes, y me estremezco de angustia cuando voy a hacer un viaje y sé de antemano que el baño va a ser comunitario. Este mismo verano estuve en un hostal de Barcelona cuyo baño compartido no parecía realmente estar muy sucio, pero olía constantemente a una mezcla de lejía, orina y tabaco que a punto estuve más de una vez de quemar mi ropa nada más salir de él. No obstante, todo eso es un juego de niños comparado con lo que debía significar vivir en el Castillo de Grayskull con todos esos esperpentos pululando por sus pasillos. ¿Os imagináis tener que utilizar el baño después de que hubiera pasado por allí el tipejo aquel horrible con forma de avispa?



Supuestamente, Grayskull era una fortaleza llena de secretos y misterios, muchos de los cuales fueron trasladados a su versión en miniatura. Tenemos una zona de entrenamiento para guerreros, un expositor de armas, un puente levadizo en forma de mandíbula que se puede cerrar desde dentro, un cañón láser en la azotea, e incluso un ascensor que comunica la planta inferior con la superior, afortunadamente individual, para que He-Man no tenga que manosear las llaves o hablar incómodamente del tiempo con el tío con forma de avispa mientras el ascensor sube.

Lamentablemente, ciertas zonas del Castillo tienen algunas extrañas manchas de mierda milenaria, y muchas de las piezas que deberían estar no aparecen por ningún sitio dentro de mi caja, lo cual significa que están irremediablemente perdidas para siempre en algún lugar de mis vidas pasadas y, de todas formas, aunque conservara todas las funcionalidades del Castillo completas al cien por cien, repasando esa lista de características no consigo comprender cómo podía pasar mis horas muertas jugando con este cacharro y cómo no me entraba sueño tras hacer caer a Skeletor por el foso secreto por quinta vez consecutiva. Pero claro, el Castillo de Grayskull estaba pensado para un niño de 5 años, no para mi yo de hoy en día, un anciano aburrido que, incluso si una nave espacial aterrizara en el tejado de mi casa, al segundo alien que emergiera por la escotilla ya habría perdido el interés y estaría debatiéndome entre hacer algo para cenar o irme a dormir en ayunas.

El Castillo de Grayskull fue probablemente la primera ocasión en mi vida en la que sentí una felicidad plena. Como tantos otros efímeros objetos y momentos, lo significó todo para mí durante algunos meses, para ser abandonado poco después a la oscuridad del olvido y los trasteros lóbregos llenos de cajas de cartón que contienen entes materiales en los que ya nunca nadie piensa. Ahora, por avatares del destino, vuelvo a tenerlo entre mis manos y me gustaría ofrecerle una segunda juventud para recuperar el tiempo perdido, quizá a modo de armario-botiquín en el baño para guardar las tiritas, el alcohol, el algodón y los ibuprofenos para los despertares con resaca. Al fin y al cabo creo que se lo merece porque, aunque como comentaba antes sé de buena tinta que significó mi primer momento de felicidad plena, no sé si conseguiría recordar cuál fue el segundo. Tal vez cuando descubrí con emoción que llevar el pelo largo atraía al sexo opuesto. ¿O quizás no fue ese? ¿A lo mejor mi segundo momento de felicidad plena fue otro? ¿Qué es eso que asoma por ahí?

Alrededor del año 2002, Mattel trató de revivir viejas glorias relanzando el concepto de Masters del Universo en la forma de una nueva colección de figuras y vehículos. La mayoría de estas figuras eran antiguos y conocidos personajes que ya habían aparecido en la serie clásica, pero con nuevos y bastante diferentes moldes y, básicamente, un nuevo look. Todos mantenían una serie de características en común con sus antiguos hermanos mayores, pero con un aire nuevo, quizás más serio o moderno, con el cual se intentó recapturar el filón de una serie ya caduca y olvidada. Incluso se creó una nueva serie de televisión pero, aunque tanto la serie como las figuras molaban bastante, la idea fracasó porque a los niños de entonces todo aquello se la soplaba y, los que habían sido niños durante los años de gloria de los Masters del Universo, en el año 2002 tenían veintipocos años y no se dedicaban a pensar en muñecos, sino a emborracharse a base de alcohol barato con el poco dinero del que disponían. Ya entonces se lanzó un nuevo Castillo de Grayskull, algo más pequeño que el original y que nadie compró porque era bastante caro y bastante rancio.

Pero, oh sorpresa, en el año 2008 apareció la colección Masters of the Universe Classics, una colección ya no orientada a niños, sino a aquellos adultos que eran niños en 1985, que se emborrachaban sin dinero en 2002, y que ahora por fin rozaban o superaban los 30 y, en el mejor de los casos, tenían dinero para emborracharse Y para comprar figuras extremadamente caras, impulsados por ataques de nostalgia.

Estas figuras Classics son perfectas. Una mezcla de personajes de toda la vida, otros que se editaron en cantidades muy limitadas, y algunos que nunca abandonaron la fase prototipo y finalmente no salieron a la venta, mientras que todo el mundo se quedó con las ganas de tenerlas entre sus manos, todas ellas con el auténtico look de las figuras clásicas pero ampliamente mejorado. Cabezas intercambiables, gran tamaño, unos moldes perfectamente esculpidos, todos los detalles disponibles, cuarenta puntos de articulación. El único problema es su elevado precio, y sospecho que jamás tendré una de ellas en mi poder, porque cada vez que me hace gracia una de ellas y evalúo precios en internet, decido que todavía puedo aguantar con mi pobre Battle Armor He-Man de 1985 algunos años más.

Pues bien, lo impensable ha terminado ocurriendo y, en un alarde de acontecimientos inesperados, se ha editado un nuevo Castillo de Grayskull dentro de la línea Masters of the Universe Classics. Por lo que he visto sobre él es, igual que las figuras, perfecto. Pero cuesta unos 453784 dólares, tendrías que vender los órganos de tus dos hijos uno a uno para poder costearlo, y además es tan grande que te verías obligado a sacar la nevera a la calle para poder introducirlo en tu hogar. Así que no, jamás entrará por mi puerta, principalmente porque ya vendí los órganos de mis dos hijos para ir pagando el alquiler de este año. Pero no quería terminar estos párrafos sin destacar uno de los múltiples guiños que el nuevo Castillo de Grayskull realiza al viejo. En la parte frontal de la caja del Castillo clásico, aparecía un niño con polo negro y peinado de cacerola jugando con un Grayskull repleto de, al parecer, muñecos invisibles. En el lateral de la caja podíamos ver al mismo niño, demostrando que era posible cerrar el castillo, cogerlo por un asa superior como si de una maleta se tratase, e irte corriendo a tu habitación cuando tu padre comenzaba a chillarte.

¿Qué es lo que aparece en la caja del nuevo Castillo de Grayskull? Un señor de cuarenta años con el mismo polo, en exactamente las mismas posiciones que el niño… ¡pero incluso con más emoción en sus ojos si cabe! Me da igual si el nuevo Castillo está basado en prototipos del clásico que nunca vieron la luz, si tiene pintura metalizada, una mazmorra con puerta o si está esculpido con cinceles microscópicos, el detalle de estas fotos me ha llegado al corazón. Y quiero pensar que Mattel ha sido capaz de localizar al niño que aparecía en la caja de 1982 y es el mismo señor que podemos ver en la de 2013. Y, si no es así, no quiero saber la verdad.