Acabo de darme cuenta de que, hace exactamente un año, estaba regresando de mi viaje a Estados Unidos a bordo de un avión con el aire acondicionado impactando furiosamente a 2 grados de temperatura sobre mi maltrecha garganta, de vuelta al viejo continente y, más concretamente, a mi dulce hogar ubicado en España. Para ser sincero, fue cuatro meses atrás cuando hizo exactamente un año que todo aquello estaba ocurriendo, no hoy, pero la sinceridad siempre suele conllevar comienzos de historias mucho más carentes de impacto emocional. Así que al diablo con la sinceridad.

Uno de mis mejores amigos de la infancia me invitó a su boda, la cual iba a celebrarse en Los Angeles nada menos, así que la señora Escalón y yo decidimos hacer las maletas, introducir en ellas todo tipo de objetos inservibles, al menos en mi caso, e iniciar un periplo que nos habría de llevar por la lejana ciudad de San Francisco y la no menos distante ciudad gigantesca de Los Angeles. Lo cierto es que no sé por qué jamás os llegué a contar nada acerca de este viaje. Tal vez fuera por la inmensa desidia que domina mi existencia a cada momento, o a lo mejor fue debido a que temí correr el riesgo de convertirme en un cuentaviajes impertinente. Ya sabéis, esas parejas que regresan de un maldito viaje y te atrapan durante cuatro horas seguidas relatándote que todo fue perfecto, y que fueron a los mejores sitios, y comieron los mejores manjares, y vivieron las mejores anécdotas, y conocieron a la mejor gente del país, y un día se equivocaron de calle y pensaron por un momento que iban a terminar en el peor sitio del mundo, pero finalmente resultó ser el mejor, y que si un día decides hacer ese viaje que les avises porque te harán una lista de los mejores sitios a los que ir. No hay nada peor en este mundo que un cuentaviajes impertinente que te enseña fotos de sus pies con una playa de fondo y un granizado de cualquier mierda cítrica a su vera, así que yo no deseo convertirme en uno. No voy a contaros los mejores lugares para expermientar viajando un crecimiento personal pleno. Voy a contaros los mejores lugares para jugar a máquinas recreativas en San Francisco y Los Angeles. O, al menos, dos de ellos.

En cuanto comenzamos a planificar el viaje con un par de meses de antelación, confeccioné una lista interminable que incluía los lugares imperdibles que deben ser visitados en cada destino. Tiendas de discos, recreativos, bares jevis, mercadillos semanales, ubicaciones que aparecían en películas horribles de los ochenta… en fin, lo básico. Cuando presenté dicho listado ante los bellos ojos de mi sufrida novia, lo único que alcanzó a musitar fue un «todo el viaje no va a ser así, ¿verdad?». Se trataba de la clásica pregunta que no acepta un sí por respuesta, con lo que me vi obligado a tachar gran parte de los místicos lugares de mi lista. No me malinterpretéis, a ella le gustan los sitios chorras como al que más, pero tiene un límite, ese límite del cual yo carezco y que me permitiría, por ejemplo, viajar al Tíbet, pasar cinco días dentro de una tienda de vinilos sin salir ni para comer, y regresar a España sin ningún tipo de remordimiento. Pero algunas selecciones no podían, bajo ningún concepto, ser borradas de la lista.

San Francisco es un lugar con muchas cuestas. Cuesta arriba y cuesta abajo, continuamente y todo el rato. Para un espécimen desentrenado como yo, que siente taquicardias tras corretear una distancia de tres metros para no perder el bus, San Francisco puede resultar realmente agotador. Pero entonces llegas a un parquecillo en las alturas y contemplas toda la ciudad desde tu posición tan elevada como privilegiada, y todo cobra sentido de nuevo. Y entonces piensas que el camino de vuelta es descendente y además culmina en Haight-Ashbury, la zona hippy pija por antonomasia, pero a través de cuyas calles deambulaban los miembros de Jefferson Airplane y The Grateful Dead hace medio siglo, guitarra en mano, flores en pelo, y sandalias roñosas en pie. Estoy relatando una descripción estúpida de San Francisco a propósito para no parecer un cuentaviajes impertinente y porque, para leer una crónica correcta de lo que puede llegar a ofrecer San Francisco, siempre están esos blogs de viajes que te cuentan que desayunar en Lori’s Diner es muy auténtico y muy cincuentas y las camareras son como en las películas y te rellenan el café y creo que te llaman cariño pero no estoy seguro porque no lo entendí bien pero quiero pensar que sí.

En definitiva, San Francisco es una ciudad muy guay, y la única pega que podría argumentar en su contra tras nuestra estancia es que el hotel en el que nos alojábamos hedía como si alguien hubiera mezclado a partes iguales orina y curry dentro de un pulverizador y, posteriormente, se hubiera dedicado durante un día entero a rociar todas y cada una de sus paredes y suelos. Tampoco me sentí del todo cómodo cuando una señora con un número reducido de dientes dentro de su boca, que acarreaba con algunas dificultades un extraño carrito rojo, me ofreció a plena luz del día una felación por un dólar. You want a blowjob for a dollar? Me preguntó. For a dollar! No soy muy experto en felaciones retribuidas, pero un dólar, y más aún al cambio de hace un año, me resultó extremadamente barato. No supe si sentirme halagado, afortunado, sucio, ofendido o inquieto, con lo que opté por contestar «no thank you» y simplemente sentirme incómodo.

La señora homeless del blowjob económico no era precisamente un caso aislado en la gran ciudad de San Francisco, ni mucho menos. Tal como pudimos comprobar, existen determinadas áreas de la ciudad con una superpoblación impresionante de ciudadanos sin hogar, eminentemente afroamericanos, mellados y portadores de bolsas de papel conteniendo botellas de bebidas espirituosas. No me refiero a tres o cuatro personas con zapatos roídos y ojos entrecerrados rodeando el clásico bidón en llamas de las películas, no. Me refiero a verdaderas hordas de habitantes sin hogar agolpados en la acera de tal manera que resultaba complicado divisar el final de la misma. Y cuando dije «áreas de la ciudad», estaba utilizando incorrectamente el término, ya que podías estar caminando por una calle céntrica, normal y corriente, llena de luz y gente con dentaduras completas, doblar la esquina, y verte inmerso repentinamente en una calle con decenas de mendigos chillándose unos a otros y aroma a pis y vinarro. Nuestro hotel, por supuesto, estaba situado en el centro neurálgico de una de esas calles horribles.

Aunque no soy el colmo de la valentía humana, normalmente tampoco soy un tío extremadamente acojonado durante los viajes. Sin ser Willy Fog, lo cierto es que he visitado un gran número de destinos y, a pesar de haberme visto envuelto en situaciones inesperadas, extraviado por disponer de un maldito sentido de la orientación ubicado en lo más profundo de mi ano, nunca he sentido nada parecido al terror. Pero cuando, poco después de aterrizar en San Francisco, preguntamos a una inmensa señora trabajadora del metro por la mejor manera de llegar hasta nuestro hotel, y nos recomendó con horror que cogiéramos un taxi porque ella no se atrevía a transitar por esa calle ni siquiera de día, debo reconocer que cierto nerviosismo transmutado en pánico se apoderó de todo mi ser. Finalmente, la situación no era tan terrible. Simplemente consistía en, cada vez que necesitabas alcanzar tu hotel para pasar la noche, desfilar a través de algunas aceras repletas de gente gritándose consignas del tipo «I’m gonna fucking kill you motherfucking son of a fuck», los cuales solo se dirigían a ti de vez en cuando para pedirte un cigarro, una moneda, ambas cosas, u otras indeterminadas que ni siquiera mi holgado nivel de inglés me permitía entender, pero que se solucionaban igualmente con un cortés «no, sorry».

Cierto día, poco antes de visitar Alcatraz, y tras una caminata que jamás me creí capaz de llevar a cabo con mis dos pies, equivalente a la cantidad de metros que suelo recorrer durante un mes en mi vida cotidiana, llegó el momento de visitar el Musée Mécanique. Ubicado en el puerto de San Francisco, se trata de, efectivamente, un museo dedicado a las máquinas recreativas. Pero no estamos hablando de máquinas con el Pang y el Double Dragon, sino de una impresionante colección de artilugios, funcionales a base de monedas, que datan desde principios del siglo XX.

Con entrada gratuita, y situado en pleno paseo marítimo, el Musée Mécanique resultó ser un auténtico oasis para nosotros. En la foto anterior, jugando al clásico Pole Position de Atari en una partida que me duró 90 raquíticos segundos porque soy jodidamente nefasto en los juegos de carreras, llevo puesta la capucha pero no para adquirir aspecto de tío peligroso. Sino porque estaba auténticamente aterido de frío y me habría puesto encima un poncho de lana virgen si hubiera estado en mis manos. California, finales de mayo… el clima ha de ser tórrido y el 67% de los viandantes tienen que ser risueñas chicas rubias en patines y shorts, ¿no es así? No es así. O, al menos, no fue así el año pasado. Un gélido viento que no se detenía nunca y que no tenía nada que envidiar al célebre cierzo zaragozano había invadido nuestros cuellos y cabezas durante un largo día de deambular por barrios de etnias chinas e italianas, entre otras, y lo cierto es que no deseábamos otra cosa en el mundo que no fueran varias paredes unidas bajo un techo.

El Musée Mécanique no es una sala de recreativos a la vieja usanza, con su inquietante señor cincuentón malhumorado que te da cambio con algo de desdén en monedas de veinticinco pesetas, sus adolescentes en proceso de descarrilamiento existencial fumando en la puerta, o sus chavales con bigotillo incipiente que te solicitan una moneda bajo amenaza de rebuscar en tus bolsillos y apoderarse de todo su preciado contenido. No, el Musée es una especie de sala de exposiciones llena de máquinas que datan desde el año de la zambomba hasta prácticamente nuestros días, con la salvedad de que absolutamente todo lo que tenga una ranura para insertar monedas ha sido restaurado y se encuentra en una situación plenamente funcional. Ya sé que escribir que las máquinas más antiguas fueron construidas en «el año de la zambomba» es una información muy vaga y denota una labor de documentación por mi parte bastante escasa, pero seguro que viendo las fotos que acompañan a este artículo podéis haceros una idea de la antigüedad.

Así, pudimos palpar en primera persona una serie de ingenios mecánicos de la época oscura del entretenimiento fuera de casa. Una época que, por supuesto, yo no conocí, y que tampoco desearía haber conocido, ya que hoy sería mucho más anciano de lo que ya lamento ser. Máquinas con autómatas tallados a mano introducidos dentro, con temáticas entre lo diverso, lo esotérico y lo cotidiano, que reaccionaban a la inserción de las monedas realizando algún tipo de movimiento. Un mago que te daba la mano y revelaba que eras homosexual, una anciana señora que vaticinaba tu futuro más inmediato, un canoso ebrio que escanciaba sin parar cervecica en un vaso infinito, un bebé llorón, un panadero condenado a hornear pan sin cesar… todos ellos increíblemente detallados, y todos ellos ABSOLUTAMENTE SINIESTROS Y SOBRECOGEDORES.

En serio, llamadme irrespetuoso con la tecnología mecánica de épocas pretéritas, pero cuando era pequeño y jugaba al Double Dragon en los recreativos, luego llegaba a mi casa y soñaba con apalear a pandilleros con camiseta de tirantes y salvar a mi novia de terminar sus días encadenada a una grúa. En cambio, si hubiera sido un niño en 1946, y una horrible abuela de madera me hubiera leído la fortuna, mirándome fijamente con sus truculentos ojos de cristal, probablemente me habría convertido algunos años después en un pandillero con camiseta de tirantes y complejo de Edipo. Los autómatas siempre han sido relativamente inquietantes, pero algunos de los que poblaban el Musée Mécanique realmente se llevaban la palma del desasosiego. Únicamente Zoltar, el adivino hindú popularizado por la película Big de 1988, no provocaba intranquilidad al mirarle la cara. Tal vez por ser ya un viejo conocido a base de haber visto dicha película setenta y seis veces a lo largo de mi vida, o por la esperanza de que, tal como hizo con Tom Hanks en 1988, sea capaz de conseguir llevarme hasta mis 30 años, lo cual, dado que ya los cumplí hace algunas cuantas lunas, sería más bien una bendición que una intensa problemática tal como se narra en la película.

Aparte de autómatas que no desearía situar alrededor de mi cama en las noches de invierno, en el Musée Mécanique había un poco de todo. Máquinas de pulsos, pinballs de varias épocas, sacos de boxeo de esos en los que, para no quedar en evidencia ante desconocidos, golpeas tan fuerte que te duele la mano para el resto del día y te quedas serio y de mal humor, y por supuesto una selección de máquinas recreativas que incluían clásicos ancestrales como Millipede y Ms. Pac-Man, así como clásicos un poco menos ancestrales pero ya ancestrales por méritos propios como Sunset Riders, Spy Hunter o el mencionado anteriormente Pole Position. Por alguna extraña razón, estaba convencido de que en el Musée Mécanique habría una máquina de Out Run, probablemente mi juego favorito de recreativa de todos los tiempos pero, tras buscarlo por todos los rincones, llegué a la desoladora conclusión de que mis poderes intuitivos habían fracasado una vez más y, efectivamente, no había ningún maldito Out Run. Al tratarse de mi única pega con respecto al lugar, aproveché para plasmarla en un libro de visitas que había instalado en la puerta principal, tal como se puede apreciar en la siguiente imagen. Quién sabe, tal vez cuando regrese a San Francisco en el año 2067 sí haya una máquina de Out Run.

Algunos días más tarde, nos encaminamos vía aeroplano a Los Angeles, área final de nuestro periplo, y ubicación en la que iba a tener lugar la boda de mi amigo de la infancia. ¿Qué se puede contar de Los Angeles que no haya sido narrado ya una y mil veces? Los Angeles es absolutamente enorme, y de una zona a otra existen tantos cientos de kilómetros de separación, que se pierde la sensación de estar en una ciudad propiamente dicha como San Francisco, dando más la impresión de tratarse de una cuantas ciudades pequeñitas y muy distintas, que da la casualidad de que forman parte de un todo. Carecer de carnet de conducir, el cual era (y es) nuestro caso puesto que somos unos fracasados de la pedagogía automovilística, dificulta bastante la ardua tarea de trasladarse con éxito a través de Los Angeles pero, gracias al transporte público y a preguntar sobre la ubicación de los lugares de manera incesante a diversos viandantes y obesas conductoras de autobús, quedó absolutamente patente que puede visitarse Los Angeles sin un maldito coche y llegar a todas partes con éxito. No obstante, realizar un trayecto en autobús de dos horas y media para llegar a la playa, atravesando el interminable Santa Monica Boulevard, corriendo el riesgo en cada parada de que subiera un entrañable homeless y se sentara a tu vera hediendo a pis mezclado con mierda reseca y chillando en tu oído, es una experiencia que solo recomiendo a la gente realmente paciente.

En Hollywood hay cientos de personas a todas horas haciéndose fotos con estrellas de sus actores favoritos en el suelo del Paseo de la Fama para luego publicarlas en Facebook como todo bicho viviente, cómicos amateur que tratan de venderte DVDs de sus actuaciones e imitan la risilla de Eddie Murphy para ti a cambio de un par de dólares, o de ningún dolar si eres un desgraciado avaro como yo y escurres el bulto en cuanto la risa ha terminado, hay tíos con disfraces sucios de Spiderman que intentan hacerse una foto contigo a cambio de otro par de dólares y, básicamente, hay un montón de gente dispuesta a hacer cosas a cambio de tus dólares. Aunque algo me sorprendió de manera insólita, y fue el grado de adoración hacia la camiseta de Critters que decidí ponerme ese día. Cada cien metros recorridos, un ser anónimo me paraba para decirme frases del tipo «nice shirt man» o «great movie man». Es muy probable que tan solo lo dijeran para que yo, crecido ante el nivel de adulación, les ofreciera un par de dólares, pero me resultó increíblemente curioso que la película por la que he recibido tantas miradas de incredulidad en mi España natal al exponer que la veo como mínimo una vez al año porque me encanta, recibiera semejantes alabanzas en Los Fucking Angeles.

Amoeba Music, aunque ya había visitado algunos días atrás su suscursal de San Francisco, era uno de los puntos álgidos del viaje a Los Angeles. Que le jodan al Teatro Chino y al signo de Hollywood en el Parque Griffith, ya habrá tiempo para eso, puesto que el tiempo se detuvo en cuanto franqueé las puertas de la tienda más gigantesca de discos que probablemente visitaré en mi vida. Mi novia no es muy melómana, así que en cuanto vio que, con los ojos en blanco y algo de saliva resbalando por la comisura, me encaminaba con brazos extendidos hacia una sección de la tienda con varios miles de discos de vinilo, me comunicó que se iba a explorar la ciudad y volvería a por mí pasadas tres horas. Cuando habían transcurrido lo que a mí me parecieron quince minutos, ella apareció de nuevo, extrañada ante el hecho de que, al parecer, me había encontrado en el mismo lugar exacto en el que me había abandonado. Lo que ella desconocía era que, durante esas tres horas o quince minutos, me había dado tiempo a dar una vuelta a toda la tienda, comprar los últimos discos de Against Me! y Carcass, así como otras mil mierdas, y preguntar a las cajeras acerca de la ubicación del afamado Sunset Strip.

Para los neófitos en rock ochentero, el Sunset Strip era la callejuela de Los Angeles convertida en meca del rock mundial, datando sus inicios a finales de los sesenta, pero teniendo su absoluta explosión a mediados de los ochenta. Según cuentan las leyendas, transitar cualquier día por el Sunset Strip en 1986 consistía en lidiar con una marabunta de tías en minifalda y botas de cowboy, tíos con maquillaje y pelos cardados ofreciéndote flyers para que acudieras al concierto de su grupo de mierda llamado Syxx Fixx o Krazee Cherriii o Bang Smakking Sikk Lipp, mientras que si, después de cenar en el Rainbow Bar & Grill entrabas en cualquiera de sus locales de conciertos como The Whisky, The Coconut Teaszer, The Roxy, Troubadour, Gazzari’s o The Cathouse, podías encontrar en el escenario desde unos primigenios Guns N’ Roses hasta unos semi-veteranos Mötley Crüe, todo ello en la misma noche.

A principios de los noventa, el Sunset Strip comenzó una etapa de absoluta decadencia y en muy poco tiempo dejó de ser la zona cool por antonomasia para transmutar poco a poco en un lugar para nostálgicos y trasnochados. Hoy en día, con multitud de locales históricos cerrados y desaparecidos para siempre, el Sunset Strip es el lugar para ir si, como yo, creciste leyendo en la revista Kerrang esas historias locas de cuando Tommy Lee recibía felaciones a diestro y siniestro en el reservado del Roxy. O si quieres presenciar un concierto de siete grupos horribles en el Whisky A Go-Go. O si quieres cenar una de las mejores hamburguesas de la historia, y eso no es sarcasmo sino la pura verdad, en el Rainbow Bar & Grill, sentado en la misma zona donde se grabó el aburrido vídeo November Rain de Guns N’ Roses y en la banqueta sobre la cual tal vez Slash organizó un concurso de eructos y perdió. La cajera de Amoeba Music a la que pregunté cómo llegar al Sunset Strip me observó con mirada condescendiente, como pensando «pobrecico, otro iluso que pretende emborracharse con Nikki Sixx», inconsciente de que yo ya estaba preparado, y ya sabía que el Sunset Strip de hoy no es el de 1984.

¿A qué venía todo eso? Oh sí, recreativos. Muy cerca de nuestro hotel, el cual era perfecto en comparación con el de San Francisco, y con la única salvedad de una especie de bola de pelo del tamaño de un caniche pequeño que entorpecía el paso del agua en la ducha, y que fue amablemente retirada por un señor de mantenimiento a los tres minutos de recibir nuestra queja, se ubicaba un salón recreativo que al parecer llevaba abierto desde 1971. ¿Por qué tanta obsesión con los salones recreativos?, preguntaréis. Los ancianos del lugar ya lo sabéis, pero los más jóvenes debéis saber que, en mis tiempos, las máquinas recreativas tenían una presencia realmente dominante, tanto en nuestras vidas como físicamente.

Los salones recreativos, de los cuales había un mínimo de diez en cada ciudad de tamaño razonable, eran los lugares a los que acudir religiosamente para jugar a juegos de cuya calidad jamás (o eso creíamos) llegaríamos a ver nada similar en nuestros hogares, para mirar cómo jugaban otras personas si no teníamos dinero, o para directamente tocar los cojones a niños más indefensos y pedirles monedas. Pero, por si eso no era suficiente, resulta que en cada bar había un mínimo de una máquina recreativa, llegando algunos bares a tener hasta tres de ellas. Las recreativas eran un negocio muy rentable, y a mí me tenían absolutamente obsesionado. Tanto, que ahora mismo podría deciros qué máquinas había en los bares colindantes a la casa en la que vivía con mis padres en la época de mayor apogeo de los recreativos, antes de nuestra última mudanza. En la esquina había un bar con el Shinobi, cerca del portal había otro con el Gun.Smoke, aquel de cowboys que era más complicado que hacer los macarrones justos para una persona, y un poco más allá había un bar más oscuro con una mezcla de olores entre tabacuzo y calamares que tenía el Rastan Saga II. Podría estar inventándome todo ésto en este preciso momento, pero lo triste es que no, lo recuerdo vivamente y todavía sueño, cada vez que paso por esa calle, con poder entrar en uno de esos bares para jugar al Shinobi y fracasar como siempre en aquella fase horrible de bonus que consistía en disparar a ninjas.

Como bien sabéis, cuando las consolas domésticas alcanzaron en prestaciones técnicas a las máquinas recreativas, y ya no tenía ningún sentido acudir a esos antros plenos de suciedad, roña y música horrible, para tocar botones con varias capas superpuestas de ADN ajeno, portador de enfermedades en estado de mutación y desarrollo, los salones recreativos desaparecieron de un plumazo, mientras que las máquinas de los bares fueron reemplazadas por otras muy aburridas, de pantalla táctil y juegos como el Trivial y el Ahorcado.
Por eso, cualquier oportunidad de revivir tiempos pasados teóricamente más felices, a base de visitar lugares ya extintos, pero con la capacidad potencial de evocar sensaciones remotamente similares a las que se experimentaban en los mencionados tiempos pasados, no debe ser desaprovechada por cualquier maldito nostálgico estúpido como yo, incluso si para ello es necesario viajar hasta Los Angeles.

Con la emoción del momento, olvidé hacer una foto a la puerta principal de Family Amusement Corporation, los recreativos más enormes y longevos todavía en funcionamiento de la zona de Los Angeles. A cambio, os muestro una foto de este entrañable gimnasio de artes marciales que encontramos de camino hacia allí. IJO IJA. Seguro que entras a preguntar si el nombre del gimnasio viene de los grititos genéricos que salen en todas las películas de karatekas, y recibes más tortazos que Ralph Macchio al comienzo de Karate Kid.

Ah, ésto sí que huele a recreativos clásicos. Family Amusement Corporation es simplemente eso, una sala de recreativos gigantesca, con máquinas nuevas, otras más viejas, una enorme zona de pinballs, mugre en los botones, poca luz, música mala, gente jugando, y todo el saborcillo añejo de un negocio que ya hace tiempo que dejó de existir porque los tiempos cambiaron. Mi intención realmente no era pasarme la tarde jugando a máquinas que hoy en día me sé de memoria gracias a los emuladores. El auténtico objetivo de la visita era volver a hacer algo que, por mucho que se desee, ya no es posible hacer. Algo tan sencillo como entrar en unos recreativos de la vieja escuela, y algo que solía hacer todos los sábados cuando tenía 10 años y que era tan común y habitual que llegué a pensar que se convertiría en una rutina eterna.

Durante nuestra visita jugamos un poco al Kung Fu Master y a The Simpsons en un monitor extremadamente requemado por el paso de los años. Todavía recuerdo cuando ese juego llegó a los recreativos, en pleno auge de popularidad de la serie. Tal vez por eso, y porque podían jugar cuatro personas simultáneamente, recuerdo que la partida costaba cien malditas pesetas, cuatro veces más que en cualquier otra máquina normal. Hace algunos meses intenté pasarme el juego con un colega, utilizando créditos infinitos, y el proceso nos resultó altamente tedioso a partir de la tercera fase, tanto que optábamos por estar hablando y bebiendo birra mirando hacia otro lado, mientras aporreábamos los botones sin ningún interés. Si en 1991 me hubieran dicho que en el año 2015 iba a poder jugar a la recreativa de los Simpson con partidas infinitas, seguramente la cabeza me habría explotado en un festival de luz, color y confetti fluorescente. Cómo cambian los tiempos.

En un momento dado, un señor con greñas, barba y gorra hacia atrás, cuyo cuerpo se asemejaba a un globo aerostático de vigilancia militar, se acercó a decirnos que no estaba permitido hacer fotos en el lugar. Puesto que no parecía recomendable discutir tal apreciación, solo me dio tiempo a hacer a lo traicionero unas pocas fotos que, estaba seguro, utilizaría para esta web en algún momento, tal vez casi año y medio más tarde.

Por supuesto, el viaje no consisitó únicamente en buscar recreativos y mirar vinilos. Hubo más, mucho más. Pero todo ello entra ya en el complicado subconjunto de anécdotas que solo te hacen gracia a ti, y tus amigos toleran con semblante serio durante un rato mientras que en su interior están deseando que te calles y te largues a casa. Así que el resto del viaje lo reservo para cuando me invitéis a merendar a vuestros hogares. Hoy os dejo con esta crónica que nadie esperaría tras un viaje por California. Sé que no soy el único imbécil que recuerda perfectamente qué máquinas había en los bares de su antigua calle, que pasó interminables horas de su infancia y pubertad dentro de unos recreativos soportando a niños desconocidos que se le colocaban al lado para preguntar «¿te paso al malo?», que sintió una unión inquebrantable con su mejor amigo al terminarse juntos el Golden Axe y que, en definitiva, ofrecería gran parte de su inexistente fortuna para poder bajar ahora mismo a la calle con el bolsillo lleno de monedas y encontrarse un gran salón recreativo con todos sus viejos juegos favoritos, y todos sus viejos amigos perdidos a lo largo del tiempo.