Ayer por la mañana aparecieron por mi curro un par de carpinteros quienes, portando un montón de tablones y patas de mesa, supuestamente se disponían a montar un despacho para alguien que no era yo, con lo cual el verdadero objetivo de su visita me importaba relativamente poco. No obstante, uno de ellos se parecía a Pat Morita. Occidentalizado, eso sí, con algo más de diámetro en los brazos, supongo que por eso de acarrear tablones y patas de mesa de aquí para allá, y un poco más alto, pero Pat Morita al fin y al cabo.

Como bien sabéis, aunque seguro que Pat Morita intervino durante su prolífica vida artística en cientos de películas y series, nadie sabe citar ninguna de ellas a bote pronto y sin consultar internet excepto Karate Kid. Y en ese papel del justo y templado señor Miyagi, efectivamente, es como la mayoría de la gente, incluyéndome a mí, lo recordará siempre. En un ambiente de oficina aburrida, con un montón de personas tecleando incesantemente bajo los efectos de la inercia cotidiana, cualquier novedad dentro de la rutina es bienvenida para dejar de teclear durante unos minutos y entregarse a un rato contemplativo de inactividad, incluso si se trata de un carpintero con ligeras reminiscencias a Pat Morita y con varios e-mails de compañeros de curro llegando a tu buzón en los que pone «estás loco, no se parece en nada, LOL».

Gracias al carpintero Miyagi y, durante el tiempo que tardó en montar una mesa de despacho con aspecto de ensamblaje complicado, recordé la cantidad de veces que he visto con el alma sobrecogida la escena de la grulla, cómo siempre soñé con tener un amigo oriental de mediana edad a modo de mentor que me convirtiera en un maestro de las artes marciales, y los tres meses que pasé de pequeño en una escuela de kárate para finalmente alcanzar un fantástico nivel de cinturón blanco porque, obviamente, la violencia de la vida real no era para mí. Pero siempre me quedarán las películas, ¿no es así? Hoy, en homenaje al carpintero Morita, me apetece ver la malograda tercera parte de la saga, Karate Kid III.

Me consta que, como muchas otras terceras partes de películas exitosas de los ochenta, Karate Kid III está considerada como la más nefasta de todas. Su protagonista Ralph Macchio ya tenía unos 45 años cuando la película se rodó, aunque siguiera hablando con voz de señora joven, pero en realidad no era tan horrible como parece dictaminar la opinión generalizada. Ralph, en su papel de Daniel San, era una vez más apaleado hasta la saciedad por unos matones locales, formando todo ello parte de un plan vengativo por parte del violento entrenador del gimnasio rival de la primera parte, los Cobra Kai, el cual había terminado humillado y con los nudillos hechos mermelada de arándanos unas cuantas películas atrás. Daniel, que a estas alturas de la vida ya había aprendido a matar a seres vivos con ligeros y certeros golpes al mentón, corre a su maestro Miyagi, que en la ficción no era carpintero sino vendedor de bonsáis, ávido de sangre y revanchas en ese orden.

Miyagi, siempre tan aburrido, propone a Daniel no involucrarse en embrollos complicados y ponerse a recortar algunas hojas muertas de un bonsái pocho. Daniel, cegado por las ansias de hacer explotar narices con sus manos asesinas, se ve tentado por un implacable entrenador poco ortodoxo y con coletita, reniega de Miyagi, y abandona los bonsáis a su suerte. No le culpo, la tentación a veces es complicada de superar, y cuando puedes aniquilar a matones con chaleco vaquero con un chasquear de tus dedos, es difícil huir del conflicto. Es como cuando descubres que, mientras pesas la fruta en el supermercado, si levantas discretamente una o dos manzanas, el precio resultante es mucho más barato. ¿Quién puede resistirse a eso? Así pues, Karate Kid III pone de manifiesto las miserias del alma humana, ejemplificando perfectamente una debilidad en… en… hey, un momento, esa carátula no es de Karate Kid III, ¿no? Quiero decir, es Karate Kid III pero no lo es, al mismo tiempo, ¿qué está pasando?

Kung Fu Boxer, efectivamente, es como Karate Kid III, pero al mismo tiempo no tiene absolutamente nada que ver. Es el epítome del plagio, de la manera más rastrera y engañosa posible. Todos recordamos aquellas películas, principalmente italianas, cuyo argumento se inspiraba directamente en otras películas famosas, o claramente las fusilaban, como la Terminator 2 italiana, que copiaba Aliens fotograma por fotograma. Todas esas películas tenían su atractivo cómico, como ir a ver a un grupo tributo a Queen, fijarte en que el guitarrista se ha tomado la molestia de llevar zuecos como Brian May, pero rendirte a la evidencia de que lleva peluca rizada y de cara se parece al frutero de tu esquina. Intentaban ser como las auténticas, pero obviamente no lo conseguían. Los diseñadores de la edición española de Kung Fu Boxer fueron incluso un paso más allá: cogieron una película a sabiendas de que poco o nada tenía que ver con las desventuras de Daniel LaRusso, y le colocaron una portada que, si has acudido al vídeo-club sin gafas o con resaca, es indudablemente igual que la de Karate Kid III, a ver si colaba.

He visto muchas, muchas películas del estilo de Kung Fu Boxer durante mi vida. Demasiadas como para, si un médico alguna vez me pregunta si sufro de algún trauma, contestar que no. Y lo cierto es que son todas muy parecidas entre sí, se trata de producciones setenteras de Hong Kong, con muchos chinos ejecutando interminables luchas de kung fu muy bien coreografiadas, argumentos que siempre giran alrededor de la venganza, algunos toques de humor estúpido que habituamente provienen del dueño de un restaurante que chilla «no destrocen mi local» mientras las sillas salen volando por los aires, y una confrontación final de unos treinta minutos de duración. He de reconocer que, honestamente, jamás he podido terminar una de esas películas sin dormirme pero, siendo justos, también debo admitir que son un remedio fantástico contra el insomnio. Olvidad el Valium, el Zolpidem, la Dormidina y las infusiones de valeriana y otras hierbas, el verdadero antídoto para erradicar las noches en vela es una buena película de 1976 sobre dos clanes chinos en guerra.

La auténtica carátula de Karate Kid III mostraba a sus dos protagonistas con semblante intenso, y una cordillera al atardecer de fondo. Daniel, tratando de reencontrar la benevolencia en su corazón mientras lucha por erradicar su incipiente odio. Miyagi, con la mirada perdida o tal vez aguardando a que termine una larga pausa publicitaria en televisión, sabe apesadumbrado que está perdiendo su influencia sobre el discípulo. En Kung Fu Boxer, no obstante, el clon de Miyagi se ha girado y le está diciendo cosas al clon de Daniel, al estilo de esos pequeños ángeles y demonios que a veces aparecen en nuestro hombro y nos hacen dudar. Pero el Miyagi falso es, evidentemente, un demonio. Y de los chungos. Y si no, observad esa expresión facial. ¡Madre mía, pero qué le está diciendo este hombre con esa cara! Mi teoría es que le está dando un consejo del tipo «Daniel, cuélate en ese convento, roba unas bragas, y póntelas mañana en la boda de tu hermana, verás que subidón de adrenalina».

En la contraportada aparece una foto de Bruce Lee y una imagen genérica de un chaval ejecutando una patada voladora, en un alarde de fantásticamente dudosa maquetación. Aunque después de esa portada, ¿qué importa ya lo que haya por detrás? Como comentaba, Kung Fu Boxer (o Chu Zha Hu de 1979 para los puristas) es una más de tantas películas similares. En ella, el consabido actor con cejas y bigote canosos postizos encarna a un malvado tirano que, junto con su hijo, se está apoderando de un pueblo entero, incluyendo a todas las mozas jóvenes que allí habitan. Porque ¿de qué sirve dominar un pueblo si a cambio no consigues tener un completo harén de concubinas que te masajean y ríen las gracias cuando vuelves a casa tras destrozar algunos puestos de fruta durante una pelea?

Un tal Robert Ko llega al pueblo todo trajeado, y lo primero que hace es colgar la americana en una rama y abofetearse con unos matones. Al poco, conoce a Little Tiger y ambos se pelean por una maldita empanadilla al vapor. Pero la pelea es medio en broma, ya que terminan hermanándose y decidiendo liberar al pueblo de la opresión del tío con cejas postizas. Posteriormente, resulta que una de las citadas concubinas cuya flor iba a ser arrebatada irremediablemente por el cejas, también sabe kung fu, y finalmente todos se ven envueltos en una batalla sin tregua que dura media hora y termina abruptamente, como buena película del género. Pero, para entonces, yo ya me había dormido la primera vez que la vi.

Dicen que los lugares en los que se ha vivido mucho sufrimiento en el pasado, o en los que han ocurrido acontecimientos terribles, son los más propicios para grabar psicofonías. Bueno, pues estoy seguro de que, si colocara una grabadora junto a esta cinta VHS, el resultado sería una grabación con los sollozos, llantos y gemidos de decepción de tantos niños que, en su día, la alquilarían esperando la simpática historia de un joven karateka caucasiano, pero en cambio se encontraron de bruces con una chinada aburrida de proporciones épicas.

Al final se me ha hecho tarde y no he visto Kung Fu Boxer ni Karate Kid III. Pero estoy pensando que, si el montaje de ese despacho nuevo todavía no ha finalizado en mi curro, sería una buena idea llevar esta película al carpintero para que me la firmara. El Karate Kid III falso firmado por el Pat Morita falso, creo que sería el final más apropiado para esta historia.