Seis de la tarde de un relativamente frío día de marzo de tal vez 1988. Un niño con grandes gafas y mochila naranja regresa del colegio, preocupado por su nefasto examen de matemáticas, el cual comienza a presagiar una vida posterior muy alejada del mundo de las ciencias, se introduce en una papelería adyacente a su hogar. Dicha papelería está regentada por un señor canoso con acento gallego a quien la familia del niño, en un claro alarde de creatividad, ha otorgado el sobrenombre de «el gallego». El niño, casi de manera mecánica, pronuncia las siguientes palabras:

-«Cinco sobres de monstruos, por favor».

Nada más llegar a su casa, tras depositar la mochila naranja en una esquina, de forma también mecánica y sin ninguna emoción ni esperanza, comienza a rasgar los sobres de cromos uno a uno, con la mente puesta en el bocadillo de jamón serrano que va a devorar a modo de merienda. Pero algo va a ser distinto en esa tarde semifría de marzo. Algo inminente, a punto de ocurrir, que va a cambiar la vida de ese niño genérico para siempre. Algo que va a recordar durante el resto de su existencia, incluso habiendo pasado casi treinta años. En uno de los sobres, en un giro totalmente inesperado del destino, apareció Tigorr, el cromo imposible, el que nadie conseguía encontrar, el que por fin le permitía concluir la estúpida colección de cromos Super Monstruos y ser capaz de dedicar sus horas a tareas más constructivas, como enderezar sus conocimientos de matemáticas y evitar descubrir con horror que, varias décadas más tarde, no sabe dividir por cifras de más de dos dígitos sin una calculadora.

Los más avispados, acostumbrados a mi interminable cháchara reminiscente, habréis adivinado que ese niño de grandes gafas era yo, que los anteriores párrafos están basados en una historia real, y que hoy en día no sé dividir en condiciones utilizando tan solo un lápiz y un papel. Efectivamente, aquel día conseguí algo de lo que nadie más en mi colegio pudo ser capaz: tener la absoluta potra de encontrar el cromo que a todo el mundo le faltaba para completar aquella colección de cromos de monstruos, el legendario cromo cuya existencia comenzaba a ser puesta en tela de juicio por cientos de frustrados críos a lo ancho y largo de la península ibérica. Al día siguiente, fui la persona más popular en todo mi colegio, y mis desdichados compañeros trataron por todos los patéticos medios de hacerse con mi cromo de Tigorr. Recibí tanto ofrecimientos en forma de comida, cromos repetidos y promesas de amistad homoerótica eterna, hasta amenazas de muerte por asfixia. Ninguna de ellas ablandó mi negro corazón egoísta, el último cromo fue adherido en su álbum, dicho álbum perdió cada vez más importancia y fue olvidado a las dos semanas, y finalmente se extravió para siempre en un infame agujero negro en forma de mudanza en 1994. Nunca lo volví a ver.

¿Qué es, pues, este maravilloso oasis de papel y cartón en forma de fotografía? Podría engañaros, podría, desde el anonimato y la distancia que ofrece internetzs, deciros que finalmente he encontrado mi álbum original, al cual milagrosamente se le han despegado todos los cromos, o que he desenterrado una colección completamente nueva de las ruinas de una antigua papelería traspasada y a punto de ser demolida. Pero la honestidad forma parte de mis principales cinco virtudes, junto a la somnolencia intensa, y no podría volver a mirarme al espejo tras haber publicado semejante falacia en ésta vuestra web. No, a pesar de que sigo, cuando voy a casa de mis padres, empeñado en abrir y hojear libros al azar con aire esquizofrénico, con la esperanza de hallar mi viejo álbum de Super Monstruos dentro de uno de ellos, la cruda realidad es que mi colección probablemente esté, reducida a virutas de papel de colores, en el estrato más inferior de un vertedero, junto a algunos calzoncillos marronáceos y una batidora estropeada.

Esa foto no es más que una reproducción fidedigna que he optado por hacer yo mismo de la colección completa de cromos Super Monstruos y su álbum, siendo consciente de que jamás, aunque mi cuerpo fuera congelado en un almacén de helados de stracciatella y pudiera existir durante el equivalente a cuatro vidas, volvería a toparme con Tigorr, el cromo elusivo. Uno de los pilares sobre los que se aposenta esta web es el de la autenticidad. Sabéis que siempre abogo por objetos originales, auténticos, y con toda su magia de haber sobrevivido durante tantos años hasta llegar a mis manazas intacta, y que aborrezco las copias, reediciones, reproducciones y facsímiles. Pero qué cojones, nadie como yo, que palpé un auténtico Tigorr hace años tiene más derecho a fabricar una réplica de esta mierda. Y sobre todo hoy en día, cuando cualquiera con ligeras nociones de Photoshop, un cutter, y acceso fácil a utilizar por el morro una impresora digna, puede hacerlo.

Todas las imágenes las escaneé de esta misteriosa baraja de cartas editada en 1988 por Naipes Milano, empresa famosa por fusilar la tipografía de Walt Disney y por crear un juego de cartas que promete tener una mecánica tan excitante como cortar un pimiento en dos mitades y lanzarlas por la ventana cuando es de noche. El juego consiste en formar cuartetos de monstruos y, oh sorpresa, dichos monstruos son exactamente los mismos que formaban la colección de cromos, editada, suponemos, por alguna otra empresa diferente a Naipes Milano. Aunque cuando dije «todas las imágenes», mentí. La baraja consta de 32 cartas (excluyendo la carta en la que se detalla el emocionante reglamento), mientras que la colección consiste en 33 cromos (sin contar los tres que forman el título), con lo que uno de ellos debía irremediablemente quedarse sin su correspondiente carta.

Tal honor recayó en el Jinete Fantasma, un pobre hombre esquelético que parece estar surcando los cielos nocturnos agarrado a una liana al más puro estilo Tarzán, con caballo y todo. Afortunadamente, éste era uno de los pocos cromos repetidos que todavía conservo de mi desaparecida colección original, con lo que esta historia puede seguir teniendo un final feliz.

Por algún extraño motivo, también he conservado durante todos estos lustros, dentro de una caja de cartón junto a otras pequeñas maravillas como un tubo de pasta de dientes fechado en 1987, unos cuantos sobres vacíos, siendo incluso probable que de uno de ellos hubiera emergido el cromo de Tigorr. Así, podemos comprobar que la caja de las cartas tiene exactamente el mismo diseño que los sobres, con textos adaptados y una gama cromática algo más alegre, eso sí, pero incluso manteniendo ese eslogan rancio de «Horror a Go-Go», que ya en 1988 sonaba a frase de viejo que intenta ser moderno. Alguien compró los derechos y las imágenes de estos bichos a alguien pero, desgraciadamente, nunca sabremos qué fue antes: las cartas, los cromos, el huevo, la gallina, el sandwich de jamón y queso o la jarra de cerveza con un chupito de tequila dentro que mañana te vas a arrepentir de haber pedido por hacerte el fuerte a go-go.

En el anverso de los sobres aparece la promesa de que, al parecer, si alguien era iluminado por la gracia de quien fuera que me iluminó a mí aquel día de 1988 y conseguía terminar la colección, le sería otorgado un, y cito textualmente, fabuloso monopatín. De hecho, existen al menos dos versiones del álbum, por llamarlo de alguna manera, ya que no se trataba más que de un papelajo a dos colores doblado por la mitad a modo de díptico. Una de ellas incluía la misma frase del monopatín en su parte trasera, mientras que en la primera página tenía un formulario para rellenar tus datos, así como los del punto de venta. Lo extraño es que no aparecía por ningún sitio información sobre a dónde había que enviar el maldito álbum para recibir el roñoso monopatín. ¿Quizás solo había que entregarlo en la tienda donde comprabas los cromos, y ellos se encargaban del resto? De todas formas, jamás se me ocurrió renunciar a mi álbum completo, finalizado a base de sudor, lágrimas de impotencia, y comprar setecientos sobres de cromos, para intercambiarlo por un miserable monopatín. Ya tenía un monopatín, y lo máximo que conseguí con él fue hacer poses estáticas en la puerta de mi casa del Pirineo, y temer convertir mi cabeza en un huevo estrellado si aspiraba a realizar alguna maniobra más compleja.

El otro tipo de álbum, que recuerdo perfectamente ser el que yo tuve, prescindía del formulario para rellenar datos y no hacía ninguna mención al monopatín. Simplemente, en la última página, había una dudosa y algo vaga promesa de conseguir fabulosos regalos, con aspecto poco prometedor, al completar el álbum. Al tratarse del álbum que yo poseí y posteriormente perdí, y porque podía terminar de maquetarlo cinco minutos antes que el otro al no tener que incluir el formulario, éste fue mi elegido para ser reproducido. Y lo único que tienen en común los dos es esa extraña firma en la esquina inferior derecha de la última página que, perfectamente, podría pertenecer al ser desconocido y anónimo que ilustró todas estas maravillas monstruosas. ¿Es una pe? ¿Es una erre? ¿Se llamaba Paco, Ramón, Rodrigo, Plácido, Rosa, Petunia, Raquel? ¿Se trataba de un apodo? ¿Su mote era «el próstatas»? Jamás nadie llegará a averiguarlo, aunque acontecimientos más inverosímiles han llegado a tener lugar. Tal vez «el próstatas» aterrice algún día en esta web y decida salir del místico anonimato en el que lleva sumido desde 1988 publicando un comentario aquí mismo. Eso, amigos, significaría para mí lo que supuso para el hombre de Neanderthal descubrir la masturbación.

Ha llegado el momento de la verdad. Vamos a pegar todos los cromos en sus correspondientes huecos como si hoy fuera una tarde de marzo de 1988 y nuestra única preocupación consistiera en comer un bocadillo de jamón y pretender que un nefasto examen de matemáticas nunca ha ocurrido. Para ello, voy a utilizar este pegamento Imedio de treinta años de antigüedad, y que probablemente se haya convertido en un líquido negro como el petróleo que me provocará un eccema con olor a leche agria en cuanto entre en contacto con mi piel. Así, aparte de que la experiencia será mucho más fidedigna, reviviendo los vapores dopantes del pegamento que a más de uno le hicieron subir un escalón hacia drogas algo más efectivas y bastante más ilegales algunos años más tarde, al menos habrá un objeto auténticamente añejo en este artículo, y no os echaréis las manos a la cabeza chillando que estoy perdiendo toda mi integridad escribiendo sobre reproducciones de cromos.

Por cierto, me hace gracia el hecho de que el espacio de la minúscula caja que contiene el tubo de pegamento esté tan absolutamente bien aprovechado. Prácticamente todas las pequeñas solapas tienen un liliputiense mensaje escrito en ellas, con consejos y recomendaciones varias. Se trata, nunca mejor dicho, de una caja de sorpresas, y casi estaba esperando desplegar otra solapa y leer algo del tipo «absténgase de palpar genitales propios o ajenos si sus dedos han estado en contacto con pegamento Imedio».

Uh. Creo que tendremos que renunciar a la autenticidad de un producto adhesivo de treinta años, y utilizar un plan B más contemporáneo.

Los cromos, muy al estilo de otras colecciones de la época, son de cartón, perfectamente recreados por vuestro humilde servidor, y contienen representaciones ilustradas y coloreadas a mano, de monstruos variados, como si de una colección de fotos de carnet se tratara. No en vano, llevo varios años tratando sin éxito de que, cuando voy a renovarme el carnet de identidad, acepten como una foto mía el cromo de El Amargado, ya que esa es exactamente la expresión que tiene mi cara a diario, desde que me levanto a las 5:30 de la mañana, hasta que por fin voy despertando a eso de las nueve de la noche.

El principal encanto de los cromos Super Monstruos no es su total y absoluta ausencia de tildes, muy común tanto en aquella época como tristemente también en la actualidad, sino lo jodidamente mal que está todo maquetado, tanto el álbum como los cromos, como si alguien hubiera echado al aire puñados de letras, rezando para que cayeran medianamente bien. La forma en la que están cortados también es un auténtico poema por méritos propios, ya que era habitual encontrar que a tu cromo le faltaban cinco milímetros, mientras que podías ver esos cinco milímetros, pertenecientes a otro cromo distinto, apareciendo por el lateral derecho. Así, mis reproducciones están demasiado bien hechas, o demasiado mal, según se mire, ya que, aunque intenté colocar una buena dosis de textos mal encajados y torcidos, era realmente complicado hacerlo de una manera tan nefasta como los originales.

Y aquí tenemos a Horrípilus, un pobre hombre que contempla aterrorizado cómo se desmorona la estantería que compró en Ikea y que le ha costado dos horas montar.

Cierto porcentaje de los cromos está basado, como no podía ser de otra forma, en interpretaciones ligeramente personales de personajes clásicos de terror de toda la vida, como Drácula, La Momia, el Hombre Lobo, o (el monstruo de) Frankens… perdón, Frankstein. Obviamente inspirado en Herman de la serie «The Munsters», no comprendo cómo un nombre tan típico y habitual consiguió superar todas las revisiones y controles de calidad para abrirse camino en forma de errata. Me sorprende que, dado el esmero con el que alguien montó todos estos cromos, éste sea el único nombre mal escrito. Me habría gustado ver un Drácuca, un Zombey o un Hombre Bolo.

El Descraniado me encanta. Está ahí, sonriendo y actuando con normalidad como si no hubiera nada de lo que alarmarse, como si no le hubiera caído una maceta en la puta avellana y tuviera medio cerebro al descubierto. Él te mira como diciendo «¿qué pasa? ¿Tengo algo en la cabeza?». Como esos tíos que se ponen una diadema de antenitas por la noche en un bar, y vienen a hablar contigo serios porque creen que es gracioso.

Arácnida me intriga, y no solo por sus cejas. No estoy seguro de si se trata de una señora aparente normal, pero con patas peludas en cuyo lugar debería haber orejas, o si es un arañón enorme con una cara humana en su parte superior. En tal caso, Arácnida también me causa una profunda admiración. O si no, imaginad tener los ojos situados al revés donde normalmente os ponéis la gorra. No solo ella consigue tener una vida digna de esa guisa, sino que además ha conseguido morder algo sanguinolento.

Icterio Volador siempre me dio bastante penica, aunque mis sentimientos hacia él eran bastante contradictorios, ya que también sentía hacia él un profundo desprecio porque era un cromo que llegué a tener veintiséis veces repetido. Ahora, tras el paso de los años y desde la perspectiva de la persona adulta que en teoría soy, lo cierto es que me sigue dando penica. Con esa cara de mustio, parece que siempre está escondido en un rincón, observando a la tía de su curro que le gusta, pero sin atreverse a decirle nada mientras los años pasan y pasan, por temor a una negativa. Icterio va a volver a dormir solo esta noche, y todos sabemos el motivo: es un tío amarillo con ojos rojos, cuernecitos y piel escamosa.

La Mujer Drácula es el elemento sexy de esta colección de engendros, con su mano derecha imposiblemente enorme y su mano izquierda anatómicamente complicada, puesto que sus dedos parecen unas pequeñas piernecitas con zapatos rojos. Aunque nada de eso le impide dedicarte una sensual danza del vientre gratis antes de clavarte los colmillos en tu vena aorta, y ser una precursora de algo parecido a un triquini, treinta años antes de ponerse de moda.

Otro de los muchos personajes de esta colección con sangre en los morros, lo que parece ser una tónica habitual en la temática de estos cromos, es el Chupa-Cráneos. Aparte de inspirar su estética descaradamente en Eddie, la mascota de Iron Maiden, ¿a qué se dedicará este hombre durante el largo día? Efectivamente, su propio nombre lo indica, a chupar cráneos. ¿Tendrá algo que ver con El Descraniado, a quien ya hemos visto antes, y su estado actual habrá sido fruto de un crimen pasional entre ambos? Quiero pensar que sí. De todas formas, la idea de alquien que chupa mi cráneo no me parece tan horrorosa como quieren hacer creer estos cromos, y de hecho se me antoja incluso relajante, sobre todo en uno de esos días que he pasado mirando estupideces durante muchas horas en una pantalla de ordenador durante una larga jornada laboral y me duele la cabeza. En esos momentos, creo que no habría nada mejor que una buena chupada de cráneo.

Podría pasarme horas comentando detalles acerca de todos y cada uno de los 36 cromos de la colección, pero considero que tanto vosotros como yo tenemos cosas mucho mejores que hacer, como por ejemplo dormir boca abajo haciendo el ángel, como si estuviéramos sobre la nieve. Así, algunos quedarán para siempre en el tintero, como El Pirata Cobra, que supongo que cobra cuando trabaja de camarero en la cantina del puerto (hah, hah), El Cavernícola, a quien no estoy muy seguro que se le pueda denominar monstruo, el Monstruo del Pantano, hermano gemelo e impopular de la Cosa del Pantano, o El Cíclope, quien por el mero hecho de poseer un solo ojo se ve con derecho de tener una especie de costillar pequeñito en la frente.

Y llegamos a Tigorr. Ah, Tigorr, Tigorr. Tigorr era un superhéroe de DC, perteneciente a un grupo llamado Omega Men. Jamás he leído un cómic en el que interviniera este hombre, pero incluso yo sé que no pinta una mierda en esta colección. Tal vez por eso fuera el cromo elegido para ser el imposible, el inencontrable, el tan deseado pero nunca conseguido… excepto por mí, y por algunos otros pocos criajos españoles, de quienes me gustaría tener noticias para organizar una reunión, emborracharnos, y hablar de los buenos tiempos en los que fuimos los más famosos del recreo durante tres días. En serio, no estoy exagerando, no me extrañaría que, por cada cromo de Tigorr editado, existieran mil copias de Icterio Volador.

Y algo que nunca olvidaré es que, a diferencia del resto de los cromos, que como ya hemos comentado eran de cartón, Tigorr era mucho más fino y autoadhesivo, como los cromos de Panini. Era un mensaje encubierto de los editores de la colección, que te querían decir algo del tipo «eh, chaval, esta mierda que has encontrado es de la buena, este cromo es autoadhesivo, eres un privilegiado». Como ya dije, tuve que comprar alrededor de mil quinientos sobres de quince pesetas para por fin conseguir a Tigorr, pero me hace gracia pensar que, a pesar de las leyes de la probabilidad, era totalmente factible que alguien comprara su primer sobre de cromos y consiguiera a Tigorr, ¿podéis creerlo? Malditas matemáticas, siempre las odié. Ah, por cierto, para mantener el rigor y el mayor parecido con la realidad, mi cromo reproducido de Tigorr también es autoadhesivo.

En circunstancias normales, esta historia finalizaría aquí pero, en un giro inesperado del destino, estos estúpidos monstruos con proporciones corporales dudosas, y una estética similar a las enormes ilustraciones que adornaban las Cuevas del Terror de las ferias de antaño, todavía tenían un último aliento que exhalar antes de desaparecer para siempre en los rincones de nuestra memoria.

La empresa Mundi Caps, imagino que a mediados de los años noventa, y por algún extraño motivo que todavía no alcanzo a entender, decidió rescatar a toda esta caterva de espantajos y los editó en forma de tazos, dentro de la colección Monster Caps. Digo que imagino que esta inesperada colección debe datar de mediados de los noventa, porque a mí la moda de los tazos me pilló algo mayor, cuando mis intereses ya habían desviado sus puntos de mira a otros temas muy distintos como los besos con lengua, y de hecho los únicos tazos que pude llegar a tener fueron los que me aparecieron en bolsas de patatas anti-resaca, y a día de hoy aún no he comprendido del todo de qué manera se juega con ellos.

Icterio Volador, El Amargado, El Descraniado, Kinmorr, El Chupa-Cráneos… ¡están todos aquí, incluso el escurridizo Tigorr, quien por cierto tiene una ridícula calificación de diez míseros puntos! Y lo más extraño de todo es que, comparando los cromos con sus respectivos tazos, juraría que, a pesar de que las ilustraciones son muy similares, no son exactamente iguales, como si hubieran sido dibujados de nuevo.

Entre la baraja de carta, los cromos, y estos tazos, son ya tres momentos distintos de la historia en los que este repertorio de monstruos genéricos que, a pesar de su encanto arcaico a go-go, no se puede decir honestamente que sean fabulosas obras de arte. El Chupa-Cráneos ha sido reproducido casi más veces que la maldita foto esa en blanco y negro de unos obreros encima de un andamio que hay en el baño de todos los bares irlandeses de maderita que te soplan nueve euros por una pinta de cerveza. ¿Cuál es la verdadera historia de estos monstruos? ¿Su creador cambiaba de trabajo a menudo y se llevaba consigo sus creaciones, tratando de reeditarlas una y otra vez bajo el formato que fuera, hasta que sus compañeros le apodaban «el tío raro de los monstruos» y su jefe le despedía por inaguantable? A pesar de que hoy hayamos calmado ligeramente algo de vuestro afán de sabiduría con respecto al Descraniado y sus amigos, creedme, todavía quedan muchas preguntas sin respuesta.