Era jueves 11 de octubre, mi último día de curro de la semana, ya que el 12 era el día del Pilar y afortunadamente festivo (al menos para mi). Terminaba así una semana laboral inmersa dentro de las fiestas del pilar zaragozanas, tan adoradas y amadas e incluso idolatradas por la gente de todo el país.
Para celebrar las fiestas, en mi curro nos permitieron durante esa semana tener un horario de jornada intensiva, ésto significa que mi horario cada día era de 7 de la mañana a 3 de la tarde. Ésto significa también que cada mañana tenía que esperar al bus a eso de las 6:10 de la mañana, y eso significaba que me tenía que levantar a las 5:45, una hora de todo punto infumable y que debería eliminarse para siempre del reloj. Es la hora en la que empiezas a ir ya muy pedo, o te entra sueño y se te va poniendo cara de koala triste, eso si es que has salido por la noche. Si en cambio tienes que levantarte a las 5:45, no tengo mayores argumentos para hablar de ella más que es una auténtica mierda de hora.
Pues bien, todo ésto significaba muchas más cosas que os resumiré en dos: significaba que ya me podía olvidar de salir de noche hasta por lo menos el jueves (no quiero repetir la aventura de agosto en la que me dio por salir un jueves, ya que definitivamente ya no tengo edad para eso y los amagos de vomitona al día siguiente en el curro no deseo revivirlos), y también significaba que, a la hora en la que yo esperaba el bus, hordas de adolescentes y peñistas regresaban a sus casas con esa cara de koala triste que os comentaba antes.
No puedo negar que yo he estado en ese bando millones de veces, regresando a mi casa haciendo más eses que un fariseo, con cara de koala con diarrea, y viendo pasar a los pobres desgraciados que se dirigían a sus respectivos trabajos.
Pero cuando te toca estar al otro lado jode, eh? Jode mogollón. Y más aún cuando soy ya un proyecto de viejo amargado que no comprende las nuevas tendencias de la muchachada. Este año, los dos complementos imprescindibles para ser alguien en los Pilares eran un megáfono y un peto pintarrajeao.
Hasta cierto punto puedo comprender lo del peto (ya sabéis, la prenda esa habitual en Mario Bros, pintores y carpinteros), ya que siempre hace ilusión tener un cacho de algo con las firmas de tus colegas y frases gilipollescas que sólo comprende el que las ha escrito. Sin ir más lejos, hace unos años cuando mi colega Sisco vino a pasar las fiestas a Zaragoza (los últimos pilares que me lo pasé bien, todo sea dicho), él y yo firmamos un cachirulo con un rotulador permanente en la barra de un bar, sólo para descubrir con horror que el rotulador había traspasado la tela y habíamos dejado la barra llena de puntitos y rayas. Temimos por nuestra vida y por la integridad de nuestras caras, pero afortunadamente nadie pareció darse cuenta, o a nadie pareció importarle, y a lo mejor aún siguen allí nuestros puntitos (creo que sólo he vuelto al bar un par de veces, porque hay que reconocer que era una santa mierda). Pero esa es otra historia.
En fin, los megáfonos. Mi colega Emilio dice que duda que el año que viene alguien invente algo todavía más molesto. Yo le doy la razón, pero tampoco estaría tan seguro como él… viendo cómo avanzan los inventos cuyo único objetivo es dar por culo, tal vez el año que viene sea imprescindible ir por la calle sodomizando un pato vivo mientras le arrancas las plumas y te las comes mezcladas con pus de morsa loca. En doce meses lo averiguaremos.
Los megáfonos sirven para dar voces por la calle y que te oigan todos tus colegas y todas las tías con pantalones de pitillo y zapatillas bailarinas, que te rían las gracias y con un poco de suerte, conseguir mojar el churramen. Hasta ahí supongo que también puedo entenderlo. Lo malo llega cuando son extranjeros los que se apuntan también a la moda, viendo que en Zaragoza se puede hacer el capullo con toda impunidad, y van exclamando frases que siempre suenan como si estuvieran diciendo ‘me cago en esta mieda de ciudad y deseo que a todos sus habitantes les vomite encima un ogro bisexual’.
Esa mañana, pues, envié por error a un tío argentino que iba con unas chicas a otra calle, cuando me preguntaron por la parada de un bus, pero juro que no fue a posta ni por vengarme de mi odio hacia los megáfonos y los petos pintados. Esa mañana era especial porque, por fin, iba a poder salir un rato por la noche, y luego pasarme todo el viernes durmiendo, si era necesario (el viernes era festivo, por supuesto).
El plan era ir a ver a Billy Sheehan, Tony McAlpine y Virgil Donati, que tocaban en el Centro Cívico Universidad. Billy Sheehan es uno de los mejores bajistas de rock del mundo mundial, estuvo en Talas, en la banda de David Lee Roth con Steve Vai, y en Mr. Big, por citar sólo tres de sus proyectos musicales. Siempre me ha molado mogollón, y tenía un montón de ganas de verlo en directo, sobre todo desde que leí la crítica de un clinic que hizo hace unos diez años aquí en España, que me habría encantado ver.
Lo malo era que ni mi colega Carlos ni yo, sabíamos a ciencia cierta quiénes eran Tony McAlpine ni Virgil Donati. McAlpine me sonaba un poquitín más, pero mi única suposición era la de que eran tíos de estos que tocan muy bien, y han colaborado con cien mil personas, son un poco sosos, un poquitín horteras, y salen en un montón de posters que adornan las tiendas de música y los catálogos de instrumentos, con anuncios que tienen la foto del susodicho personaje en cuestión, su firma, un instrumento signature con su nombre, y alguna frase tipo ‘ROCK THE HOUSE WITH TONY MCALPINE’S NEW AXE’.
Como supondréis, con tan pocos datos, y habiendo leído que el setlist iba a estar basado en los primeros discos en solitario de Tony McAlpine (que luego resultó que tocaba con Steve Vai y con no se qué otro grupo que acababa en X), el concierto podía ser guay o un cagarrón virtuoso. Me gusta el virtuosismo como al que más, pero no acabo de soportar los discos de guitarristas superlaleche como Vai, Satriani, Vinnie Moore… Únicamente me gustan los de Blues Saraceno, en parte porque es más bluesero y se me hace más ameno, y en parte porque me hace gracia su apellido. Siempre me imagino a un sarraceno corriendo por el desierto y persiguiendo a un camello con gafas de sol mientras grita tacos raros en egipcio. Aunque bueno, no se muy bien lo que es un sarraceno.
Tras cenar un giro de esos griegos que nos dejó un aliento a detritus para el resto de la noche (adios ligar), comprobamos con horror que sólo estábamos unas diez personas para el concierto, que de repente pasó a valer 25 euros (pensábamos que eran 20). Había un chico raro con guitarras en la camiseta, un señor maduro que iba de sobrao, y la gente habitual en este tipo de conciertos, gente que tiene pinta de hablar de guitarras, pedales, hammer-ons y bendings todo el rato. Como no sabíamos cómo eran los músicos, cada vez que pasaba alguien sospechosos dábamos por hecho que era Tony McAlpine o Virgil Donati. Incluso confundimos a un tipo de coleta y gorro con Billy Sheehan. Por cierto, que hasta hace un mes, habría jurado y habría puesto la mano en el fuego por defender que el nombre era SheeNan, con n, llevaba toda mi vida pensando que era Billy Sheenan y resulta que no, que soy disléxico o gilipollas y lo había leído mal toda mi vida. Incluso tuve que sacar mi vinilo de Eat ‘em and Smile para corroborarlo.
Entramos, y afortunadamente no íbamos a estar cuatro, el de guitarras en la camiseta, el maduro sobrao y una chica de gafas, sino que fue llegando cada vez más gente, también con pinta de hablar de guitarras y efectos. No es que fuera un éxito de asistencia como los conciertos de Héroes del Silencio que tenían lugar un día antes y un día después, pero sí que apareció más gente de lo que yo me esperaba.
Cuando el encargado de la barra anunció a los que revoloteábamos por allí que era «Bili Siman!! el de Van Jalen!!!» con una amplia sonrisa, respiramos aliviados al descubrir que no éramos los únicos que no teníamos ni idea.
Y entre traguico de cerveza y traguico de petaca de wiski rellenada en casa (la vida está muy cara, amigos), por fin comenzó el concierto.
Resultó que Tony McAlpine era negro y que Virgil Donati se parecía a String Emil, que Billy Sheehan no era finalmente el tipo de coleta y gorro, y que la música estaba realmente muy bien.
Fue un concierto netamente instrumental, de unos 90 minutos más o menos si no recuerdo mal, en el que los tres músicos tuvieron oportunidad de explayarse bien con sus instrumentos. Virgil Donati se hizo un solo bastante ameno que dejó a la gente bastante emocionada, mientras él ponía una cara de sufrimiento absoluto, y Tony McAlpine iba alternando de vez en cuando la guitarra con el teclado (resulta que es un reputado violinista y teclista también, aparte de guitarrista), y aparte de recordarme mogollón a cierto guitarrista con el que solíamos tocar hace un tiempo, el cual sospecho que tomó prestado algún movimiento que otro, hizo por su parte un concierto bastante ameno y en absoluto plasta, aunque si he de ser totalmente sincero, debo reconocer que ni a Tony ni a Virgil les presté la atención que merecían, ya que sólo tenía ojos para Billy Sheehan.
Billy, y no sólo para mi, fue el principal aliciente de la noche y el que se llevó más miradas, comentarios y aplausos, tal vez por ser el más popular de los tres, o porque tal vez sea un poquitín más difícil ver en directo a un bajista virtuoso. Durante todo el concierto se podían oír ese clase de comentarios que siempre afloran en conciertos de este tipo y que ¡odio! por ser tan previsibles y comunes. Ya sabéis, comentarios tipo ‘es que es dios’, ‘ostia qué cabrón que ni se inmuta’, ‘mañana lo hago en el local jajaja’ o mi favorito de la noche (y éste fue real): ‘este tío fijo que se dopa’. Tío, para decir eso…. no digas nada. El rock te lo agradecerá.
Evidentemente, si Billy Sheehan toca tan bien, no es porque sea un cabrón, sino porque lleva 35 años tocando el bajo con un montón de gente buena, así que venga, todos a practicar y a ensayar y no seamos vagos, que la técnica no llega por arte de magia metalera (reconozco que soy el primero que debería ensayar un poquico más).
Con sus movimientos de cabeza en plan palomica, y sus frases aleatorias que de repente decía no sabemos bien a quién, la verdad es que Billy era alguien muy divertido de observar mientras tocaba, aparte que desde el punto de vista de un bajista, fue cojonudo verlo de cerca, grabar un par de videos, y en general escuchar la cantidad de sonidos, técnicas y registros que usa con una facilidad pasmosa y convirtiendo los solos que hizo en un espectáculo. A destacar el super-tapping y el super-slap que se cascó en algunas de las partes, que hicieron florecer los comentarios tipo ‘es que es dios’ o ‘qué cabrón’ como si fueran setas, así como mi pérdida de paciencia al escucharlos.
Me hizo ilusión ver que sigue usando el doble cableado en su bajo, un jack para cada pastilla, del que hablaba en el clinic al que no pude asistir pero cuya crítica leí en una revista. Estoy pensando en ponerme una entrada de jack falsa en mi bajo, sólo para aparentar y hacerme el guay.
En definitiva, el concierto no se hizo largo en absoluto, aunque en algunas partecitas te podías llegar a hartar un poco de tanto wribblewribble wooloooluuliluli teeriruuriiwrabble wrabble wreeiiiiing instrumental, pero una cosa es cierta, siempre agradeceré que exista gente como Billy Sheehan, que en estos tiempos en los que parece que está de moda que el bajo haga sólo la nota base de la canción, y que se aburra como un cojón recién depilado y tenga menos protagonismo que el batería del sueño de morfeo, luche por nosotros los bajistas recargados y cansinos que nos gusta meter 100 notitas por compás. Viva el bajo cansino, vivan Pit Passarell, Chris Squire y Reinhard Kruse.
Debo reconocer que en la última parte del concierto estuve debatiéndome peligrosamente entre mirar a los que tocaban o a una chica de pelo rojo de la cual me enamoré profundamente, pero que tenía un novio que en absoluto recibía mi aprobación por parecer un rinoceratops ebrio y no pegar nada con semejante ángel pelirrojo recién descendido de los cielos del rock. Me prometí a mi mismo en ese momento que algún día cortarían y esa tía sería mía. Pero sólo pensé en esa frase porque tenía muchos pareados y me hacía gracia, no porque realmente piense que se vaya a cumplir.
El concierto terminó, y la noche continuó en otros lugares y por otros derroteros, que incluyeron el arte de tirar bebidas de forma sistemática y sin querer encima de la pobre Ana, y en la inauguración de Carlos de su «baile del cortejo», evolucionado al día siguiente en el «baile del cortijo» y posteriormente en el «baile del botijo». Con él, y con una instantánea que lo recoge, me despido.
albertico dijo, el 18 de octubre de 2007 a las 7:11 pm...
pobre agüelico, que ya no está para según que trotes…. y yo tuve mejor horario de trabajo esos díasssss 😉
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yo dijo, el 9 de mayo de 2008 a las 8:27 pm...
aerosmith the best!!!!
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