Ah, el año 10. Nunca llegamos a imaginar, ni tan siquiera en nuestros sueños más salvajes, esos de los que ya ni te acuerdas cuando vas por la mitad de la magdalena del desayuno, que llegaría tan de repente y a lo somarda. Y ¿qué hace que el año 2010 sea tan especial y merezca este absurdo párrafo? Pues honestamente, nada en absoluto. El 1 de enero después de comer se oían los primeros gritos lastimeros de «no vuelvo a beber», tu tío el solterón inicia un nuevo proyecto de dejar de fumar que fracasará el día 2 por la noche, y aparece en las conversaciones diarias una sobresaturación de la frase «feliz año», a pesar de que estoy convencido al cien por cien de que mis deseos de que mucha gente se pudra este año son, en muchos casos, recíprocos.

No, el año 10 no tiene nada de especial. No fue estudiado por Nostradamus, ni aparece en ninguna canción que me guste y sea automáticamente por ese miserable motivo elevado a categoría de año místico. Está situado en esa franja sosa de la historia en la que nunca pasa nada emocionante, entre la de las películas y videojuegos que siempre tenían lugar en «19XX» o «2001» y el próximo año en el que seguro que ocurre algo apasionante, que será el 2112 pero para el que todavía falta mucho.
No, es simplemente otro síntoma más de que soy absolutamente incapaz de ir al grano en cuanto al tema del Escalón de hoy se refiere: un extraño acontecimiento en forma de regalo misterioso de reyes.

De la misma forma que un novio al que le queda poco tiempo de serlo usa la excusa de que «San Valentín lo inventó el Corte Inglés» cuando se ha olvidado de comprarle un regalo a su novia y fracasa estrepitosamente, yo me veo obligado a utilizar aquella otra de «Papá Noel lo inventó la Coca-Cola» para tratar de justificar la total ausencia de ese amplio abanico de artículos que tengo a medio escribir desde 19XX y que iban a ver la luz durante mis vacaciones navideñas pero posiblemente no lo hagan hasta 2112. También de paso intentaré evitar que penséis que he pasado mis preciados días festivos bebiendo, durmiendo y rascándome el culo preguntándome porqués.

Hace ya bastantes años que suelo exclamar contra viento y marea que odio las navidades. Pero eso es cierto desde hace sólo seis o siete. Antes no era más que una pose porque realmente no me desagradaban en absoluto pero hey, un adolescente con pendientes y greñas admitiendo que opinaba que los días previos a la nochebuena tenían una especie de aura mágica habría recibido una patada en el estómago en menos que canta un gallo, y esa realmente no era mi intención. Así que, entre frases lapidarias y canciones de Soziedad Alkohólika, pasaron los años hasta llegar a la época actual, en la que ya por fin el mero hecho de pensar en las navidades convierte mi cara en una honesta mueca de repulsa. Tampoco ayuda en exceso la extraña tradición que profesamos a rajatabla en mi familia desde tiempos inmemoriales, que consiste en que justamente en las celebraciones señaladas como nochebuena, nochevieja o año nuevo, tienen lugar las discusiones más épicas que se han visto bajo nuestro techo, esas que acaban con cada miembro de la familia cenando en un sitio distinto con una triste bandeja de plástico, mientras se escuchan frases del tipo «no me vuelvas a dirigir la palabra en tu vida» y algún que otro portazo exagerado para la ocasión.

No obstante, siempre había un aliciente que ayudaba a superar esos momentos en los que parecía que la unidad familiar se desmoronaba irremediablemente: los juguetes.
No había nada en el mundo comparable a hojear los catálogos de juguetes que llegaban hasta el buzón, y añadir todo lo que tenía una pinta mínimamente interesante a la carta de los reyes magos. Aquella cuyo primer párrafo solía utilizarse para intentar convencer a los reyes de que habías sido bueno, te habías portado bien durante todo el año y habías sacado unas notas dignas, y por tanto, merecías ver aparecer debajo del árbol de navidad el montón de zarrios inútiles que detallabas a continuación. Yo solía saltarme a la torera toda esa pamema porque era consciente de que, mientras muchos compañeros de mi clase habían sido unos putos cerdos durante todo el año y aún con todo iban a recibir regalos, yo que realmente había sido bueno no iba a ser menos y, además, los reyes magos me observaban desde una televisión mágica y ya sabían que un día lancé una pila Cegasa por la ventana y otro tiré un huevo duro por el báter que por algún extraño motivo siempre salía a flote y tardó en desaparecer un tiempo. En definitiva, que no era necesario que les relatara mis buenas o malas obras porque ellos ya lo sabían todo. Supongo que apreciaron que dejara las decisiones en sus manos y, sinceramente, nunca me pude quejar de mis regalos navideños.



Y mis favoritos eran, por supuesto, los Masters del Universo. Cualquiera que me conozca sabe que normalmente me muevo motivado por fugaces obsesiones de lo más variopinto, que dominan mi vida durante un corto periodo de tiempo, pasado el cual desaparecen dejando paso a otras nuevas y posiblemente menos útiles. Pues creo que, en mi más tierna infancia, los Masters del Universo fueron mi primera gran obsesión, antes de Michael Jackson, la simetría de mis melenas o las películas de ninjas.
Por ello, nada era comparable a abrir un ojo en los albores del día de navidad, abrir otro ojo, e inconscientemente abrir por fin el tercero de par en par al ver todas esas nuevas figuras de He-Man y compañía esperando a ser desembaladas por mis pequeñas manazas. No podría contabilizar la cantidad de horas de mi infancia que pasé sentado en la alfombra, metiendo y sacando a Skeletor del Castillo de Grayskull por su puerta levadiza, que se rompía de estornudarle encima, haciendo menearse a Orko de esa forma tan característica mediante la cual siempre acababa chocando contra el rodapié de la pared, y provocando fabulosas sesiones de escupitajos gracias al mecanismo de Kobra Khan, que permitía llenarlo de agua u otros líquidos (mi favorito era la colonia, supongo que mi habitual metrosexualidad ya comenzaba a materializarse), los cuales siempre recaían sobre la cara del pobre He-Man. Sí, mi estima por He-Man, a pesar de ser el protagonista, era escasa, y siempre acababa sus aventuras sometido a las vejaciones de los demás personajes o precipitado hacia la nada desde lo más alto de la Montaña de la Serpiente. No es que me decantara por las fuerzas del mal, ya que Skeletor tampoco me caía especialmente en gracia y normalmente también acababa sus días estampado contra mi alfombra, sino que sentía una extraña predilección por personajes más secundarios como Mantenna, tal vez por sus grandes ojazos y similitudes con el niño gafotas que empezaba a estar harto de ser.

Durante mis años de infancia, solía pedir muchas cosas en mi carta a los reyes magos, pero sólo a los Masters del Universo los escribía en negrita y subrayados con el rotulador amarillo al que algunos llamábamos «fluorescente» y otros llamaban «fosforito» y me ponían enfermo. Al dar el paso a los años de adolescencia, lo único que pedía a los reyes magos era amor sincero, y últimamente, en pleno éxtasis regresivo a tiempos más felices, he comenzado a escribir cartas a los reyes magos pidiéndoles de nuevo por lo menos un Master del Universo. Al menos uno, una última oportunidad de abrir con mis manos de pianista una de esas figuras místicas con las que descubrí que en algún lugar lejano existen hombres con césped en las piernas, mujeres con la piel amarilla y cara de raspa y tíos que huelen a mofeta sin necesidad de ir resudados en el bus. Una última posibilidad de revivir aquellas mañanas del día de reyes en las que no tenía que preocuparme por el precio de la gasolina. Cosa que no me preocupa mucho porque no tengo carnet de conducir.

Y por fin, tras decenas y decenas de cartas a sus majestades los reyes magos, cartas en diciembre, cartas en enero, cartas con nombre de chica a ver si así me hacían más caso, cartas con dinero, cartas con amenazas hechas con letras recortadas de revistas y pegadas formando palabras y, en definitiva, cartas suplicando que me trajeran un Master del Universo, cualquiera, aunque fuera el príncipe Adam que era un pobre infeliz y ningún niño en su sano juicio se lo compraba, mi deseo se ha hecho realidad de una extraña forma. Un misterioso paquete acolchado apareció en mi felpudo en la brumosa e inquietante mañana del 6 de enero, sin franqueo, con mi nombre como destinatario y, como guinda del pastel, una absurda pegatina de papá noel en la que ni siquiera está bien escrito Merry Christmas y pone Meery. Lo cual me hace preguntarme por qué los reyes magos ni siquiera se han dignado a traerme mi regalo en persona sino que lo han enviado mediante Correos por el morro y sin pagar sellos. Y por qué utilizan una imagen de papá noel, quien supuestamente es la competencia. Al parecer he sido tan cansino que han añadido ese detalle en plan indirecta, como diciendo «la próxima vez que se te antoje una estupidez impropia de tu edad, le das la murga a papá noel». Pero hey, ¿quién soy yo para quejarse si el paquete contiene nada más y nada menos que, en vez de un pez muerto como yo me esperaba, una figura sin abrir, en su blister original editado en 1985, de… Grizzlor!?

Nunca tuve a Grizzlor. Siempre lo quise. Lo deseaba tanto que me gustaría besarle las manos como si fuera una princesa peluda. Era uno de esos muñecos que tenían algo especialmente especial, valga la redundancia, que los hacía diferentes. Muchos Masters del Universo tenían pinta de ser los mismos moldes de He-Man, pintados de otro color y renombrados al vuelo con nombres sacadados de la manga tipo Mam-Orr, Nalg-On o Zurrio-Bot. Pero otros eran diferentes y era donde radicaba la magia de Masters del Universo. Moss Man tenía el cuerpo recubierto de césped y olía a algo que pretendía ser pino y realmente se asemejaba más a limpiacristales. Stinkor, por el contrario, olía a algo que pretendía ser mierda pero me fascinaba de tal forma que pasaba las tardes sentado en un escalón oliéndole los hombros. Tal vez fuera eso lo que me hizo perder tantas neuronas y no el alcohol que me vendía aquella destilería ilegal como me dijo el médico.

Grizzlor formaba parte de The Evil Horde, o la «Horda del Terror», como se rebautizó aquí en España, liderados por Hordak. El cual es un nombre muy apropiado para el líder de semejante grupo. Supongo que es como si eres el líder del club de fans del tomillo y te llamas Tomillok. Qué suerte tiene esa gente con nombres destinados al liderazgo.
La Horda del Terror estaba formado por una serie de engendros y tías buenas que eran el grueso de los villanos en la serie She-Ra, que era una especie de Masters del Universo pero para niñas aventureras, y cuyas muñecas podías peinar además de enzarzar en batallas de sopapos. Cosa que era imposible hacer con He-Man, que tenía el pelo más repegado al cráneo que un fan de Los Planetas. El anteriormente mencionado Mantenna formaba parte de la Horda y de mi colección, y era de hecho uno de mis muñecos favoritos, con esos ojos que salían de sus órbitas y mediante los cuales podía espiar a Tee-La depilarse las cejas sin ser visto. También tenía a Modulok, miembro de la Horda y formado por un montón de piezas intercambiables con las que supuestamente podías crear miles de criaturas distintas, aunque al final del día siempre te salían tíos con aspecto arañoide.

Pero Grizzlor? Conocido como «the hairy henchman of the Evil Horde», algo así como «el secuaz peludo de la Horda del Terror», nombre que le venía al pelo, nunca mejor dicho, porque era más peludo que yo en mi adolescencia! Y basta ya de juegos de palabras horribles. Todo eso significaba que, si ese era tu rollo, también podías peinar a Grizzlor en la soledad de tu habitación, con un cepillo pequeñico, suspirando las penas venideras tras cada batalla contra He-Man o Skeletor. Porque la Horda del Terror estaba contra todos, por encima del bien y del mal, le suponía el mismo problema robarle las bragas a Evil Lyn que pegarle un tortazo a Buzz-Off o pisotearle el gorro a Orko. La Horda del Terror estaban por encima de todos, Grizzlor era una especie de bichejo con pelo de verdad y yo lo quería, pero mi madre nunca pareció percatarse de ello y me regaló a Sy-Clone, que era un poco rancieras, nunca supe si era bueno o malo y no hacía nada útil más que dar vueltas como un retrasado. A todo ésto, por qué cada vez que un muñeco tenía algún tipo de pelo se anunciaba con el slogan «con pelo de verdad!» y todos lo tomábamos como si fuera más cierto que el gospel? Si evidentemente ese pelo era falsísimo! Y gracias a dios, porque no acabo de concebir un muñeco con mechones pelo de verdad injertado. No habría sido capaz de jugar con él a no ser que me lavara las manos antes y después. Y durante.

Volviendo a hoy, día de reyes del año 10, tras llamar a las puertas de todos mis vecinos para llevarles polvorones y comunicarles la buena nueva de que Grizzlor estaba en mi casa, llegó el momento solemne de sacarlo de su blister. Porque hey, estas cosas se hicieron para jugar con ellas, o ¿voy a convertirme en el arquetípico gordo, calvo, con calcetines de rayas, pijama de padre y muñecos impolutos en exposición dentro de su blister que hacen que las chicas huyan despavoridas? Jamás! Aunque tampoco sé si quiero ser una rockstar en potencia de 29 años jugando con muñecos del año de la fideuá.
De cualquier manera, mientras este aluvión de pensamientos recorrían mi cabeza como luciérnagas migratorias, ya tenía un dedazo tocando a Grizzlor y el blister medio-abierto. Blister que, por cierto, estaba tan reconcomido por el paso de 25 años y posiblemente haberlos pasado íntegramente en el mohoso almacén subterráneo de alguna juguetería vieja, tenía pinta de que el propio Grizzlor hubiera intentado salir del mismo a base de mordisquear como quien se come una mazorca.


Pero el interior está nuevo, impoluto, reluciente y suavecín. Es una sensación gratificante volver a hacer algo que no hacía desde más de veinte años atrás, algo así como reencontrarte con una antigua novia y descubrir que todavía te cae bien. A pesar de haberte puesto los cuernos con aquel arenque. Aunque luego te pidiera perdón. Pero fuera ya demasiado tarde y te sonara toda la historia a chamusquina. Grizzlor viene con un mini-cómic contando un poco sobre la historia del personaje en cuestión que te acababas de comprar, como era habitual en las figuras de Masters del Universo, y éste está en inglés, lo cual es evidente porque mi Grizzlor debe ser edición USA.

Lamentablemente, las ediciones españolas no incluían cómic pero en contrapartida tenían el resto del packaging traducido al español, con lo cual sabíamos que nuestros muñecos eran merecedores de slogans tan fabulosos como «el guerrero heroico extensible», «maestro diabólico de los olores» o «heroico mago de la corte». Y hey, quién no tiene un compañero de trabajo que podría recibir perfectamente el título de «maestro diabólico de los olores»?

Así que en España nos perdimos la pequeña historia introductoria de Grizzlor, pero tras haberla leído sospecho que la pérdida no fue dramática, ya que se nota a la legua que el guionista, a pesar de tener que entregar el guión a la mañana siguiente, se pasó la noche masturbándose con una chirimoya pachucha en vez de escribir, y luego a la mañana siguiente le pidió consejo a su hija de 8 años para terminarla antes de ir sin afeitar a las oficinas de Mattel. O si no, cómo se explica que, siendo Grizzlor supuestamente una especie de bichejo asilvestrado con más porcentaje de bestia que de hombre, y que tiende a utilizar la fuerza bruta hasta para deshojar una margarita, salga huyendo por patas tras ver su propia imagen reflejada en el escudo de Teela? Qué intentaban, introducir componentes del mito de Narciso para darle un toque profundo al personaje? En qué estaban pensando?

Grizzlor como muñeco está guay. Salió con el pelico de detrás chafado como cuando te sientas en el sofá después de comer así como sin ganas de hacer nada y cuando te despiertas son las nueve de la noche, te duele el cuello y tienes los pies fríos. Pues imaginad una especie de siesta de 25 años. Gracias a dios, el pelo de Grizzlor no es real sino sintético, y con un par de rascamientos de mi infalible dedo índice volvió a su posición primigenia, erizada y amenazadora. Se parece sospechosamente a los

Critters, incluye una ballesta, imagino que arma oficial de la Horda del Terror porque todos los putos muñecos de la serie la incluían, y lleva un fabuloso chaleco estilo grupo de jevi épico de mediados de los 80. Es reconfortante, ahora que mi vieja colección de Masters del Universo, aunque en perfecto estado porque siempre fui un criajo muy cuidadoso, está resobada y vuelta a resobar, volver a tocar con mis propias manazas un muñeco con el plástico tan brillante, el pelillo tan suave y que además huele a nuevo, no como todos los míos, que olían a Stinkor porque ya sabéis, una vez que guardabas a Stinkor en la bolsa con todos los demás muñecos, el «maestro diabólico de los olores» se encargaba de que todos absolutamente, incluyendo la mitad del armario y el cajón de los calzoncillos, olieran a lo mismo.

Antes incluso de comenzar a escribir semejante ladrillo anacrónico, estaba seguro de que iba a concluir comentando gravemente que, por mucho que lo intentemos, es absolutamente imposible volver a capturar un momento en el tiempo que ya pasó, y sobre todo cuando es uno de esos momentos mágicos de la infancia. Por mucho que la amiga de la novia de tu colega se empeñe en exclamar a los cuatro vientos que «yo es que sigo siendo la misma niña ingénua de siempre jejeje», ella, tú y todo quisqui sabe que no cuela, y además una niña ingénua no se cogería esas cogorzas y acabaría bailando en tanga encima de un coche. Pasamos la vida haciendo las cosas que hacíamos de pequeños, viendo los dibujos animados que nos gustaban, deseando que acaben porque son una puta cursilería y queremos ir a emborracharnos, comprando los caramelos que nos traía nuestra abuela, y todo es en vano.

Cada momento en el tiempo es único, y aunque te lamentes porque cada día haces lo mismo, coges el mismo bus y ves a la misma vieja loca que se te sienta al lado y te amarga el viaje, seguramente dentro de diez años eches de menos a esa vieja y a lo frío que estaba el suelo de tu cuarto cuando madrugabas tanto. Pero durante un segundo, tal vez un milisegundo, mientras desembalaba a Grizzlor y le hacía fotos absurdas en las que estaba siendo sodomizado por un Paul Stanley falso, durante una milésima de tiempo, antes de volver a pensar en la vida real y en el precio de la gasolina que en realidad me da igual porque no tengo coche, durante ese lapso cortísimo, volví a tener la sensación de ser de nuevo un criajo con gafas enormes, sentado en la alfombra, abriendo muñecos, siendo feliz, dando gracias a dios por la existencia de la Fundación para la Ley y el Orden y soñando con ser detective privado de mayor.