Hace unas cuantas semanas ocurrió algo sorprendente e inusual. Era sábado y me levanté a las 10 de la mañana. Y con me levanté me refiero a salir de la cama, comer una magdalena reseca, un café Bonka que no sé por qué sigo comprando si es la marca que más odio, ponerme ropa de rockstar y salir a la calle. Sí, ya está, no hay más, sé que ese acontecimiento no es sorprendente para nadie, y mucho menos inusual. Pero para mi lo es. Tan sorprendente, de hecho, que todavía, a día de hoy, no me lo creo. Entre semana me veo obligado a levantarme a horas intempestivas en las que aún es de noche, hay escupitajos en las aceras, una especie de camión del infierno va regando las calles con una manguera y si te descuidas te remoja las piernas como si hubieras ido a recolectar arroz, y la ciudad está poblada de gentuza triste y gris con cara de odiar el 100% de las cosas y a la que no le supondría ningún quebradero de cabeza matarte a cambio de un pincho de tortilla y una cama con muchas mantas. Gentuza como yo.
Así que, por estos y otros motivos, a medida que la semana va avanzando, mi mal humor también va in crescendo, y eso provoca que los sábados, domingos y días de fiesta, me levante a las cuatro de la tarde. Cuando estoy de buen humor, me levanto a las tres.

Por tanto, es sorprendente e inusual verme merodeando por las calles un sábado por la mañana, escuchando el por entonces nuevo disco de The Wildhearts y agotando mi extenso abanico de «cosas para hacer un sábado por la mañana», cuyas opciones son comprar bolígrafos y rotuladores en tiendas de chinos, que nunca sabes cuándo vas a necesitar, y mirar hacia el cielo buscando en los árboles algún motivo que haga que deje de cagarme en mi suerte cada diez minutos.
Una vez realizadas estas importantes tareas, y ya a punto de emprender el regreso a casa para meterme de nuevo en la cama hasta mi hora oficial, las cuatro de la tarde, y pretender que ese par de horas absurdas en la gran ciudad nunca habían ocurrido, se me ocurrió que sería una brillante idea como colofón entrar en una juguetería viejísima que me caía de camino.

Tal juguetería está cerca de mi casa, y posiblemente pase por delante de su puerta setecientas veces al día, pero jamás se me había ocurrido entrar. Hey, ya sabéis, no acostumbro a frecuentar jugueterías y no me gustan demasiado los niños, sino sus madres. Y como ya que estoy rozando la treintena y tengo edad suficiente para tener mis propios hijos, pero absolutamente ninguna pinta de tenerlos realmente, si entro en una juguetería por las buenas sé que me expongo abiertamente a recibir el apelativo de «tipo raro». Pero en esa época estaba tan decidido a conseguir una figura original de Masters del Universo a cualquier costa y precio, que habría estado dispuesto a dejarme bigotito de Hitler en los genitales y a depilármelo posteriormente pelo a pelo con unas pinzas de tender si eso me hubiera facilitado el acceso a una figura de la época sin abrir, cosa que posteriormente conseguí por otros medios.

El dueño era un señor barbudo, fumador y serio, pero con pinta de tener un gran mundo interior y menos ganas de pasar su mañana de sábado en una tienda que las que tenía yo de besar a una cebra.
Tras preguntarle a ver si colaba si tenía «algún resto de almacén o algo así de los Masters del Universo» para mi hijo, que es la excusa que siempre utilizo cuando compro cosas que me dan vergüenza, y ante su rotundo «no», mientras le contestaba con un lastimero «ah» di una vuelta de 360 grados a mi alrededor y vi el cielo abierto ante mis ojos. Figuras de Conan, muñecos de ninjas que no tenía en mis manos desde 1989, cajas descoloridas por el sol y el paso de décadas, muñecos de Sensación de Vivir y Bucky O’Hare en los que nadie en su sano juicio se ha molestado en pensar desde 1991, expositores vacíos de las tortugas ninja que seguramente yo mismo ayudé a vaciar comprando a Donatello con mi madre, y un montón de zarrios más. Celebraba cada nuevo descubrimiento con un «OSTIA!» o un «DIOS, SÍ!», bajo la atenta mirada del señor fumador y serio y, tras acercar una pila de juguetes viejos que no necesito al mostrador y pagar por ellos, mencionando a cada momento posible que eran para mi hijo (si antes de existir ya lo estoy malcriando así, no quiero ni imaginar en qué clase de mónstruo se me convertirá cuando por fin sea una realidad), abandoné la tienda y corrí hacia mi casa para explorar mis hallazgos, incluyendo objetos extraordinarios que irán teniendo salida poco a poco aquí en el Escalón Imaginario y, también, la figura de acción más homosexual del universo.

Os presento la fabulosa colección «Infantes de Marina». Una especie de versión española de G.I. Joe, fabricada en China, e importada en España por González Sanz, S.A. No pude resistir llevarme a casa esta aberración de la industria juguetera. Me miraba desde una estantería llena de polvo, con cara compungida, con barbita negra, con cintita en la cabeza y con shorts de cuero. Sí, con shorts de cuero. No había más rastro de más componentes de esta colección en la tienda, pero sospecho que me llevé la joya de la corona. Tampoco sé a qué año se remontará la creación de estas figuras, pero también sospecho que, si hubiera aparecido en el colegio con una de ellas, habría recibido una patada en el estómago antes de que pasaran cinco minutos.
Hablaba acerca de las similitudes con G.I. Joe, pero realmente no puedo hablar mucho más porque nunca me gustaron en exceso. No es que me pillaran ya mayor y preocupado por otros temas como tetas, birra e Iron Maiden, sino que me imagino que entre los múltiples saltos de obsesión en obsesión que iba dando en mis años formativos, de los Masters del Universo a las Tortugas Ninja, pasando por la Master System y los helados de sandía, G.I. Joe nunca tuvieron su lugar porque los veía un poco rolleros. No veía la serie, a no ser que la otra opción televisiva fueran corridas de toros, y sólo tuve una única figura de G.I. Joe, una especie de ninja con imanes en los pies o algo similar, que conseguí gracias a una promoción de cereales para lo cual tuve que reunir quinientos códigos de barras y esperar algo así como trescientos años a que por fin llegara hasta mi buzón, dando lugar a que me salieran pelos en los genitales y, entonces ya sí, el pobre ninja me pillara más preocupado por tetas y birra que por tontadas.

No obstante, mi escaso conocimiento de la colección G.I. Joe me da para saber que, quien quiera que fuera el eminente creador de Infantes de Marina, intentó copiarla. También me da para saber que fracasó. Y, si apuramos, también me da para saber que muchos niños, incluido el niño Jesús, lloraron en los fríos suelos de sus habitaciones al recibir estos muñecos como regalo de reyes o cumpleaños. Y de todas formas, ¿quiénes son exactamente los Infantes de Marina? Con todos mis respetos hacia dicho colectivo (no quiero tener mañana en mi buzón cuarenta e-mails con listados de hazañas realizadas por infantes de marina por las que debiera replantearme mis comentarios), ¿realmente son tan interesantes como para dedicarles una colección de figuras? ¿Es lo mismo un infante de marina que un marine? En caso afirmativo, ¿no habría molado más una colección llamada simplemente MARINES? Lo digo desde un punto de vista atractivo para un crío de 8 años, aunque tal vez estoy totalmente echado a perder por mi amor hacia los anglicismos, un amor que me lleva a traducir en voz alta palabras de las conversaciones cotidianas y parecer un absoluto imbécil. Por ejemplo: «Ya viene el bus. The bus», o «qué? what?».

Y, como era de esperar, la colección de Infantes de Marina es aburrida. Según la parte trasera, donde viene un resumen de todas las figuras, vemos que hay dos bandos claramente diferenciados. Los Infantes de Marina, que son todos jodidamente iguales, y los Soldados Enemigos. No alcanzo a comprender la emoción de coleccionar los Infantes, cuando Commando es igual que Marine, Army Infantry es igual que Green Beret, y Under Water Demolition, a pesar de tener nombre de disco thrash, es igual que Machine Gunner pero con barbita perfectamente recortada. Y así hasta los diez integrantes del equipo de los buenos. Son tan sosos como hacer una colección de figuras titulada «Camareros de Discoteca con Camiseta Apretada y Gomina que Ligan por el Mero Hecho de ser Camareros», que conste de 20 modelos diferente que son realmente todos iguales. Pero ligan más que tú y te jode porque tu trabajo es aburrido. Los malos, los Soldados Enemigos, son harina de otro costal. Son sólamente seis, y comprenden un amplio rango de esperpentos que va desde un tío con turbante hasta un greñas con aspecto de Zakk Wylde, que es el único desafortunado que no tiene, como todos los demás, la coletilla «Enemy» antes de su cargo (es Assault Team Officer en vez de Enemy Assault Team Officer, tal vez los creadores consideraron que ya era un nombre suficientemente largo y que con esas greñas no merecía más, maldito hippy!), pasando por supuesto por la mencionada figura de acción más homosexual del mundo.

Cuando digo homosexual, lo digo desde un punto de vista totalmente enfocado al recurso estilístico. Creo necesario hacer esta nota al pie porque tampoco quiero cuarenta e-mails mañana de ese tipo de gente que a la mínima aprovecha para soltar la frase «pues yo tengo amigos gays y…».
Al parecer es el Enemy Leader, el mandamás de los seis fulanos que tienen atemorizado al planeta, y como me da pena que un hombre de su nivel no tenga nombre conocido, lo voy a rebautizar en este preciso instante como Titus, que es un nombre que coincidiréis conmigo en que tiene mucha pegada.

Titus demuestra que es un triunfador portando una estética por encima de modas que podríamos definir como «discutible» para un mandatario militar. Chaleco de cuero con cuerdas entrelazadas en el pecho, barbita poblada, cabeza rapada con cintita en la frente y, por supuesto, cuerdas de colores en los brazos y las piernas, un detalle que jamás debe faltar si se quiere ser alguien en la guerra. Oh, y shorts de cuero. Bastante brillante, además, con lo cual deduzco que es PVC o vinilo. Mostrando unas fabulosas piernas depiladas que seguro son la envidia de los barracones. No me imagino en el ejército, de hecho ni siquiera hice el servicio militar y no quiero ni oír hablar de nada que comience con las letras «mili». Excepto Miliki, claro está, que tenía un programa con Rita Irasema en el que hacían concursos de sombreros horribles fabricados por niños y era gracioso. Pero si no fuera pacifista y en definitiva un acojonao, no sé si me sentiría del todo cómodo al recibir y acatar órdenes de un tío con shorts de PVC y cuerdecitas innecesarias en el brazo. Aunque ambos tengamos en común una cicatriz en la ceja, consecuencia directa del pedo del siglo que me agarré a base de absenta hace un par de semanas, y que me gustaría decir que querría olvidar pero no es necesario porque no recuerdo nada de lo que hice en un intervalo de cinco horas.

Titus está totalmente articulado, con la posibilidad de mover su cabeza, sus hombros, sus antebrazos, sus piernas y sus rodillas… lástima que para ello tengas que ser un campeón federado de halterofilia y llevar una alimentación sana rica en hidratos de carbono y proteínas en polvo de esas especiales para deportistas que tienen en el Decathlon y siempre te dan ganas de comprar «a ver a qué sabe» porque tienen pinta de cola-cao normal y luego seguro que sabe a rayos negros. Sospecho que las figuras de Infantes de Marina están hechas sin amor, y cada vez que intentaba doblarle un brazo a Titus, o flexionar sus piernas para que adoptara la posición más homosexoide posible, lo hacía con la sensación de tener que utilizar todas mis fuerzas para doblar un miserable trozo de plástico supuestamente articulado. Y lo peor de todo, también tenía la sensación de que ese plástico estaba hecho realmente de pan mascado por nutrias, e iba a saltar todo en mil pedazos cuando intentara poner a Titus en posición de sentado. Y efectivamente, así ocurrió. Cuando llevaba menos de cinco minutos haciéndole posiciones y se me ocurrió ponerlo a cuatro patas para hacer fotos supuestamente graciosas empezaron a saltar esquirlas de plástico de todavía no sé dónde, pero que me hicieron dejarlo tranquilo para siempre en mi estantería de las absurdeces carentes de motivo para existir.

La verdad es que siempre fui muy cuidadoso con mis juguetes, y a día de hoy conservo a mis Masters del Universo en bastante mejor estado que aquel reloj de oro que me regaló mi abuelo, que supuestamente había pasado de generación en generación desde 1745 y que acabé intercambiando a un italiano en chanclas por una ronda de chupitos en Salou. Pero si hasta unas manos delicadas y cuidadosas como las mías estuvieron a punto de reducir a Titus a escombros, no sé cuántos segundos habría durado el pobre a manos de aquellos criajos de clase que se las apañaban para tener a He-Man sin pintura en la cara, con un brazo raspado y sin pierna al día siguiente de comprárselo.

Mi teoría de que estos muñecos fueron hechos sin amor y con la intención exclusiva de hacer sufrir al mayor número de gente posible toma más fuerza si te fijas en que el atuendo de Titus está diseñado así a posta y a la fuerza, sin ningún tipo de explicación o motivo. Quiero decir, el puto molde del muñeco tiene una camisa normal, y bolsillos en las piernas. El pobre hombre llevaba camisa y pantalones largos porque, si exceptuamos a Doraemon y los canguros, que están muy graciosos cuando llevan guantes de boxeo, jamás he visto a ningún ser vivo que tenga un jodido bolsillo en la piel. Pero alguien, alguien amargado que seguro que se descamisa y se ata la corbata en la frente en las bodas de sus cuñados, alguien macabro sin ningún amor por la naturaleza y el césped recién cortado decidió pintar la camisa y las perneras de color carne, y en su lugar colocar una cuerdas entrelazadas y unos shorts de PVC que posiblemente no me atrevería a ponerme ni aunque estuviera en juego el amor, el respeto, y la admiración de Molly Ringwald hacia mi persona. En definitiva, Titus lleva shorts de cuero porque a alguien en China le dio LA PUTA GANA y se empeñó.

Un detalle que hay que tener en cuenta es que hay un cartelito en la parte frontal del blister en el que pone «Figuras articuladas de 9 cm. con accesorio etc…..». Con muchos puntos suspensivos. Imagino que para rellenar. O para ocultar algo. Algo como que el accesorio es un puto asco y no tienen más argumentos para vender estas figuras. El accesorio en cuestión es un casco verde que desentona totalmente con el atuendo íntegramente negro de Titus, y que como diseñador en potencia que soy me niego a colocarle para no transgredir las leyes fundamentales de la gama del color. También viene incluido un rifle de plastiquillo que tardé unos cincuenta minutos en conseguir que no se cayera de las manos del muñeco. Tantos puntos suspensivos para un rifle imposible de sujetar? «Con accesorio etc…..» me suena a frases que intentan enmascarar una realidad oscura. Como «mamá, he aprobado dos pero me han suspendido siete…..», o «mamá, todos mis amigos se han hecho un piercing en el labio…..».
No todo es engañoso en Infantes de Marina, la figura mide 10 centímetros en vez de los 9 prometidos. Voy a hacerme un bloody mary para celebrarlo.

No me gusta airear estos detalles de forma tan abierta pero sí, creo que a estas alturas ha quedado bastante claro y ya no hay marcha atrás. La triste verdad es que he pasado una tarde colocando a la figura de acción más homosexual del mundo en diversas poses de índole amanerada mientras bebía bloody marys. Y un extraño vínculo me ha unido para siempre a los Infantes de Marina. Quiero la colección completa y no pararé hasta conseguirla, quiero saber qué han hecho por mi los Infantes de Marina, y dónde estaría yo ahora si no hubiera sido por su labor en el mundo. Quiero tener un amigo homosexual y poder sacarlo a relucir en las conversaciones para sentirme superior a la media. Quiero unos shorts de PVC y, sobre todo, quiero al «Enemy Weapons Officer», o sea, el del turbante. Quiero un turbante.