Me siento inquieto e intranquilo. Algo está cambiando en mi, y me temo que a peor. Y se trata de mi colección de vinilos. Últimamente está siendo invadida por una sarta de bazofias que ni yo mismo comprendo qué hacen ahí. Os explicaré por qué.

Me fascinan los discos de vinilo, el primero que tuve fue Bad de Michael Jackson, que me compró mi madre en 1988 tras suplicarle durante algo así como 85 minutos, y ya no volví a tener otro hasta 1997, cuando descubrí con horror que la mayoría de los grupos que estaba buscando en aquella época sólo se podían encontrar en vinilo porque sus CDs, en el caso de haberse editado, eran más difíciles de encontrar que una arielita en un plato de macarrones. Aunque ahora vaya de snob y elitista con mis miles de vinilos y ediciones raras y one-of-a-kind, y observe por encima del hombro y con desprecio a los pobres panolis orgullosos de sus discografías completas en mp3 descargadas del Rapidshare «con el wifi de mi vecino, jojo, que lo tiene desprotegido y me he descargado ya como ochocientos gigas y la peli de Avatar», en realidad pasé toda mi adolescencia siendo parte integrante de la generación del CD. Y hey, no pasa nada, es lógico, solía tener cuatro duros y dos de ellos los gastaba mensualmente en calimocho, otro en birra y, el restante, lo invertía en un CD que escuchaba de arriba a abajo, aunque me hubiera equivocado y fuera una santa mierda, hasta que me lo aprendía de memoria y podía hacer interpretaciones a capella de todas las canciones mientras lavaba mis largas melenas, porque no iba a poder tener otro nuevo hasta el mes siguiente, con suerte.

La obsesión con los vinilos no me apareció hasta finales de los 90, cuando me di cuenta de que existían cientos y cientos de grupos por descubrir, portadas jevis horteras con guerreros dibujados con aerógrafo, new wave ochentera con pelos negros cardados y eyeliner hasta en las ingles, todos mis grupos favoritos con ediciones muchísimo más dignas que las que ya tenía en CD, con portadas grandes, en algunos casos dobles, fotos, letras, flyers de merchandising… y el olor de los discos y las carpetas, de sobra conocido para cualquier coleccionista de vinilos y del cual pretendo encontrar la fórmula para fabricar ambientadores que huelan a colección de discos y hacerme rico vendiéndolos a gilipollas como yo. La fiebre de los vinilos se apoderó de mis actos, me hizo quererlos más que a mis familiares más directos, y comenzar a amasar una colección que a día de hoy ya ha provocado que tenga que dormir en el rellano de la escalera porque ya no me caben más en casa, que guarde la compra debajo de la cama, y que los vecinos sospechen que trafico con algo raro porque «tiene pinta de kinki y recibe muchos paquetes de correos con forma cuadrada».

Mi máxima en la vida es visitar las tiendas de vinilos de cada ciudad en la que estoy. Y, desde que soy una rockstar en potencia, las giras me han llevado a frecuentar bastantes de ellas. Hay gente que, al visitar una ciudad nueva, invierte su precioso tiempo en conocer catedrales, parques, rascacielos, museos, esculturas, fuentes y plazas. A mi todo eso me parece muy interesante pero, por muchos planes que intente hacer, al final siempre acabo en la tienda de discos de segunda mano de la calle más aburrida y poco relevante de la ciudad, regentada por un tío con camiseta y gorro, que fuma y te hace rebaja porque le hace gracia que seas español y pases tu tarde entera comprándole cosas. Pero hey, al llegar a casa puedo comentar con orgullo a mis visitas que conseguí el primer disco de Alice in Wasteland por cuatro perras en Göteborg, Suecia, y que no vi nada más en la semana que estuve porque malgasté mi tiempo durmiendo, investigando tiendas de vinilos, babeando con las suecas, comiendo sushi y bebiendo café en el hotel porque era gratis. Yeah.

Pero últimamente, y sin necesidad de salir de España ni tan siquiera de mi ciudad, mi idea de que tengo una colección tan heterogénea como exquisita y fabulosa ha comenzado a no ser cierta. Últimamente he adquirido la horrible costumbre de llevarme a casa singles mugrientos y vergonzosos de grupos y cantantes que nadie conoce, nadie conoció y nadie conocerá jamás. De esos que están apilados en una caja de cartón en el suelo de las tiendas de segunda mano, que al principio valían «4 por 1€» y ahora hay un cartel que dice «10 por 1€», que pronto será reemplazado por otro en el que pondrá «llévate de aquí estos singles y dejaré que me introduzcas boniatos pochos por el ano si eso te hace feliz, pero llévatelos lejos» porque no hay manera de que nadie en sus cabales quiera compartir ni un milímetro de su espacio personal con semejante bazofia. Pues bien, durante las últimas semanas me he hecho con unos cuantos de esos singles, y no sé por qué. No me gustan, no los quiero para nada, me parece indigno guardarlos junto a mis discos «de verdad», y es que encima ni siquiera me hacen gracia. Supongo que el componente cómico es el único aliciente que puede llevar a algún pobre diablo a comprar singles de este tipo, para comentar entre risas con los colegas que «ostia qué pintas de julai», «ésto no lo escuchaba ni mi padre», «jajaja qué hombreras» y demás anotaciones a pie de página.

El problema es que a mi no me hacen gracia, ni siquiera un ápice, de hecho el mero hecho de ver portadas de singles de 1979 de algún miserable cantante español con melenita de paje al que nadie recuerda, o de un grupo de cuatro tíos alemanes con bigote y chaqueta de pana de 1982 a cuyos conciertos no solía acudir ni sus hermanas, me causa una profunda tristeza. Me da tanta pena pensar en sus vidas, que sufro de insomnio por la noche y, durante las pocas horas en las que consigo dormir, sueño con espirales de colores que se mueven sobre mi cabeza a velocidades agobiantes y vertiginosas. No puedo evitar imaginar las trayectorias profesionales de esta pobre gente y, poniéndome siempre en lo peor, doy por hecho que hoy en día todos están internados en un hospital psiquiátrico, llorando amargamente en la oscuridad de una buhardilla solitaria o, dios no lo quiera, muertos. Y todo ello por ver fracasar ante sus ojos su carrera musical, tras editar los singles en cuestión que ahora yo tengo entre manos, una especie de legado macabro que me amarga la existencia. Y entonces, ¿por qué los compras? ¿eres masoquista? ¿eres imbécil? Son demasiadas preguntas que yo, como vosotros y vosotras, también me hago a diario, y para las que carezco de respuesta. Creo que para mi es como adoptar a un niño filipino, tuerto, cojo, con los sobacos en forma de lechuga y graves problemas de continencia anal. Sabes que adoptándolo vas a hipotecar tu vida, pero no puedes evitarlo porque eres buena persona. Y mi caso con los singles cutres es algo similar, con la salvedad de que yo no hago ningún bien social, ni soy buena persona, ni convierto en un ser feliz a un huérfano filipino.

Pero basta ya de lamentos. Lo grave del asunto es que uno de esos singles, concretamente el que más pinta tenía de ser la gran mierda del universo actual del cual formamos parte aunque no seamos más que pequeños puntitos de luz en la inmensidad, me ha gustado y no me puedo sacar la cara A de la cabeza. Que te guste el Chameleon de Helloween que era tan raro y tan diferente del Keeper Of The Seven Keys Part.II y no tenía cancioncitas rápidas con estribillo coreable entre litros de birra puede resultar hasta interesante cual cicatriz en la ceja, pero que te guste un single de THE DONS es sinónimo de que tu vida es una lástima y comienza a ir por derroteros por los que no debería.
The Dons no están en Spotify ni en iTunes, no os molestéis en buscarlos, y al parecer era un dúo de dos (evidentemente) mozos acostumbrados a comprar su ropa en las tiendas del Coronel Tapioca, a juzgar por el abanico de tonos ocres, caquis y safari que tienen todas sus prendas. Es safari realmente un color, o me he dejado llevar por la emoción del momento? Parecen padre e hijo y, mientras que uno de ellos me recuerda al tío aquel que salía en El Informal y no era Florentino Fernández, el otro no sé si me recuerda a alguien porque el 65% de su cara está tapada por una fantástica pegatina del Pub Boogy Boogy de Corella. Si no me equivoco, Corella está en Cataluña, y me pregunto dos cosas. Una, cuántas parejas comenzarían su relación y se fundirían en su primer beso al ritmo de The Dons, en las mágicas noches de sábado del Pub Boogy Boogy en 1985. Y otra, cómo habrá llegado un single de un pub de Corella hasta un Cash Converters de Zaragoza. Mi teoría a bote pronto es que el single cayó al mar en una lluviosa noche de octubre, fue devorado por un pez abisal de esos tan feos que viven en las profundidades oscuras, el cual se enamoró de una sepia que fue raptada por el malvado hermano de Poseidón. El pez abisal emprendió un viaje para buscar a su novia sepia que le llevó a las costas portuguesas, donde fue capturado y, como última voluntad, deseó que todos los contenidos de su estómago fueran donados a un Cash Converters de Zaragoza. Tal vez por eso olía a pescado en la tienda.

Pasaré por alto que falta una tilde en el «dónde» de «¿a dónde vas?», pero sólo porque la postura de The Dons en la portada me intriga más que una simple falta de ortografía como tantas he de sufrir al cabo del día en los comentarios de mis amigos en Facebook. Esa posición de los brazos, esos culitos en pompa, esas piernas arqueadas y esos semblantes serios, me hacen pensar que la instantánea fue tomada en pleno éxtasis de un baile coreografiado, pero por otra parte es más que probable que tenga en mis manos la gran metáfora homosexual. No una metáfora más. LA metáfora. Y últimamente estoy experimentando un magnetismo hacia objetos sospechosamente homosexuales y soy muy mayor para cambiarme de acera a estas alturas. Así que, como el single es mío y las teorías también, me quedo con la del baile coreografiado. Aunque maldita sea, el hecho de que el diseñador de la portada se llame Isidro Rebenaque, según pone por detrás, me hace decantarme por la segunda!

Podría pasar mi noche en vela hablando de la camisa con aspecto de jubón de hospital que lleva el que se parece al del Informal, o de los pantalones con bolsillos a los lados que ambos portan y que tan vigentes siguen hoy, 25 años después de la edición de este single, pero vamos con lo que realmente nos importa: la canción. «¿A Dónde Vas?» son 3 minutos y 8 segundos de absoluto éxtasis pop, a la que sólo le falta una intro con un narrador, preferiblemente un mago anciano, y un solo de guitarra de Eddie Van Halen en mitad para ser la canción más redonda que he escuchado jamás. Nada más pincharla en mi tocadiscos, a sus correspondientes 45 revoluciones por minuto, comencé a saltar en la cama de una forma tan desaforada que el vecino de abajo se puso a golpear su techo con un palo de escoba. Y eso no lo hacía desde que compré el último disco de Viper. La cara B incluye otra canción, llamada «M.A.F.F.I.A.», así con siglas, que no me he molestado en escuchar porque estoy convencido al 98% de que es una puta mierda, empañará la grandiosidad de «¿A Dónde Vas?» y me hará preguntarme qué significan realmente esas siglas y llegar a conclusiones que no me gustarán.
Ambas están compuestas por un tal Michel Verlooven, aunque al principio me pareció que ponía Michael Verhoeven, y un tal Armath, aunque al principio me pareció que ponía Amon Amarth. Maldito chupito de tequila después del postre. No he encontrado prácticamente nada sobre ellos en internet, y Michel Verlooven aparentemente no tiene Facebook, así que creo que es momento de ir olvidándose de una entrevista con el Beethoven del tecnopop.

Porque sí, «¿A Dónde Vas?» es una especie de tecnoitalopop, al estilo de lo que cundía cual ajo en 1985, fecha de edición de este single, y considerado un asco por un gran sector de la población que, oh curiosamente, hoy en día se desgañitan comentando entre cañas que «el pop de antes sí que era bueno». No estoy seguro de que The Dons salgan a relucir en muchas conversaciones entre cañas hoy en día, pero sé que sí lo hacen muchos grupos muy similares. Sorprendentemente, y a pesar de su título y origen, la canción está en inglés a excepción del estribillo, lo cual tampoco es decir mucho porque las estrofas ocupan cuatro frases en total y en cambio el estribillo se repite cientos de veces ad nauseam, así que, en esencia, el 80% de la canción está en español. Y un español que me hace pensar que The Dons eran alemanes o tal vez holandeses, ya que pronuncian «¿a dónde vas con tu burrito?» con el mismo acento y gracejo que pronuncia sus palabras el señor alemán u holandés al que le preguntas la hora en la playa cuando bajas por la mañana con resaca, lagunas, buscando a tus amigos y habiendo perdido el reloj en algún sitio la noche anterior.

La letra es, como comentaba anteriormente, corta, directa y al grano. Y sabía que tener un nivel de inglés suficiente para ir de pedante por la vida me serviría algún día para algo más útil que increpar a vendedores de eBay que me mandan discos rayados aunque en su descripción ponía «Mint/Ex+». He aquí la versión traducida por vuestro humilde servidor:

¿A Dónde Vas? (Michel Verlooven/Armath)
      Escúchala con una birra en la mano!

A dónde vas con tu burrito?
A dónde vas con tu burrito?
Mi burro me lleva por encima de las montañas, oh oh, didup didup
Estoy huyendo de la cama donde me encontraron, oh oh, didup didup
Levántate y vete, levántate y vete
Levántate y vete, levántate y vete

A dónde vas con tu burrito?
A dónde vas con tu burrito?
Él dijo que no llegaría a casa hasta la medianoche, oh oh, didup didup
Pero de pronto está aquí con aspecto nervioso, oh oh, didup didup
Levántate y vete, levántate y vete
Levántate y vete, levántate y vete

A dónde vas con tu burrito?
A dónde vas con tu burrito?
(repetir hasta el fin de los tiempos)




Mi profesor de filosofía en COU solía añadir al perenne 3 que me ponía siempre en los exámenes la coletilla de «y más valdría que te dedicaras a escribir novelas», humillándome públicamente delante de toda la clase, pero incluso yo, que al parecer poseo una creatividad extraordinaria, soy incapaz de interpretar esta letra. Aunque hey, dijeron burro? También podría ser un caballo. Y huye de una cama, y alguien le sugiere «levántate y vete», más o menos como a Lázaro, que se podría interpretar como un volver a empezar. Y alguien aparece nervioso antes de lo acordado. El síndrome de abstinencia. Está clarísimo. La canción habla sobre la droga. La droga que acabó con la carrera de The Dons, de Michel Verlooven y con la nuestra si no sabemos entender el mensaje de esperanza que nos envía esta canción y dejamos atrás los vicios nefastos. Bájate «¿a dónde vas?», añádela a tu iPod o mp3, envíasela a tu novia, ponla en tus fiestas, sube el volumen al 11 y abre las ventanas, cántala en la ducha, métela en esos CDs de baladas jevis que grabas a las tías que te molan para ligar. Share the love.