Una intensa noche en Salou que consistió, como ya fue reseñado en la primera parte de esta historia, en enganchar una merluza de nivel digno a ritmo de rock radikal de akí y hip-hop también de akí, dio paso a un soleado y bello día con resaca. Noches largas, mañanas de mierda, rezaba el refrán, no? Bueno, tal vez no fuera así palabra por palabra, pero realmente resumía mi filosofía de vida cuando la música de Alex Kidd en el móvil de Carlos nos hizo saber que era el momento de levantarse. Para ser honestos, en ese instante habría preferido quedarme durmiendo durante todo el día, en la comodidad que sólo puede ofrecerte un hotel sin escobilla de váter y, si por mi fuera, le habrían dado por su sagrado culo chino al Dragon Khan, a Port Aventura, y a la vida en general. Pero también es cierto que esos deseos los siento todos los días del año, tenga resaca o no.

Un par de hamburguesas y un ibuprofeno más tarde, et voila! Estábamos en Port Aventura, un lugar mágico en el que cada zona equivale a una región o momento en el tiempo tan dispares como China o el Far West, cada una de ellas con su propia ambientación musical, consistente en un loop de 2 minutos de una melodía genérica y que se asocie al instante con el lugar. O sea, en la zona de China suena la música esa de sitar y flautitas en la que seguro estáis pensando en estos momentos, en vez de punk chino que lo hay, LO HAY. En la zona de taquillas y entrada, sin embargo, sonaba otro tipo de música estilo «anticipación a la aventura», repitiéndose cada minuto durante todo el día que, si a mi me hizo arrancarme los laterales de mi cuero cabelludo a gritos de «BASTA, BASTA POR EL AMOR DE TODO LO QUE ES SAGRADO» hasta parecer un punk chino, no puedo ni imaginar el estado de los nervios de la pobre gente que trabaja en Port Aventura y tiene que pasar en las taquillas toda su jornada laboral escuchando el mismo minuto de «chan chaaaaaran tiruriru chan» una y otra vez. Aunque hey, tal vez sea peor tener un jefe que fuma. Lo siento, tenía que sacarlo como fuera y desahogarme.

Antes de nada, debo reconocer que me siento orgulloso de nuestro paso por Port Aventura, teniendo en cuenta que teníamos resaca y no había cueva del terror. Lo vimos prácticamente todo, incluso la visión más innecesaria que he presenciado en mi vida, que consistía en un buitre robot que cantaba canciones de Robbie Williams, Bon Jovi y Tom Jones cada quince minutos, mientras absolutamente nadie excepto nosotros le prestaba atención. Acabamos con los pies hechos marmitako de tanto caminar, teniendo en cuenta que ya los llevábamos hechos fosfatina por culpa de la máquina de penalties del hotel. Nos mojamos en las atracciones acuáticas cuando la ocasión lo requería y prácticamente sin rechistar, aunque eso conllevara que a los diez minutos de estar en el parque mi pelo, cuidadosamente estilado durante varias horas frente al espejo del hotel, adquiriera aspecto de espinacas. Y sí, nos montamos con arrojo y valor en todas las atracciones «uuuuh» como el Dragon Khan, Furius Baco, Hurakan Condor o Stampida, e incluso unas tazas chinas cuyo único propósito era conseguir que vomitaras los chupitos de la noche anterior formando una preciosa espiral de colores pastel. Ya sé lo que estáis pensando, «vaya orgullo, haberse montado en el Dragon Khan sin vomitar, mis primis de 7 años se montaron doce veces seguidas». Pero debéis comprender que yo soy un maldito cobarde acojonao, y que para mi incluso el tren Chispita resulta altamente vertiginoso. Y sobreviví a todos esos infiernos de Port Aventura fabricados para hacer sufrir. Aunque permaneciera en todos ellos agazapado, con los ojos cerrados y cagándome en la puta madre de muchísima gente a chillidos, sin darme cuenta de que tenía niños detrás y delante. Pero hey, muchos de esos niños tienen una vida sexual más activa que la mía, así que están preparados para escuchar algún que otro mecagoendios.

Cosa emocionante #8: Señales de prohibición macabras

El título recuerda a películas de hace años, no es así? Como tomates verdes fritos, o sillas de montar calientes. Siempre me dio mucho asco ese último título.
Port Aventura es un lugar mágico para soñar y en el que vivir, efectivamente, aventuras. No tengo tan claro que sea un puerto. Y allí, todo está destinado a que niños, padres y rockstars sean felices. Cómo, por el amor de dios, se les ocurrió colocar semejantes señales avernales de prohibición? Nos encontramos esta señal creo que antes de penetrar en la región de Mexico, y doy por hecho que más de un visitante saldría corriendo hacia su coche y pidiendo clemencia. Por mucho que la observo, todavía soy incapaz de averiguar qué es lo que prohíbe. Prohibido zombies con mirada perdida y sin alma? Prohibido transexuales? Prohibido sujetar una camisola usando la fuerza de la palma de tu mano? Prohibido gente a la que la maldita nariz le comience EN LA FRENTE Y LE ACABE EN LA MALDITA BARBILLA?

Atravesamos la frontera mexicana con el temor de que en cualquier momento podría aparecer de detrás de unos arbustos una chica en sujetador e intentar abrazarnos a toda costa. Hey, eso no suena tan horrible como estoy intentando que parezca. Pero y si en lugar de ser la chica inexpresiva en sujetador se trata del hombre con torso sin formas, sin boca y nariz en forma de pico y trata de abrazarte y robarte el reloj cual urraca? Estaríais dispuestos a pasar por semejante trance a cambio de que una chica en sujetador os abrace? The answer, my friend, is blowing in the wind.

Cosa emocionante #9: Aventura en el Oeste

A las cuatro y media de la tarde, cuando comer comenzaba a ser una imperiosa necesidad, me empeñé en arrastrar a Carlos, bajo la amenaza de no volverle a hablar hasta el otoño, hasta lo único en todo el parque que tenía ligeramente aspecto similar a una cueva del terror: la Aventura en el Oeste. La descripción de «atracción familiar de resolver el misterio» ya no prometía algo fabuloso de primeras, pero lo que no sabíamos era que setecientas familias estaban ya haciendo cola al llegar nosotros, y que la velocidad media de entrada en la atracción era de diez personas cada tres horas. En la larga espera durante la que cuando no se escuchaba «vámonos» se escuchaba «vámonos de aquí», vimos a dos personajes que cambiarían el curso de nuestras vidas. Uno era el personaje de papel maché con aspecto de Eddie el de Iron Maiden y que nos observaba de forma inerte desde la ventana en una postura muy muy cool pero muy muy antinatural e incómoda para cualquiera que no esté hecho de papel maché. Y el otro fue una señora que, incansable y perseverantemente fue avanzando desde el final hasta la entrada colándose por delante de todos. Los últimos serán los primeros, solía decir mi abuelo, antes de bajar a aquella mina en busca de oro de la cual nunca salió. Ya conocéis la sensación, os ha ocurrido en el supermercado y en el cine. Las señoras que se cuelan tienen la mirada fija al frente, aunque saben que las estás observando, y una media sonrisa en sus caras, mientras avanzan con paso firme pero seguro hasta dejarte atrás.

La atracción consistía en ir caminando por diversas estancias de una casa en la que hacía excesivo calor porque supuestamente alguien muy malvado llamado Billy Black había subido las estufas hasta el 10, posiblemente el argumento más desafiante desde el de Señora Doubtfire, y encontrarse con actores muy malos por los que no podías evitar sentir lástima, ya que tenían que recitar las mismas majaderías cada diez minutos. En esas condiciones, incluso el protagonista de Karate Kimura se volvería mal actor. Porque es un buen actor, no os parece?

Los decorados estaban realmente bien, con muertos, momias y tíos en sillas eléctricas, el problema era que nunca ocurría lo que pensabas que iba a ocurrir, porque nunca ocurría nada. Cuando creías que el tío de la silla eléctrica se iba a levantar para pegarte un susto similar a aquella noche en la playa en la que descubriste con horror que se te había roto el condón y encima se había llenado de arena, nadie se movía. Cuando pensabas que de detrás de una sospechosa pared iba a aparecer un viejales con camisa de fuerza, nadie irrumpía. Y cuando le dije a la chica que hacía de hija de Billy Black que, si realmente tenía tanto calor, podía quitarse la ropa, no le hizo ni puta gracia a nadie y me sentí fracasado. Bah.

Cosa emocionante #10: Birra grande

Durante todo el día veía pasar a gente con grandes birras en la mano, y sentía ganas de vomitar porque todavía tenía esa sensación tan familiar en la que todo te sabe a whisky aunque haga diez horas que bebiste el último. Poco a poco, la resaca fue disipándose, y las arcadas se convirtieron en deseos fervientes de poseer una de esas birras en mi propia mano, haciendo gala del más puro estilo «culo veo, culo quiero». Incluso pude observar a un pobre hombre que acarreaba su gran cerveza con cara de desgana, y comenté para mis adentros que alguien tan ingrato no merecía pasar un día familiar en un parque temático.

Finalmente, cuando no nos permitieron acceder al restaurante/cantina porque al parecer acababan de cerrar la cocina, obligándonos a ir a un puesto que había justo enfrente y en el que vendían exactamente lo mismo, conseguí llegar a un acuerdo para que me incluyeran la gran birra en mi menú, que consistía en lo siguiente: yo pagaba el precio completo del menú, pero no me ponían bebida, y yo entonces pagaba la birra grande y me la añadían a la bandeja con el resto de las cosas. El acuerdo tenía sentido en su momento, pero ahora en frío sospecho que me estafaron. Malditas chicas majicas catalanas vestidas con trajes típicos mexicanos, siempre hacen lo que quieren conmigo.
Exceptuando el hecho de que posiblemente estaba pagando el triple de lo que realmente valía esa birra sólo por la tontada del vaso especial que se me había antojado, la comida a base de nachos, burritos y cientos de miles de patatas, que no sé por qué siempre nos persiguen, estaba buena y transcurrió con la paz y tranquilidad que sólo una tarde de finales de abril puede transmitirte, al menos hasta que Carlos tuvo a bien reventar un sobre de ketchup que me salpicó en todos los morros y además descubrí que había perdido una de mis chapas favoritas en alguna puta atracción de mierda en la que no había hecho más que sufrir y el ridículo ante niños más valientes que yo.

Cosa emocionante #11: El pájaro robot

Durante la comida mexicana, mientras comentábamos el extraño fenómeno que habíamos presenciado un rato antes cuando hacíamos cola para montarnos en la Stampida, en la que Carlos había visto a un señor al que le salía una nube de polvo de la oreja al rascársela, sentíamos que algo no estaba bien del todo. Y, tras alimentar a unos simpáticos gorriones que insulsamente preferían las migajas de nacho que les tiraba Carlos en vez de mis patatas gajo, descubrimos al pájaro robot.
Ese pajarraco llevaba desde antes de habernos sentado nosotros en la mesa, graznando sin parar, todo el rato en la misma posición, y sin aparentemente ninguna intención de mover sus sucias patas. Así que llegamos a la conclusión de que no era un pájaro de verdad, sino un autómata. Ya habíamos visto a un buitre robot que hacía playback con una canción de Bon Jovi que no sé si era Have a Nice Day, It’s My Life o Livin’ on a Prayer porque son iguales, así que por qué no un pajarraco mecánico para dar ambientación?

El pájaro no reaccionaba a nuestros chillidos, o lanzamientos de proyectiles en forma de patata y puñados de grava, en un fútil intento de que emprendiera el vuelo y se largara de ahí, porque nos estaba empezando a poner la puta cabeza como un tambor, pero por otra parte sus movimientos de cabeza y pico no seguían ningún patrón y eran muy dispares, a no ser que estuvieran manejados en tiempo real por un operario escondido en el subsuelo del parque, en una sala con un monitor, un joystick para mover al pájaro, un botón para hacerle piar, y un tubo por el que aparecen burritos doce veces al día. Por primera vez en mi vida me sentí verdaderamente ilusionado, creí que por fin había encontrado el trabajo de mis sueños, finalmente podía llevar una vida plena.
Cuando ocurrió la tragedia del sobre de ketchup y el descubrimiento de la pérdida de la chapa, dejamos de prestarle atención al pájaro mientras nos culpábamos mutuamente de ambas cosas y, cuando volvimos a retomar el debate del pájaro robot, ya no estaba allí. Finalmente era un pájaro de verdad. Finalmente el trabajo de mis sueños no existe. Finalmente quiero morir.

Cosa emocionante #12: Tiro con rifle

Port Aventura es un sitio fantástico para tirar tu dinero, si realmente ese es tu propósito. Desde los cajeros automáticos estratégiamente colocados para esos anormales como yo que de repente descubren con horror que llevan siete céntimos en su bolsillo, de entidad sospecho que inventada para la ocasión con el único propósito de tener excusa para cobrarte 2,50 euros de comisión, hasta los puestos de comida y bebida, pasando por supuesto por las decenas de stands de tiro con rifle, pesca del pato, ensartamiento de aro en palo y tantos otros. Echando un vistazo a los premios que se podían conseguir, pronto comprobamos que en principio ninguno de ellos era para nosotros, puesto que no entraba dentro de nuestros planes inmediatos cargar durante el resto del día con un peluche gigantesco y ligeramente deforme de un oso genérico. De hecho vimos a dos o tres desdichados niños acarreando uno de dichos osos a la espalda como quien lleva un saco de ladrillos en contra de su voluntad, y la expresión de sus caras nos gritaba en silencio «no ganéis un oso, no dejéis que un maldito oso desproporcionado os arruine vuestro día como a mi!». Por otra parte, los peluches no son para rockstars, a no ser que te los regale una groupie japonesa nada más bajar del avión y luego te permita dejarle el orto como una santísima alcachofa. Así que eliminad todos esos peluches de encima de la cama, seáis chicos o chicas, no son más que un estorbo que cada noche hay que trasladar a la silla con más desgana y desearíais que se evaporaran sin decir adiós. Los únicos peluches que tienen razón de ser son los de monos con guantes de boxeo, simplemente porque yo tengo dos o tres y no encuentro otra justificación para ello.

Pero hey, dije tiro con rifle? Mientras atravesábamos una plazoleta plagada de casetas y nos permitíamos el lujo de ignorar a las personas que desde ellas nos gritaban «queréis jugar, chicosss?», algo cautivó nuestra atención. Era imposible no querer participar en semejante derroche de escenificación, una enorme escena del lejano oeste en la que había desde pavos hasta cocineros, pasando por supuesto por multitud de cuatreros, cowboys from hell e incluso alguna que otra calavera. Con un puñado de euros ya en mi mano, y mientras hacía posturitas con el rifle, pregunté a una chica que en qué consistía el juego, intentando que pareciera que el tiro con rifle me causaba una indiferencia extrema y todavía no estaba convencido de si quería disparar o por el contrario pescar patos de goma. Sorprendentemente, la explicación del funcionamiento del juego eran tan compleja que a los tres segundos ya había perdido el hilo de lo que me estaba contando la chica y sólo deseaba que se callara y me permitiera dejar todo el maldito decorado con más agujeros que una de mis camisetas favoritas al salir de aquel bar en el que fumaba el 120% de la gente. Pero, oh desilusión, según lo poco que me enteré de la explicación de la chica, no había que disparar a los personajes sino a una mierda de bolas que yo pensaba que eran focos y que iban cambiando de color. Tampoco se disparaban balas, sino que el mecanismo debía ser algo similar a la pistola Light Phaser de la Master System. En ese momento tuve dos opciones: exclamar «PUES VAYA MIERDA» e irme, o decir «ah vale» y quedarme. Elegí lo segundo.

Increíblemente, y dado que mi sentido de la puntería sólo es bueno cuando se trata de echarme de novias a las chicas más hijas de puta del globo, mi marcador de puntos iba ascendiendo de forma vertiginosa, quedándome casi a las puertas de conseguir una de las cabezas gigantes de perro cabrón, el único premio posible en el tiro con rifle y uno de los objetos más jodidamente innecesarios que he visto en mi vida, y os lo dice alguien que tiene colgada en la pared una paleta de madera de tenis de playa con una cara sonriente dibujada. Llegó el turno de Carlos y, ante el asombro de todos los presentes, consiguió la brillante hazaña de hacer un total de cero puntos en el total de sus tiros. Ni uno ni cinco, cero. Los únicos veinte puntos que figuraron en su marcador fueron hechos por mi haciendo uso de su último disparo, tirando por tierra su teoría de «ESTO SE HA JODIDO QUE ME DEVUELVAN MI EURO CAGOENDIOS VAYA FRAUDE».

Cosa emocionante #13: Máquina recreativa con juegos viejos

Ya hemos comentado con anterioridad la total ausencia de máquinas recreativas viejas tanto en el hotel, como en Salou, como en el resto del planeta excepto en Japón y en el dormitorio de esa gente que «siempre soñó con tener una y vaya viciadas se pegaba al Rastan». Que éramos todos. Y si nunca soñaste con tener una máquina recreativa de tu propiedad y poder poner 99 créditos si así se te antojaba en un momento dado, sal de esta web ahora mismo e introdúcete un salmonete por el ano mientras recapacitas. En Salou hay recreativos, pero dentro sólo hay ambiente soso, máquinas de agarrar pequeños peluches con unas pinzas usando un joystick y juegos modernísimos. Tengamos en cuenta que, para mi, la Playstation 1 es modernísima y jamás he conseguido ni conseguiré aclararme con juegos que requieren el uso de más de tres botones.

Así que, estando en plena vorágine del revival de lo clásico, cuando gente que ayer no se habría ni agachado para recoger a Gilius Thunderhead del suelo hoy se sobreexcita con la mera visión de un sprite, no me sorprendió en exceso que en los recreativos de Port Aventura hubiera, entre la inmensidad de juegos modernísimos, una máquina con aspecto semi-clásico y un montón de juegos semi-antiguos entre los cuales elegir mediante el uso de unos cómodos menús. A pesar de que mi sopresa no fue mayúscula, en ese momento sentí la necesidad absolutamente imperiosa de hacer dos cosas. Una, volver a fumar para poder revivir la sensación de acercarme hacia la máquina del Shinobi ondeando mis suaves melenas y depositar mi cigarro en el cenicero requemao y oxidado con la supremacía de antaño mientras comenzaba una nueva partida en la que no iba a llegar muy lejos. Necesidad que no pude llevar a cabo porque Shinobi no era uno de los juegos de la lista, por desgracia, y porque en realidad no quiero volver a fumar. La otra necesidad fue la de no hacer nada más en toda la tarde y gastar todo mi dinero jugando al Toki, Captain Commando, Final Fight o Neo Mr. Do. Neo Mr. Do? Nunca me gustó el Mr. Do original, y la versión Neo Geo me parece una memez de proporciones bíblicas. Entonces, qué hacíamos Carlos y yo jugando a Neo Mr. Do cuando lo que realmente queríamos hacer era echar una partidica al Snow Bros? Como Neo Mr. Do estaba situado en la lista de juegos justo debajo de Snow Bros, a día de hoy todavía sostengo que Carlos movió la palanca hacia abajo justo antes de yo pulsar el botón de start y posteriormente culpó al destino mientras gritaba «ESTO SE HA JODIDO QUE ME DEVUELVAN MI EURO CAGOENDIOS VAYA FRAUDE». Pero es sólo una teoría.

Al salir de los recreativos de Port Aventura debo reconocer que mi peso había aumentado con respecto al que tenía cuando entré. Y no porque me hubiera cagao de rabia al descubrir que el botón de saltar funcionaba cuando le daba la gana y convirtió mi reencuentro con el Captain Commando en una puta amargura, sino porque tuve la brillante idea de introducir un billete de veinte euros en la máquina de cambios, suponiendo que me iba a devolver dichos cambios de forma inteligente cual camarero que te cambia tu billete para tabaco apropiadamente, y no los veinte euros al completo en monedas de cincuenta céntimos. Gracias a Snow Bros, a Toki y a su puta madre en verso, me vi obligado a pasar el resto de mi estancia en Port Aventura con los bolsillos llenos de monedas, y una silueta corporal con una especie de pistoleras como si fuera mi vecina, que engordó un montón en el transcurso de un verano y nunca supe qué clase de dieta grasa había seguido para llegar a tener semejante culo zeppeliniano. Cuando por fin me vi liberado de semejante cargamento de monedas, que tras pasar por el hotel había optado por acarrear dentro de una bolsita como si llevara un sandwich, el camarero del restaurante japonés se limitó a reírse quitándole hierro a la situación, pero yo sé que en su fuero interno sospechaba que tenía una máquina de falsificar dinero, y digo yo, para qué querría tener tantas monedas falsas a mi disposición si los juegos de ahora son modernísimos y tienen más de tres botones?

Cosa emocionante #14: Chorros de agua a desconocidos

Casi al final de nuestra visita a Port Aventura, cuando el atardecer comenzaba a arrojar sus anaranjados matices sobre nuestras cabezas, nuestros pies comenzaban a estar ligeramente resentidos cual manojo de puerros, y yo personalmente estaba tan hasta los putos cojones de montañas rusas y barcas en las que acababas remojao sí o sí, y luego pillaba frío porque al parecer tengo «termostato de mujer», que creo que es la frase que más me dicen en verano además de «no funciona la web, le habéis hecho algo?», Carlos me insistió en montar en algo llamado «Rápidos», que eran una especie de barquicas que daban vueltas por un riachuelo y en las que «no te mojas nada, como mucho cuatro goticas». Cuatro goticas mis huevos peludos. Cuando bajé de esas barcas estaba tan chipiao como aquella noche que decidí que sería muy gracioso bañarse en el mar con ropa y olvidé que tenía billetes en el bolsillo. Pero hey, no os preocupéis, los billetes se secaron y quedaron como nuevos. No tiréis los billetes mojados, simplemente secadlos. Y eso ha sido una metáfora con un sabio mensaje oculto.

Entre una especie de chorro situado a traición a mitad del recorrido, los salpicones en las caídas, y una especie de surtidor que lanzaba agua hacia tu cara desde dentro de la propia barca al llegar al final del recorrido, con el recochineo más despreciable que he visto en muchos años, salí con un aspecto tan lamentable que cuando una familia nos preguntó con cautela «aquí te mojas mucho, o…?», la mujer exclamó con terror «huy, cómo sale éste!». Porque sí, éste salía chorreando líquidos hasta por los calcetines pero, y los demás? Pues los demás NO. Todo el mundo salía seco, a nadie le salpicaron las caídas, ni el chorro traicionero, ni nada en absoluto, y parecía realmente que nos habíamos montado en atracciones distintas. Pero hey, dice el refrán que «afortunado en mojarse como un puto imbécil con cosas que no mojan a nadie más, desafortunado en….», cómo era aquello? Creo que lo he olvidado. Creo que me lo estoy inventando.

Gracias a dios, por encima del riachuelo por el que navegaban las barcas, y semiescondidas entre un muro de rocas falsas, estaba la venganza. En forma de chorros de agua nada menos, y haciendo auténtico uso del refrán «mal de muchos, consuelo de tontos», que tan contraproducente le pareció siempre a mi madre y tan cierto a todos los resentidos como yo. Con unas pistolas que disparaban chorros de agua, podías chipiar de forma somarda cual comadreja a pobres imbéciles que pasaban montados en su barca por debajo, ajenos al chorro que se les venía encima. No eran realmente pobres imbéciles, pero ya se sabe que, desde una posición privilegiada y mínimamente superior al resto, como en la que nos encontrábamos en ese momento, es fácil que el poder se suba a la cabeza y te haga sentirte todopoderoso durante unos pocos instantes. Las malas noticias eran que disparar con el chorro no era gratis, sino que había que insertar monedas por una ranura para conseguir cierto número de segundos de agua. Y, aunque para entonces tenía todos mis bolsillos repletos de monedas de cincuenta céntimos cuales alforjas de pollino, una de las máximas en mi vida consiste en no pagar nunca por mojar con agua a gente, a no ser que esa gente sea Joan Jett y en vez de agua sea… hey, no me puedo creer que esté escribiendo esto.

Afortunadamente, algún desdichado había insertado algo así como trescientos euros en la máquina de agua y se había ido, tal vez por culpa de una urgencia anal, porque una de las pistolas estaba ahí echando agua a la nada, durante lo que parecieron horas, horas que aprovechamos para remojar a todo bicho viviente que pasaba con su barca por el riachuelo, entre hurras y gritos de «OEOEOEEE», hasta que una niña se indignó y nos mandó a la mierda, y tuvimos que desaparecer de la escena del crimen por el miedo que nos causó pensar en que su padre podía ser similar a Bud Spencer y tal vez apareciera para pedirnos explicaciones.

Y hasta aquí llega otra de las exhaustivas guías de viaje del Escalón Imaginario, haciendo mucho más fácil y amena la preparación de vuestras pequeñas escapadas de fin de semana. Porque sabiendo de antemano las cosas imprescindibles que se deben ver, se sabe también que el viaje va a ser un completo éxito. Fue un éxito nuestro viaje a Salou y Port Aventura? Puede decirse que sí. También puede decirse que no. Porque aquel pájaro, finalmente, no era un robot. Y yo siempre deseé un pájaro robot que pudiera volar hasta el buzón y me dijera si había cartas sin necesidad de bajar yo mismo en persona. Y contarme historias del mundo de los robots por la noche hasta que me durmiera. Un pájaro robot habría sido la solución a mi insomnio.