Viernes a las cuatro de la tarde. Es mi primera semana laboral tras las vacaciones, y el bus de empresa me deposita en la parada habitual, mientras las consabidas frases «feliz finde» o «que vaya bien el finde» se suceden sin que nadie sepa a ciencia cierta si son sinceras. El fin de semana comienza, todavía es una incógnita si va a resultar feliz o infeliz, pero eso todavía no importa porque debo disponerme a entrar en el supermercado antes de ir a casa a comer, debido a que mi nevera está absolutamente desprovista de los tres alimentos fundamentales de mi dieta: birra, mortadela y magdalenas.

Al caminar por los pasillos del supermercado a ritmo de Fondo Flamenco, algo llama la atención de mis pesados párpados y me hace retroceder un par de pasos. Es una botella de litro y medio, tiene dibujada una vaca pseudo-graciosa pero su conenido no es leche, sino que parece algún refresco de cola de esos que saben a flash derretido y te amargan el cubata. No lo es. Me acerco un poco más porque voy sin lentillas y cada día estoy más jodidamente topo, y también porque me ha parecido leer algo que me ha dejado ligeramente perplejo y sospecho que es como cuando leí «marcianos» en una tienda en la que realmente ponía «marquetería». Pero esta vez mi vista no me ha engañado. Es una botella de calimocho, de marca Kukuxumusu. … … Hey, todo sigue en su sitio, no ha ocurrido nada. Estaba convencido de que escribir esa frase iba a provocar la implosión instantánea del planeta y el inicio de su posterior reconstrucción y repoblación por hormigas gigantes con manoplas de lana suave. La cuestión es que la marca Kukuxumusu ha puesto a la venta una bebida llamada Kulumutxu, que no es otra cosa que calimocho ya mezclado, embotellado, listo para abrir y beber al ritmo de la banda de rock estatal de tu elección mientras te kagas en la puta soziedad, y además ha tenido la osadía de denominarlo en su etiqueta como «kalimotxo». Siempre me pareció más majico escribilo como «calimocho», así que me voy a permitir el lujo de prescindir de las kas y las té equis.

Nunca comprendí la gracia de las camisetas de Kukuxumusu, supongo que mi sentido del humor es de otra rama. Una de mis pesadillas más recurrentes solía ser que todos mis amigos se ponían de acuerdo para regalarme camisetas de Kukuxumusu, de colores variados y con diversos animales pintados con colores planos y en situaciones hilarantes. En mi sueño también había un gran pastel con velas, y de él salía Molly Ringwald con un cartel en el que ponía «eat my motherfucking tits, micki». Eso mejoraba considerablemente el sueño. Pero luego una de las velas provocaba un incendio que calcinaba la ciudad al completo y el alcalde me culpaba a mi, lo cual volvía a otorgar al sueño su categoría de pesadilla.
Ésta es, a menos que haya existido otra y yo no me haya enterado, cosa bastante probable, la primera aparición oficial del calimocho como producto unificado, denominado como tal y puesto a la venta de forma oficial. Supongo que todos sabíamos que en algún momento tenía que aparecer, pero no puedo decir que imaginara que iba a ser Kukuxumusu la empresa creadora. Tendría más sentido un kalimotxo marca Reincidentes, Porretas, o Los Suaves si me apuráis. O incluso kalimotxo marca Marea. Podría haberse llamado Kalimarea. Tendría más sentido. Pero calimocho de Kukuxumusu? Qué será lo próximo? Porros ya liados, en paquetes de cinco a 4,99€ y de marca Bershka?

Uno de los guitarristas del grupo en el que toco experimentó durante varios años una especial predilección por las camisetas de Kukuxumusu, creo que sólo se las quitaba para hacer entrevistas de trabajo. Ahora hace ya bastante tiempo que no se las veo, y sospecho que el motivo es que, cuando vio que comenzaban a estar raídas, viejas y llenas de agujeros, las quemó y guardó sus cenizas en una urna de cristal ribeteada en oro para que su espíritu siempre permaneciera vivo. Yo habría preferido que su estética hubiera consistido más en cuero y mallas que en camisetas de kukuxumusu, pero hey, me temo que yo no soy nadie para opinar acerca de la estética de mis compañeros de banda cuando algo me hace pensar que mi propia estética no es santo de la devoción de dichos compañeros. Pero esa es otra historia.

Hablando de fases en la vida, a mi colega Nacho le dio durante una larga temporada por el calimocho, comenzando en los albores de nuestra adolescencia. Era un entusiasta del calimocho, sólamente bebía calimocho, aborrecía la cerveza, catalogaba los bares en función de la calidad de su calimocho y, cuando íbamos de botellón al parque, no permitía que nadie más pusiera sus sucias zarpas en las botellas de Coca-Cola y vinarro y preparara el calimocho, sino que exigía ser él el mezclador oficial. A mi todo eso se me antojaba fantástico porque realmente le salía muy bien, porque me resultaba muy cómodo encontrarme con el calimocho listo para engullir, y porque así todos nos ahorrábamos el trago que suponía el que yo lo mezclara, ya que siempre solía pasarme con el vinazo y al final el resultado era un brebaje imbebible que acababa con una persona como mínimo, generalmente yo mismo, vomitando en un garaje. Ahora Nacho bebe ron con cola y limón exprimido, es igualmente tiquismiquis con sus mezclas y hace ya bastantes años que dejó atrás su pasión calimochera.
Recuerdo una vez que alquilamos una bicicleta de esas que hay en el parque en las que pueden montar cuatro personas y nos dimos la gran ostia padre bajando por una traicionera cuesta llena de césped y piedras. Recuerdo unas fiestas de nuestro colegio en cuya verbena acabamos coreando Born in the USA como si nuestro futuro dependiera de ello. Recuerdo docenas de noches conversando animadamente con él acerca de amores de adolescencia mientras me sableaba cigarro tras cigarro. Recuerdo un montón de cosas que me hace feliz recordar, y todas ellas solían tener como denominador común o eje central el calimocho de Nacho. Si en ese momento hubiera existido el calimocho Kukuxumusu, tal vez todo habría sido muy distinto y ya no recordaría anécdotas. Ya no habría sido «el día que fuimos a comer al parque con el calimocho de Nacho», lo cual por cierto suena realmente muy musical y tal vez debería convertirse en marca comercial, sino «el día que fuimos a comer al parque con el Kulumutxu». Ya no habría sido «aquella noche que», sino «un día hace un huevo de años que».

El Kulumutxu está muy bueno, lo comprobé ayer mismo con mi colega Carlos mientras veíamos Robocop y descubríamos que la agente Lewis es muy majica en el 90% de las escenas, mientras que en el 10% restante tiene cara de vieja. Sabe a la mezcla perfecta de vino y coca-cola que todos ansiamos conseguir cuando empuñamos ambas botellas y nos disponemos a pillar la cogorza del mes. Ni mucho vino, ni poco. Ni fu, ni fa, ni fuck. Ni pinto, ni baldemoro. Y ciertamente el calimocho embotellado nos habría venido de perlas a Carlos y a mi hace escasamente tres semanas, cuando para la noche de San Juan decidimos hacer unos calimochos a la antigua usanza y lanzar nuestros recuerdos nefastos a las hogueras en paz y armonía, pero casi se nos cayó el mundo al suelo cuando llegamos al hotel y recordamos que no teníamos ni vasos, ni botellas vacías para mezclar, ni forma humana de introducir hielos por el minúsculo cuello de una botella de Coca-Cola. Sí, el Kulumutxu habría ayudado bastante en ese desesperado momento, y me habría privado de asistir a toda una sesión de ingenio por parte de Carlos que incluyó disección de cartones de Don Simón, demostración in situ de la teoría de los vasos comunicantes, y rediseño de cubitos de hielo, culminando en la misión cumplida de poder asistir justo a tiempo a las hogueras de San Juan, calimocho playero en mano. Por eso, mi nota y mi veredicto final al Kulumutxu es: suspenso. El mundo no necesita Kulumutxu.