En la primera parte de esta innecesaria crónica, se narraron los antecedentes y la visita del Escalón Imaginario a Coleccionea, el 5º Mercadillo del Coleccionismo. Ahora, sin más dilación, es momento de hablar de…

Revistas Jevis

Hubo una época, no hace mucho, en la que me sentía absolutamente incapaz de ir al baño si no tenía entre mis manos una revista jevi vieja para leer mientras. Y realmente no sé qué habría sido de mi si de repente todas mis revistas hubieran ardido en un incendio, porque en este caso «ir al baño» es un eufemismo de «cagar». Oh vaya, a la mierda, nunca mejor dicho, toda la sutileza que había conseguido por una vez en la vida. Afortunadamente, mirarme las uñas ha desbancado totalmente a leer revistas jevis viejas como mi principal actividad una vez en el trono porque, ya sabéis, nuestras vidas están dominadas por las modas pasajeras.

Pero este cambio de hábitos no ha provocado un desinterés por las revistas jevis viejas, oh no señor. Me encantaban antes y me siguen gustando ahora, y de hecho compro muchas más revistas viejas que nuevas, principalmente por el hecho de que nuevas no compro ninguna, ya que me hacen sentir fuera de onda porque la mayoría de los grupos que salen me la soplan. En cambio, en las revistas antiguas aparecen todos esos grupos de los ochenta con los que crecí en los noventa porque sí, era anacrónico incluso de adolescente. Fotos, posters, entrevistas… todo ello con el sentimiento de supremacía que otorga el saber qué fue de todos esos grupos, cuáles existen, cuáles se volatilizaron para siempre de la faz de la tierra, quiénes mintieron al declarar que su próximo disco iba a ser «un regreso al sonido más clásico de la banda» y luego se vendieron al grunge de la forma más cochambrosa, y quiénes están gordacos o calvetes hoy en día a pesar de que en 1986 lucían figurín. Es como asistir a una boda sabiendo cuándo va a ser el divorcio y qué día de la semana va a morir el cura.

Mis favoritas son las revistas extranjeras, y principalmente me decanto por la Kerrang inglesa por eso de que realmente puedo leerla, no como si se trata de una Metal Hammer alemana y sólo puedo mirar las fotos, asentir, e inventarme entrevistas en mi cabeza con lo que me gustaría que opinara Klaus Meine acerca de la inseminación artificial, pero si caen en mis manos revistas españolas como fue el caso en esta feria, tampoco les hago ascos porque son un mundo completamente diferente.
Entre Carlos y yo hicimos feliz al vendedor, quien seguramente pensaría que jamás se libraría de esas docenas de revistas jevis de años difíciles para el metal, como fue la época de principios de los 90, cuando el glam y el hard rock iniciaban un rápido descenso en picado hacia la mierda, el grunge, los jerseys sosainas de lana gris y las boticas Doc Martens se imponían como modelo a seguir, y un montón de cantantes clásicos de bandas claves abandonaban dichas bandas para fracasar como simios.

Las revistas que tenía este buen hombre a la venta eran ejemplares de Rip, Metal Hammer, Rock Power y algún especial de la Heavy Rock, todas ellas de entre 1991 y 1993, que no es mi época favorita para revistas viejas pero me resulta igualmente interesante saber qué se cocía por aquellos años. Esa época me precede sólo ligeramente, porque creo que compré mi primera revista jevi en el verano de 1994, cuando mi fiebre por Iron Maiden iniciada alrededor de 1992 se abría poco a poco a muchos otros grupos y a lo que me parecía un mundo fascinante por descubrir. Y en la era pre-internet, que es una frase de viejo y soy totalmente consciente pero no me importa porque NO SOY VIEJO, ME OÍS? TODAVÍA VOY AL CURRO EN VAQUEROS Y PIDO LITROS DE CALIMOCHO EN LOS BARES. En la era pre-internet, las revistas jevis era la forma que tenía de saber, dos meses después de haber ocurrido, cómo había sido ese festival al que no había podido ir porque tenía trece años y a mi madre no le parecía una gran idea que me fuera solo a un concierto en Madrid. Las revistas, las tiendas y los programas jevis de radios libres eran la única forma de averiguar si había salido por fin el nuevo disco de Helloween con el nuevo cantante ese rubico, tras la marcha de Michael Kiske y que supuestamente iba a ser «un regreso al sonido más clásico de la banda» (en ese caso fue relativamente cierto), o de conocer de primera mano la rumorología sobre quién iba a sustituir a Bruce Dickinson en Iron Maiden, durante aquellos meses en los que incluso se barajaba absurdamente el nombre de Paul Di’Anno (cosa que, por desgracia, creo que jamás tuvo un mínimo de veracidad, y ahora me dan pena todas esas cabras que sacrifiqué como tributo a los dioses del rock para que fuera cierta).

A pesar de las constantes acusaciones de favoritismo y falta de rigor que solía recibir, estuve comprando la famosa Heavy Rock durante un buen puñado de años y era mi favorita, principalmente por la sección de cartas y testimonios de los lectores que venían y creo que todavía vienen detrás de los posters, gracias a los que hice unas cuantas amigas por carta y me sentía plenamente satisfecho por ello. Otro de los grandes pluses de la Heavy Rock era que sus contenidos estaban creados y redactados por un equipo español y, aunque suene a obviedad, se podía leer Y entender al mismo tiempo. Por qué digo ésto? Pues porque al comprar estas revistas en la feria del coleccionismo recordé la morralla infame que aparecía en los kioskos por entonces, que incluso yo tuve la desgracia de sufrir y que gracias a dios bendito se fue difuminando a mediados/finales de los noventa para por fin desaparecer. Revistas como precisamente éstas, Rip y Rock Power, así como Kerrang y Metal Hammer en sus comienzos, era con lo que tenían que lidiar los pobres jevis del momento, y constaban de una serie de artículos, entrevistas y críticas de discos traducidos de sus equivalentes ediciones de Estados Unidos o Inglaterra. Todos hemos intentado, ilusionados, traducir al español alguna página web en alemán utilizando uno de esos traductores online tipo Babelfish o similares. Y a todos se nos ha quedado la misma cara de comer pavías al tratar de descifrar las extrañas frases tipo «es una bando de la roca que proviene de sur de zona costa allá en 1981, pero más no dijeron que lo hacía en sonido, haha! aunque.». Pues bien, estas revistas «edición española de la mejor revista de metal del Reino Unido» conseguían un efecto muy similar al logrado por Babelfish… muchos años antes de la existencia de Babelfish! Y eso sin hablar de los gazapos. Por este motivo podemos considerar a Rip y Rock Power pioneras sin ningún tipo de duda. Supongo que, apostando por la difusión de la filosofía y el pensamiento por el mundo del metal, Rock Power y Rip consiguen que, tras leer una entrevista a Mötley Crüe, necesites un período de soledad y meditación de al menos dos días de duración para asimilar el texto y entender una pequeña parte del mismo. Oh, y Rock Power también logra la hazaña de escribir incorrectamente la totalidad de los nombres propios que figuran en ella.

Revista Popcorn

Aunque estaba en la misma pila de las revistas jevis, seguramente por tener en portada a Axl Rose con cara de dubitativo, he optado por diferenciar a Popcorn del resto porque es, efectivamente, diferente. No es una revista jevi ni mucho menos, pero por lo que veo llegaron a ocurrir dentro de sus páginas algunas inesperadas amalgamas, imagino que para contentar a ese tipo de público denominado «jevi pijo» que hubo, hay y habrá. Todos hemos conocido a un jevi pijo, se caracterizan por declarar en público su amor por Guns N’ Roses pero bajar la mirada en silencio cuando se les pregunta por Duff McKagan. Suelen comentar entre cañas con limón que las mejores baladas las hacen los jevis y que les gusta el jevi pero el jevi bueno como Scorpions, no esos otros grupos que son todo gritos y ruidajos.

Cuando yo no era un jevi pijo, sino un crío imberbe de once años, me hallaba en plena obsesión por Michael Jackson y me molaban mucho Roxette. Sí, ROXETTE, y todavía me gustan, y además no es porque me parezca majica la cantante, que siempre pensé que tenía cara de vieja. La revista Popcorn me hacía feliz porque se las apañaba para tener en portada un mes a Michael Jackson y el siguiente a Roxette, así como cuarenta reportajes, posters y pegatinas tanto de uno como de los otros en cada número, o al menos así lo recuerdo durante el corto lapso de tiempo en el que la compré. Mi hermana, que por entonces contaba con quince años y era fan de Alejandro Sanz, Modestia Aparte y Chesney Hawkes, compraba la revista Super Pop, yo compraba la Popcorn, y luego en el fondo ambas eran similares pero a mi siempre me pareció un poco más seria la mía, ya que salían menos grupos moñazas tipo Platón o Terapia Nacional, dejando espacio para sobredosis de Michael Jackson, Roxette y cosas que tenían un poquitín más pinta de cool como 4 Non Blondes, Kriss Kross, MC Hammer y Dr. Alban. Que me perdonen los arcángeles del acero por haber escrito en plena posesión de mis facultades que el Dr. Alban era mínimamente cool.

Yo no lo recuerdo porque además no las habría conocido pero, según me demuestra este número, Popcorn abría sus horizontes informativos y daba cabida entre sus páginas a artículos sobre Guns N’ Roses, Red Hot Chili Peppers e Iron Maiden. Iron Maiden! Con un poster de regalo nada menos! Creo que en alguna de sus profecías, Nostradamus se refirió a la llegada del fin del mundo en la forma de un poster que tendría por el anverso a Iron Maiden y por el reverso a New Kids On The Block. Los posters por desgracia ya no formaban parte de la revista cuando la compré, adornarían las paredes de su anterior dueño o dueña. La gran pregunta es ¿sería este anterior dueño o dueña un jevi pijo o pija? A juzgar por la escasa maña que se dio rellenando el crucigrama que viene en una de sus páginas, apuesto a que sí.

Las páginas referentes a Guns N’ Roses están arrancadas, así que jamás sabré a qué se refería ese titular en portada que reza «el duro Axl Rose llora en casa», aunque sospecho que se trataba de esa vez, durante la gira de los Use Your Illusion, en la que alguien lanzó al escenario una especie de colmillo gigantesco de ballenato y Axl tuvo que parar el concierto y adoctrinar a los asistentes como si fueran niños de cinco años con síndrome de Down. El artículo sobre Red Hot Chili Peppers es interesante porque documenta ese corto y extraño período de la banda que transcurrió entre la marcha de John Frusciante y la entrada de Dave Navarro, cuando el puesto de guitarrista fue ocupado por un tal Arik Marshall. Por desgracia, todo el reportaje hace aguas cuando Popcorn declara que algunos de los cinco discos de Red Hot Chili Peppers que llevaban editados hasta entonces se llaman Ugly Kid Joe, Faith No More y Living Color (sic). Hey, qué cacao llevaban. Pero no pasa nada, de pequeño yo confundí durante un tiempo a Manuel Martínez de Medina Azahara con James Hetfield de Metallica y aquí estoy en una posición más que digna.

Muñecos de goma

Si hay algo que me fascinaba cuando era pequeño, eran los muñecos de goma, o de PVC, o del material que quiera Blas que estén fabricados, ya que yo los llamaba simple y llanamente «muñecos de goma» en uno más de los alardes de creatividad a los que os tengo acostumbrados. Los había (y los hay todavía por lo que veo en los escaparates, sobreviviendo al paso de los años) de todas y cada una de las cosas mínimamente relevantes en la cultura pop, todas las series de dibujos animados tenían su edición de muñecos de goma, todos los personajes de películas e incluso absolutamente todas las mascotas, desde las de las olimpiadas hasta de las marcas de galletas. Utilizando cuando salíamos a pasear la técnica de amenazar a mis padres con no volver a casa y apuñalarme el estómago con una rama podrida e infectada con el virus del moquillo hasta que me compraran un muñeco de goma, mi colección creció enormemente en varios años, y permanece intacta, aún después de todos estos años, dentro de una bolsa en el armario destinado a «cosas que conseguí amenazando con el truco de la rama infectada». Excepto, por supuesto, mi muñeco favorito, que era una reproducción perfecta del logo de Cazafantasmas y que me compró mi madre cuando fui a verla con mi amigo Marcos en 1985. A ver la película, claro está, no a mi madre. Cuando, hace ya bastantes años, redescubrí mi bolsa de muñecos y repasé mi fabulosa colección me encontré con que, mientras todos estaban en excelente estado de conservación, el de cazafantasmas había adoptado por motivos que desconozco una extraña tonalidad gris cuando en otros tiempos fue blanco. Lo repinté y barnicé con toda la habilidad de la que fui capaz, sólo para conseguir que a los pocos meses hubiera adoptado de nuevo extraños colores, esta vez naranjas y en zonas desiguales, dando un aspecto al pobre fantasma de ir vestido de camuflaje para pasar desapercibido en una puta frutería. En ese momento supe que alguien onmipresente, en algún recodo de los cielos infinitos, me odiaba.

En la feria había docenas, cientos, miles de muñecos de goma presuntamente «de los de entonces», entendiendo «de los de entonces» como pre-1992 por ejemplo. O sea, viejos. Sí, habéis atado cabos correctamente, las cosas post-1992 me parecen nuevas. Digo presuntamente porque no tuve la oportunidad de hacer la prueba del carbono 14 a ninguno de ellos, pero la mayoría tenían efectivamente aspecto de ser «de los de entonces», ya que dudo que en el año 2010 se fabriquen muñecos de la hormiga Ferdy.
Había tantos, que las opciones eran limitarse a comprar dos o tres, o llegar a casa con quinientos y arrojarlos al fondo del armario como quien lanza un saco de patatas con desgana, así que opté por la opción de adquirir dos o tres, pese al complicado proceso selectivo, en el que parecía que estaba eligiendo una carrera decisiva para mi futuro en lugar de un maldito muñecajo de goma. Uno de los afortunados fue un Snorkel amarillo con los cascos puestos y aspecto de estar felizmente escuchando alguna canción bailable de Elvis Costello, supongo que me sentí identificado ya que yo también acostumbro a bailar con canciones de Elvis Costello por la calle, cuando es muy muy de noche, hay muy muy pocos transeúntes y estoy muy muy borracho. No recuerdo que el hecho de que los Snorkels tengan un símbolo fálico a modo de trompetilla respiratoria provocara indignación y revuelo en la sociedad tal y como lo hizo la fisonomía de los Teletubbies años después pero, mirando a mi Snorkel, no puedo pensar en otra cosa más que en falos, y eso me incomoda ligeramente. Supongo que las asociaciones de padres tenían otras cosas mejores a las que dedicar sus esfuerzos en 1987, como los punkies y aquella mortadela con la cara de Mortadelo que resultó ser más nociva para el estómago que comer piojos.

Otro muñeco que tuvo el honor de mudarse a mi hogar fue un zombie perteneciente a una colección de muñecos de mónstruos editada por Comansi, bajo el original nombre de Súper Mónstruos, colección a la que pertenecen otros Súper Mónstruos como Drácula, Pirata, Esqueleto, Caballero Errante, Fantasma, Hombre Lobo, Hombre Mosca y Frankenstein. Hey, eso no tiene mucho de Súper, son los mismos mónstruos genéricos que llevamos viendo aquí y allá desde que el mundo es mundo. Si esos son los mónstruos Súper, no quiero ni imaginar cuáles serán, bajo los mismos criterios, los mónstruos Standard. Tal vez el Hombre Sepia y el Mono Enfermo. Cabe destacar que la colección también incluye a Freddy Krueger, pero no han utilizado su imagen sin pagar ni dos céntimos de derechos como era de esperar, sino que su página en el minicatálogo de mónstruos disponibles que se adjunta incluye un texto de copyright de New Line Cinema. Aún así, han conseguido cagarla y lograr que el muñeco sí parezca realmente pirata colocándole un guante con cuchillas en cada mano, en lugar de sólamente uno como debería ser. El dibujante debe ser de esos que van a comprar fruta al supermercado, mediante el sistema ese en el que tú mismo te pesas la fruta y sacas una pegatina con el precio para pagar en caja, se apoyan sin querer en la balanza, y los putos cien gramos de uva garnacha les salen el triple de caros.
El zombie no está mal, aunque cuando lo saqué de la bolsita deseé haber escogido el fantasmón con sábana, ya que el paso de veinticinco años había provocado que el pobre zombie tuviera las piernas semi-entrelazadas como cuando te entra un ataque de diarrea extremadamente líquida y no divisas un baño cercano. Al menos los fantasmas con sábana no tienen piernas visibles e imagino que será más complicado que te salga un muñeco deformado que no se tenga en pie y te haga maldecir tu puntería.

La última elección fue uno de los trolls de la serie de David el Gnomo, aquel que no era el jefe ni el que tenía un moco en forma de burbuja emergiendo por su nariz a cada momento. O sea, el más soso, pero también el único disponible, ya que el dueño del stand en cuestión nos comunicó que el del moco era considerablemente más difícil de encontrar que cualquier otro, pero que todavía existía otra figura de la serie más complicada de localizar, nada más y nada menos que Swift, el famoso zorro amigo de David que le salvaba el culo al menos dos veces por capítulo. El dueño del stand nos comentó que ni siquiera él lo había visto, así que sólo cabe suponer que el zorro Swift es una especie de mito equivalente al negro nazi que supuestamente hay en cada ciudad pero que nadie ha visto, extrapolado al mundo de los muñecos de PVC. Dicho dueño, con un catálogo de figuras de unas mil quinientas páginas en mano, colmó a Carlos de detalles y diferencias entre las distintas versiones belgas, alemanas y españolas de los muñecos de Gizmo, mientras que Carlos realmente sólo quería cualquier Gizmo que se pareciera remotamente a Gizmo, aunque hubiera sido fabricado en Andorra-Teruel.

Cromos

Ya hemos hablado sobre los cromos en alguna ocasión, y muy probablemente volveremos a hacerlo en un futuro cercano, pero pocas cosas resultan tan reconfortantes como encontrar sobres de cromos de colecciones que hiciste de pequeño, que no han sido abiertos en más de veinticinco años, y pagar un euro por sobrecillos que en su día valían cinco pesetas. Hey, si un Van Gogh se revaloriza con el paso de los años, por qué no iba a hacerlo un sobre de cromos del Coche Fantástico? O es que Michael Knight no se lo merece porque nunca tuvo valor para amputarse la oreja?

Uno de los stands tenía unos cuantos sobres de cromos variados a la venta, y la simpática mujer del dueño me comentó que el día anterior tenían muchos más, pero que había aparecido un tío, había arramplado con la mayoría, y esos eran los únicos que les quedaban. También me dijo entre risas que ella le preguntaba a su marido que quién iba a ser capaz de comprar sobres de cromos viejos, pero que al ver que aquel tío se llevaba casi todos, comprendió que realmente había gente para todo en este mundo. Es una extraña mentalidad para alguien que se dedica a la compra-venta de articulos antiguos de colección, y tal vez no se trata de la conversación más apropiada con los clientes en una feria del coleccionismo. Como ya sabéis que yo no soy un coleccionista propiamente dicho, la verdad es que me hizo gracia, pero entonces comprendí por qué stand había pasado aquel hombre de cincuenta y dos años que lloraba amargamente en un rincón.

Me llevé un par de sobres del Coche Fantástico, uno de algo llamado «Las Artes Marciales», otro de «Adhesivos de Artes Marciales» (con lo cual, es de suponer que el cliente del día anterior no estaba demasiado interesado en los misterios marciales de oriente), y una moñez denominada «El Tesoro de los Wuppies» que me causó una gran curiosidad pero que tuve que colocar debajo de todos los demás al pagar por si alguien me estaba observando.
Tal vez habría podido conseguir sobres de cromos de colecciones más dignas si hubiera acudido a la feria el sábado, antes que aquella persona anónima que había comprado decenas de sobres variados, en vez de invertirlo inventando el carajillo de peppermint en un parque. Qué malo estaba, dios mío.

La colección del Coche Fantástico realmente la hice cuando era pequeño, lo que no recordaba era que en cada sobre sólamente vienen tres cromos de cartón con fotogramas aleatorios de la serie, y que detrás de cada uno hay una frase explicativa de cada fotograma, en gran medida inútil. Quiero decir, leer detrás de un cromo la frase «Michael y Devon cambian impresiones» es como si le das la vuelta a la Gioconda y pone «esta mujer está sentada y te observa con expresión ambigua; tal vez se trate de un hombre». Innecesario. A pesar de todo, cuando tenía cinco años me causaba una impresionante emoción poseer doscientos cromos de Kitt visto desde diversos ángulos, mientras que ahora tres ya me parece que rozan lo excesivo. Tal vez porque a los 5 años esperaba que en 2010 ya habría conseguido sacarme el carnet de conducir y no ha sido así.

Adhesivos Artes Marciales contiene dos pegatinas que han pasado a engrosar la larga lista de mierda pegada en mi tocadiscos y que, aparte de kanjis japoneses inventados, también muestran a hombres de piel naranja practicando lo que suponemos son variadas disciplinas de lucha.
Similares pero más interesantes son los cromos de la otra colección, «Las Artes Marciales», por el simple hecho de que el sobre contiene un chicle de los años en los que llevar pelo largo todavía estaba considerado «de jipis». Aunque lo que voy a decir suene a diálogo de película porno de esas tan mediocres que incluso mientras la veías tenías la sensación de estar perdiendo tu tiempo, creo que no había visto algo tan duro en toda mi vida, y estoy convencido de que, si fuera correctamente lanzado hacia la sien de alguien, ese alguien podría morir. Me gustaría poder contaros si traté de comérmelo o a qué sabía después de treinta años dentro de un sobre de papel, pero mi psicoanalista me desaconsejó hablar de ello aquí. Tal vez la próxima vez.

Los Wuppies son unos personajes desconocidos para mi, y muy probablemente deseo que así siga siendo. Promocionados por el Padre Abraham, creador de la canción de Los Pitufos y sorprendente clon de uno de los conductores de mi bus de empresa, se trata de una especie de bolas de pelo de colores con ojos saltones e inexpresivos, pies sin sus respectivas piernas, y nombres más aptos para los miembros de una banda de Latin Kings, como Chico, Abro, Doro y Hemo. Los cromos parecen dibujados sin ganas, las mismas con las que estoy escribiendo sobre ellos y, al parecer, coleccionándolos podías ganar fabulosos premios como «relojes de cuarzo» y monopatines, regalos que no me causan demasiada impresión porque no llevo reloj desde 1998 y la última vez que monté en un monopatín perdí varios de mis dientes frontales dentro de un ladrillo.

Calcomanías

Cuando era pequeño, desarrollé un pequeño sistema para saber actuar de cara a las relaciones interpersonales que todavía practico a día de hoy. Al conocer a alguien nuevo, no me importa su raza, ni su estatus social, ni sus creencias religiosas, ni su orientación sexual, ni su olor de pies. Lo que realmente decide mi posterior comportamiento es la forma en la que pronuncia la palabra «calcomanías». Ya en los albores de mi existencia, descubrí entusiasmado que en la vida había tres tipos de personas. Las que decían «calcomanías» eran totalmente de fiar. Con las que decían «calcamonías» tenías que andarte con algo más de ojo. Y de las que decían «calcamunías» tenías que huir como de la peste bubonicoanal. Gracias a mis absurdas teorías falsas, ahora no tengo amigos porque, curiosamente, los que decíamos «calcomanías» normalmente éramos minoría. Por qué? Sólo el viento lo sabe, amigo Lázaro.

En los tiempos que corren en cuanto a tendencias, en los que si no tienes un piercing encima del labio y una manga entera llena de tatuajes no mereces el aire que respiras, no pude resistir la tentación de tener los míos propios, aunque falsos, adquiriendo una simpática bolsita de calcomanías llamadas Tatuín. Tan simple y tan directo al mismo tiempo. Según el criterio de los creadores de estas calcomanías, si estuvieran vendiendo huevos los habrían llamado Huevín, y si lo que ofrecieran fuera vino tinto tal vez lo habrían bautizado como Tintí… oh vale, eso no ha tenido ni puta gracia. Las calcomanías de Tatuín son tan misteriosas que están ocultas, y no sabes con certeza qué te vas a transferir hasta que levantas el papel protector de una de ellas. Pero por lo que pude ver, se trata de animales de colores, flores de colores y gaviotas de colores, similares a las que llevaba Leticia Sabater cuando presentaba un programa para niños a los treinta y siete años e intentaba dar aspecto juvenil.

Como bien recordaréis, el sistema de aplicación de las calcomanías era bien sencillo. La colocabas en la superficie deseada de tu piel, habitualmente en el dorso de la mano, le aplicabas un chorro de agua y, al levantar el papel, la calcomanía se había milagrosamente transferido a tu mano. Recuerdo que había algunos niños bastante repugnantes que trataban de aplicarse calcomanías utilizando para ello su propia saliva en lugar de agua, pero esos eran de los que decían «calcamunías». También recuerdo que, una vez la calcomanía estaba en tu mano, a los veinte minutos estaba arrugada, en relieve, medio rota y con el dibujo irreconocible, siendo esos restos absolutamente imposibles de retirar ni usando un soplete y aguarrás. Así que, dispuesto a experimentar de nuevo toda la magia de las calcomanías pero sin la intención de parecer un subnormal al día siguiente en el curro, realmente me llevó un buen rato decidir cuál iba a ser la parte de mi cuerpo encargada de portar semejante estigma. Pensé en ponérmela en las pelotas, pero ciertamente me habría sentido muy miserable haciéndolo, y también barajé la opción de colocármela en la mano, sin importarme el qué dirán, pero realmente no quiero que el mundo exterior me vea con un caracol azul en la piel. Así que opté por un pequeño hueco en la parte interior del brazo, justo al lado del sobaco, que es una zona de mi cuerpo en la que la gente en general no suele reparar demasiado.

Desgraciadamente, ¡oh decepción!, descubrí en mis propias carnes, nunca mejor dicho, algo para lo que nadie me había preparado: las calcomanías de 30 años de antigüedad pierden sus mágicas propiedades de transferencia y, tras siete u ocho intentos, lo máximo que conseguí fue plasmar el ojo de un perro naranja al lado de mi sobaco. Y todavía sigue allí.

Telekitos

Los tuve. Los tuve y los recordé con una innegable emoción en el momento en que los vi, ahí apilados con suavidad junto a un expositor de relojes de plástico con anisetes rancios dentro. No, realmente nunca los había olvidado y pienso en ellos de lunes a viernes y solamente descanso los fines de semana gracias a las drogas de diseño. Telekitos era una editorial misteriosa de productos variados que no vienen al caso y además desconozco, cuyo buque insignia y creación más famosa eran unos transferibles que consistían en lo siguiente: cada paquete incluía una hoja de papel con un escenario vacío de personajes, y otra hojita de una especie de papel vegetal con todos los personajes y motivos decorativos y ornamentales apiñados como aquella vez que pensamos que sería gracioso ir a pasar el fin de semana a Figueras y alojarnos siete personas de estrangis en una habitación doble de un hotel de por sí escaso de medios. Tenías que colocar el personaje u objeto de la hojita de papel vegetal en la posición del escenario en la que querías que se quedara marcado y, utilizando un lápiz, pintabas sobre toda la superficie del personaje. Al levantar la hojita… voilà! Dicho personaje había desaparecido del papel vegetal y había quedado adherido al escenario.

Durante la época dorada de este sistema, existieron varias editoriales y colecciones distintas y, técnicamente, la idea era ofrecer a los alegres niños en pleno proceso formativo un amplio abanico de posibilidades y creatividad para crear libremente sus propias aventuras, desarrollar una personalidad individual, formar un criterio propio y no acabar a los veinte años en la playa llevando los calzoncillos asomando por encima del bañador porque «es la moda». En realidad, estos transferibles no eran más que un pequeño premio de consolación mediante el cual, los miserables criajos que eran absolutamente negados para el arte e incapaces de dibujar ni siquiera un sol aunque sus vidas dependieran de ello, podían llegar a sentir al menos por una vez en sus vidas que estaban «dibujando». Ya sabéis, como la gente que chatea con otra gente que no conoce en persona, les envía fotos falsas o primerísimos planos, y siente que se está «enamorando».

De todas formas, aunque yo sí sabía dibujar de una forma en cierto modo potable, los Telekitos y derivados me fascinaban, y tenía una amplia colección que en estos momentos imagino que estará en un sitio parecido a aquel mechero que se me cayó desde la montaña rusa de las ferias en pleno descenso vertiginoso hace muchos años. Joder, me encantaba ese mechero. Era rosa fucsia. Nadie de sexo masculino tenía nunca la suficiente fuerza de voluntad para robármelo. Creo que las chicas tampoco. Desde entonces, siempre compro cosas en color rosa fucsia, si está disponible. O las pinto con spray. Volviendo a los Telekitos, tuve algunos de otras marcas que representaban escenas tipo «aeropuertos» o «carrera de motos», en los que me encantaba representar memeces como un controlador aéreo sentado en el ala de un avión o una moto encima de una nube. De la marca Telekitos recuerdo que existía una colección de Fraggle Rock y otra de Los Pequeñecos, serie de dibujos animados que me ponía realmente enfermo pero cuya versión en transferibles podía tolerar porque estaban callados y no tenía que soportar ese histriónico doblaje sudamericano que me provocó más de una erupción subcutánea.

En un stand había unos cuantos números de la colección de Los Pequeñecos, nuevos y sin abrir, e incluyendo la fabulosa careta que venía en cada uno de ellos y mediante la cual podías jugar durante cinco minutos a ser un Pequeñeco con gafas de culo vaso y una especie de rastas, hasta que se rompía la gomita y la diversión tocaba a su fin. De los que había disponibles, opté por «¡Ave César! Los Pequeromanos te Saludan», principalmente porque este verano están de moda las sandalias con aspecto grecorromano y me resultan más sensuales que las flip-flops con las que camina la gente haciendo ruido y creyendo ser alguien. Aunque creo que debería ser Pequerromanos, así con dos erres. Hey, inventar una nueva palabra no está reñido con cumplir las reglas de la ortografía. Pero lo dejaremos pasar, ya que en 1986 el mundo no sospechaba que en el año 2010 en vez de coches voladores habría un retrasado escribiendo sobre infracciones ortográficas en unos jodidos transferibles.
Mientras debatía con mi colega Carlos si debería optar por el episodio de los Pequerromanos o tal vez por el de los Tarzañecos, ya que sonaba más gracioso, y él me argumentaba que lo que debíamos hacer era salir de allí de una buena vez, ya que llevábamos cinco horas decidiendo entre objetos intrascendentes, apareció un espontáneo que me sacó repentinamente de dudas.

Un tipo de una cierta edad que superaba los cuarenta pero no llegaba a los cincuenta se nos acercó comentando estas mágicas palabras, y cito textualmente: «eso son Telekitos, son algo acojonante. Una pasada».
Oh venga, vamos, ¿algo acojonante? ¿UNA PASADA?. Vale, está bien, a mi me parecían fabulosos cuando tenía seis años y abría cada nueva adquisición con gran emoción, pero ni siquiera mi yo de 1986 los habría denominado como ALGO ACOJONANTE. Hey, Además mi abuelo me habría azotado en la espalda con aquel bastón de madera que terminaba en punta por decir tacos, como aquella vez que insinué que Don Pimpón caminaba de forma forzada y se inventaba los viajes. Dudo que Carlos y yo fuéramos los únicos privilegiados que recibiéramos los sabios comentarios de aquella persona, y no pudimos quedarnos para
comprobarlo porque nos da miedo la gente que define tontadas como «algo acojonante» y emigramos del lugar de los hechos antes de dar pie a intimar más, así que sólo queda imaginar el resto de incisos que ofrecería a gente aleatoria, mientras daba vueltas por la feria, del tipo «oh, cromos de la Abeja Maya, son una puta maravilla, una vez me pegué uno en el ano y estuve cagando bolitas con la cara de Flip durante tres días». O «eso es una pistola de agua. Jodidamente increíble. Prueba a llenarla de orina y me cuentas».

Sobres con Juguetes de Plastiquete Malo dentro

Estaba guardando lo mejor para el final, sin saber realmente si se trataría de lo mejor, ya que se trata de tres enigmáticos sobres cuyos contenidos sólo conocen esos curanderos africanos que te ofrecen tarjetitas por la calle, saben leer tu futuro en los posos del café de máquina y tienen nombres complicados como Profesor Doctor Amuyaaranoabi. Y como no me siento con el valor suficiente como para acudir al Doctor Amuyaaranoabi porque seguro que me vaticina un futuro nefasto, será mejor que los abra yo mismo y os exponga sus contenidos en primera persona.

Este tipo de sobres tal vez me precedan, pero si realmente lo hacen será por una ligerísima franja de tiempo y no me extrañaría nada que se hubieran seguido fabricando hasta mediados de los años ochenta, ya que recuerdo vivamente a mis sufridos padres comprándome alguno de ellos en el kiosco de las revistas para que me callara y dejara de hablarles de la inminente hegemonía extraterrestre que íbamos a presenciar en muy pocos años. Todavía estoy esperando su llegada.

Si no recuerdo mal, cada uno de estos sobres contenía unas miserables figuras de plástico, con suficientes rebabas como para hacerte un collar, que perdían su gracia a los tres minutos de observarlas en detalle y terminaban encima de la mesa de la cocina mientras tú preferías estudiar los patrones de vuelo de un abejorro muerto antes que seguir jugando con ellas. Pero esos títulos… esos diseños… ¿»el oso del bosque»?, ¿»Hipermaxim’s»?. Debo averiguar de primera mano qué clase de zarrio tuvieron a bien meter dentro de un sobre cuya única indicación es un niño epiléptico dibujado que dice «crac, crac». Pero eso merece un artículo nuevo e independiente del Escalón Imaginario que aparecerá muy pronto en vuestros internets, por dos motivos. Uno, que estoy sinceramente hasta los cojones de escribir. Y dos, que me ha parecido que mi pequeño pulsar está recibiendo por fin señales extraterrestres. Por fin. Llega la hegemonía, amigos. Llega.