Me mudo. No de ropa interior, sino de lugar de residencia. De ropa interior también, pero con algo más de frecuencia que de casa, lo cual lo convierte en un hecho no demasiado apasionante ni digno de ser reseñado aquí. En cambio mudarse de casa es algo no tan habitual, a no ser que seas una ladilla, un piojo, o algún otro ser errante similar. Bien, tal vez debería decir que «me mudaré», ya que se trata de un hecho que ocurrirá en un futuro relativamente cercano, y por relativamente cercano me refiero a que en un lapso de no más de cuatro meses debería haber dado el salto de mis vecinos actuales que van de graciosos, me preguntan cosas en el ascensor de las que no quiero hablar y sospechan que soy yonki, a nuevos vecinos que seguramente irán de graciosos, me preguntarán cosas en el ascensor de las que no querré hablar, y sospecharán que soy yonki. O insociable. O extranjero.


A pesar de que todo ese proceso ocurrirá en algo así como cuatro meses, que al final seguramente se convertirán en seis y medio, ya he comenzado a planificar con antelación la mudanza. O tal vez debería decir LA MUDANZA DEL INFIERNO. La Mudanza del Infierno consiste en ponerse a planificar antes de tiempo la forma en la que voy a trasladar todos los cacharros que guardo bajo mi techo hasta debajo de mi futuro techo, cuando ni siquera me he dignado todavía a pintar las paredes o comprar una miserable cama. La Mudanza del Infierno adopta esa curiosa denominación cuando descubro que sólo con los vinilos lleno trescientas cajas de cartón. La Mudanza del Infierno llega a su punto álgido de desesperación cuando compruebo que no sería capaz de vivir si dejara atrás o tirara a la basura objetos dispares, como mi amplia colección de libros de ufología de la primera mitad de los años ochenta, que nunca voy a leer y a la cual no he dedicado ni tan siquiera una mirada desganada de soslayo en veintisiete años. Y, finalmente, la Mudanza del Infierno concluye cada día con que me agobio de examinar armarios y me siento a mirar la mancha de humedad que hay en el techo, mientras trato de decidir si tiene forma de papagayo o de corteza de cerdo, posponiendo las labores de planificación para «mañana». Y ya sabéis bien qué significa «mañana» para el Escalón Imaginario. Pero antes de eso, la Mudanza del Infierno hace que encuentre objetos semiolvidados en la esquina más remota de armarios, cajones y cómodas. Nunca he sabido bien qué era una cómoda, siempre lo entendí como cosas que tienen las chicas cursis en sus habitaciones, llamadas «alcobas» porque es como se denominan a las habitaciones de las niñas cursis.

Estos fantásticos hallazgos están siendo cada vez más numerosos últimamente, y preveo que lo van a seguir siendo, ya que la Mudanza del Infierno va a durar mil días como aquella plaga de langostas que envió Jehová a Noé o a Josué o a no sé quién que creo recordar haber leído en la biblia. Recuerdos del pasado, de tiempos felices en los cuales sólamente me cagaba amargamente en dios cinco veces al día, en contraposición con las treinta y ocho actuales. Juguetes a los que no concibo que pudiera dedicar más de diez minutos de mi interés, aparatos que prácticamente no recordaba que hubieran sido creados por el ser humano, y mucho menos poseídos por mí. Pequeñas piezas del puzzle de mi infancia y pre-adolescencia, que traen recuerdos confusos a mi mente, tan confusos como cuando el domingo por la tarde recuerdas repentinamente que la noche anterior le contaste a aquella chica que eras maquinista de tren y no tuvo los resultados exitosos esperados. Pero recuerdos mucho mejores. Algunos de estos encuentros inesperados en forma de zarrios obsoletos tendrán cabida aquí en el Escalón durante los próximos años que dure la Mudanza pero, para empezar, señoras y señores, señoritas y señoríos, os presento sin más demora…

No lo recordaba. Honestamente no me acordaba de esto. Pero ahora sé que lo amé, y no consigo averiguar el porqué. Hey, si eso fuera una canción de Fito, ahora miles de adolescentes lo estarían escribiendo en Facebook. Estoy canalizando mi talento de forma incorrecta. El fabuloso COMPUTER CLOCK es, ni más ni menos, un reloj con forma de ordenador de cuando una caja de diskettes costaba tres mil pesetas y una impresora horrible valía más que uno de tus ajados riñones. La expresión «ni más ni menos» jamás cobró tanto significado literal como en este caso porque, realmente, no hay ni más ni menos que añadir. Pero sé que COMPUTER CLOCK me encantaba, me fascinaba, y un recóndito recuerdo en el fondo de mi cerebelo me dice que, como no me conformaba sólo con uno, mi pobre madre tuvo que comprar todo un cargamento de COMPUTER CLOCKS, y es tal vez por eso que el que tengo hoy en mis manos haya sobrevivido al paso de algo así como veinticuatro años impoluto y en su cajica de cartón, siendo probablemente uno de los últimos remanentes de los siete u ocho que había por casa, y posiblemente no habiendo sido extraído jamás de dicha caja hasta hoy, ya que por aquel entonces mi afición por los COMPUTER CLOCKS seguramente habría decaído en favor de cualquier otra nueva tontada. Esa ha sido oficialmente la frase más larga que se ha escrito en la historia de la lengua española.


COMPUTER CLOCK mide algo así como 5 centímetros de alto, otros 5 centímetros de ancho, e incluso me aventuraría a decir que también mide 5 centímetros de diagonal. Tiene forma de ordenador viejarra, y podríamos incluirlo dentro de la categoría de «objetos que hace unas cuantas décadas tenían aspecto cool pero ahora en el año 2010 la verdad es que ya no tanto». Porque a nadie le gustan ya los monitores viejos que ocupan media mesa, sino que todo el mundo prefiere una pantalla plana de 27 pulgadas para ver bien «todas las pelis de Disney que me las ha pasado mi primo en DVD-Rip para verlas con los chavales y son superbonitas» aunque luego se hayan hartado ya a mitad de Blancanieves. Y porque el teclado de COMPUTER CLOCK no tiene ni tecla de Windows. Y porque, más que un ordenador personal moderno, bajo los estándares del siglo XXI más bien parece la computadora con la que Jehová llevaba la contabilidad de las diversas plagas enviadas a la Tierra allá por el año 50.000 antes de Cristo.

Pero para mí, COMPUTER CLOCK lo significó todo durante unos cuantos días. A pesar de que sus teclas no sirvieran para nada, y de que simplemente fuera un reloj digital cuya carcasa de plástico con forma de ordenador fuera accesoria, ya que perfectamente podría haber sido un sobaco de plástico con tatuajes y técnicamente habría seguido cumpliendo sus funciones de reloj, a mi se me antojaba como un objeto místico de culto a través de cuya pantalla, y en el momento más inesperado, podía aparecer Pac-Man en persona disfrazado de monja para enseñarme a utilizar el tabaco de liar. Cosa que supongo que por desgracia nunca llegó a ocurrir, aunque no consigo recordar quién me enseño a liar cigarrillos con lo cual cabe una remota posibilidad de que fuera Pac-Man. Maldito Pac-Man, con tus bolas y tus cerezas y tus laberintos, me costó mucho dejar de fumar!

La caja de cartón, a pesar de haber sobrevivido a varias mudanzas previas sin yo tan siquiera percatarme de ello, muestra ligeras señales y el amarilleamiento guarro generalizado habitual en una caja que tiene unos veinticuatro años de edad. No obstante, esta caja de cartón tiene mejor aspecto que el estofado que traté de cocinar ayer para tratar de ampliar mi dieta y hacerla algo más sofisticada y casera, y ese estofado no tenía veinticuatro años, sino sólamente treinta minutos. Cuando os sintáis viejos y temáis que vuestro arroz pasó hace años, no os preocupéis, seguro que hay algún pobre imbécil en el mundo más joven que vosotros y con mucha peor pinta. COMPUTER CLOCK es tan directo, condensado, avanzado a su época, sintetizado y brillante que su manual de instrucciones al completo se resume en trece líneas. O al menos, ese es el argumento que suelo comentar cuando muestro mi currículum. Así, un lateral de la mencionada caja nos indica las funciones de las que dispondremos. Veámoslas:

Para tratarse de un producto evidentemente fabricado en Hong Kong por gente que odia los relojes, los ordenadores, y pasa el día con un cuenco de arroz, sinceramente esperaba que las instrucciones estuvieran escritas de forma más graciosa. Quiero decir, es su trabajo, no? Todo el mundo sabe que las instrucciones de productos chinos que suenan graciosas no son algo casual, sino que un amplio departamento de marketing redacta todos los manuales de forma que el mundo occidental pueda reírse mientras deambula por los pasillos de las tiendas «todo a 1€» y piensa que ha sido todo producto de un bajo nivel de inglés, mezclado con un traductor online. China pone esa tan necesaria sonrisa diaria en nuestras bocas, y nosotros se lo pagamos creyéndonos con derecho a reclamar y quejarnos cuando compramos una lámpara de dos euros y tanto ella como los plomos explotan nada más enchufarla a la corriente. Aún con todo, desearía que las instrucciones me dieran un poquitín más de juego para hacer alguna broma fácil pero, como podéis ver, las funciones disponibles de consultar y cambiar hora y fecha no dan mucho más de sí. El segundo párrafo comienza a desmoronarse lentamente y a sonar como cuando tratas de explicarle la ubicación de un bar a un grupo de tías guiris en Salou y no tienes ni puta idea de cómo se dice «rotonda» en inglés, viéndote forzado a explicarlo de otra forma y hundiéndote cada vez más en una explicación tipo indígena que no lograría descifrar ni Stephen Hawking. Estoy seguro de que si COMPUTER CLOCK tuviera, por ejemplo, alarma, y sus instrucciones constaran de cuatro simples líneas más, encontraría alguna palabra graciosa de la que reírme. Pero como no es el caso, y me siento culpable al haceros leer todo un párrafo que carece de algo que pretenda ser gracioso, me veo obligado a contaros yo mismo uno de mis chistes favoritos:

Entra un tío muy gordo en el médico, y le dice:
-Doctor, doctor, creo que soy estéril!
A lo que el médico le contesta:
-Se equivoca, usted es Obélix.

Ja. No, en serio, es uno de mis chistes favoritos de verdad, aunque debo reconocer que os he contado la versión mala. Mi versión buena omitía el detalle de que el tío es gordo, con lo cual tenía mucho menos sentido, a mi me hacía más gracia, y mi vida social se veía mermada cada vez que lo contaba.

COMPUTER CLOCK no funciona, a pesar de que se trata de un reloj de cuarzo, tal y como aparece indicado con orgullo cual estandarte en su parte frontal. Ignoro el mecanismo de los relojes de cuarzo, pero hace unas cuantas décadas era seña de identidad inequívoca de que el reloj que estabas comprando era buena mierda, buena mercancía. Como cuando compras un jersey en El Corte Inglés y la dependienta te comunica que «es un tejidico muy bueno y te va a durar». No sabes exactamente por qué, pero SABES que es bueno. El cuarzo como revolución industrial y tecnológica hace tiempo que ha pasado a mejor vida y ahora ya nadie vende relojes argumentando que están hechos de cuarzo, sino afirmando que son capaces de conectar con un satélite y autoconfigurarse con la hora exacta terrestre. Ya ves tú qué maravilla. El tiempo es tan relativo que para cuando leáis esto yo ya podría estar muerto, o incluso ahora mismo mientras escribo podría estar ya muerto y tal vez esta noche podría ser resucitado por un shaman. De qué me sirve que mi reloj esté sincronizado con un satélite si no está hecho de cuarzo? Estamos hablando de CUARZO, por el amor de dios sacrosanto!

Cuarzo o no, la pantalla de cristal líquido no parece haber soportado veinticuatro años de destierro y posee unas extrañas manchas negras alrededor de sus bordes. Al abrirlo para cambiarle la pila, descubrí que la tarea no era tan simple como en un principio parecía, ya que había que retirar cuatro tornillines más para conseguirlo. En mi cajón de los destornilladores tengo solamente un destornillador de punta plana que utilizo para todos los tornillos del mundo, encaje o no, pero los tornillos de COMPUTER CLOCK son incluso demasiado pequeños para mi destornillador genérico que uso a la fuerza con todo lo que he tenido que desatornillar hasta la fecha, que ha resultado victorioso incluso desmontando gafas. Además, también encontré algo que me sorprendió de una forma que no sabría si definir como «grata». Alguna vez os habéis preguntado qué pinta tiene el líquido que pierde una pila de botón de veinticuatro años de antigüedad? Es azul. Una gran, húmeda y tóxica gota azul yace en el interior de COMPUTER CLOCK, con capacidad probablemente suficiente como para convertir mi uña en algo parecido a una cáscara de pistacho en el remoto caso de que osara tocarla, cosa que no voy a hacer porque me gustan mis uñas y sus respectivas cutículas. Quién lo habría imaginado? Las pilas de botón sueltan una mierda azul cuando tienen más años que esos calcetines que denominas «de la suerte» y te resistes a tirar a la basura. Wow. Tal vez cada pila tenga un pitufo dentro. No me extraña que Gargamel tuviera tal fijación con capturar pitufos, simplemente los quería para transformarlos en pilas de botón y hacer funcionar sus relojes de cuarzo. No le culpo por ello.

Encontrar a COMPUTER CLOCK me ha devuelto durante tres segundos a un tiempo en el que un reloj de cuarzo con forma de ordenador me convertía en el poseedor de lo que yo entendía como una de las cúspides de la tecnología y me hacía feliz. Ahora tengo un teléfono móvil con el que puedo grabar vídeos que se ven mal y enviar fotos de ninjas a gente aleatoria en bares vía Bluetooth, pero soy infeliz. COMPUTER CLOCK es una señal del pasado que tal vez me envíe un mensaje del futuro. Amigos y amigas, COMPUTER CLOCK está aquí para recordarnos que la felicidad está por llegar. Está por llegar! Si de una pila de botón puede llegar a emanar un líquido repugnante azul, de nosotros también puede llegar a emanar felicidad. Amén.