Una vez al año, la empresa para la que curro actualmente es visitada por una unidad móvil cuyo objetivo es realizarnos análisis de sangre y orina, así como un reconocimiento médico consistente en pruebas para averiguar si te estás quedando sordo, si te pitan los pulmones, si eres capaz de divisar letras pequeñísimas a través de un agujero y si, al percutir tu rodilla con un martillín, estiras la pata cual oveja asustada.

Todo ese proceso me da por el culo intensamente, porque eso significa que tengo que hacer pis dentro de un tubito cuando me levanto a las 5:30, y no puedo ingerir sólidos ni líquidos hasta que han terminado las extracciones de sangre.
A esas tempranas horas mañaneras, realmente me da lo mismo mear dentro de la taza del váter, en el interior de un tubito, o en las sandalias del Papa. No poder comer tampoco me importa, porque soy un ser tan avanzado físicamente que no necesito alimentos para permanecer vivo, y sólo lo hago para aparentar y evitar cuchicheos y habladurías. Desgraciadamente, la prohibición de ingerir líquidos quiere decir que no puedo comenzar mi ritual de veintisiete cafés diarios hasta mucho más tarde de la hora prevista habitual, y con ese tema no puedo bromear.

No obstante, todo el sacrificio vale la pena cuando, quince días más tarde, los resultados de la analítica aterrizan en mi buzón y año tras año leo lo siguiente en la segunda página del dossier:

El cual creo sinceramente que es un historial médico realmente guay, si queréis saber mi opinión.
Aunque la palabra calota me suena a algo que dirían Alvin y las Ardillas con aquel doblaje mexicano que tenían.