Queridos y queridas lectores y lectoras del Escalón Imaginario. O tal vez debería decir amigos y amigas. O, incluso, ¿por qué no? hermanos y hermanas. Qué coño, HIJOS e HIJAS, porque así es como yo os amo, como un padre, aunque tenga una salchicha en la nevera que no me atrevo a tocar porque caducó hace tres años.
Bien, no os lo puedo ocultar durante más tiempo, porque los remordimientos me provocan acné y estoy en edad de enamorarme y sentirme atractivo. Me voy. Y quería deciros adiós personalmente, y de paso comunicaros que os llevaré siempre dentro de mi vilipendiado corazón hasta el día que me reúna con André el Gigante. A todos y a todas, a la gente que me envió e-mails, que comentó en los artículos, y a todos los demás que no lo hicieron por puta vagancia del infierno. Si tuviera fotos vuestras de carnet, las llevaría en mi cartera, aunque tuviera para ello que sacar la de Pat Benatar.

Y ahora que he creado la sensación de dramatismo y realmente pensáis que voy a abandonaros en este árido mundo de la autopista de la información, que era el sobrenombre de internet en los noventa y todo el mundo lo pronunciaba con naturalidad para dárselas de actual, debo reconocer que realmente me voy, pero sólo hasta el 18 de diciembre más o menos.

Sé que últimamente he apestado de manera bastante intensa a la hora de actualizar el Escalón. Lo que deberían haber sido treinta nuevos artículos se han visto reducidos a cinco porque… bueno, porque… un… huracán destruyó mi hogar y tuve que rehacerlo ladrillo a ladrillo usando para ello un… bah, no cuela. La vida adulta es en gran medida un puto asco, tener un horario de panadero no ayuda, y poseer últimamente la creatividad de un grillo con tosferina tampoco se puede decir que sea un plus. Excusas, excusas, excusas, las cosas se quedan a medio escribir y por las noches, a la luz de las velas imaginarias porque me da miedo dormir con velas de verdad por si amanezco con los pelillos churruscados, me siento fracasado porque siento que podría ser más prolífico, tener la mejor web del universo y convertirme en líder y dominador de masas. De esas masas a las que les gusta leer sobre caramelos de Ghostbusters y muñecos de Masters del Universo, claro está, que son las masas que molan.

Cada vez que me voy de vacaciones lo hago deseando encontrar en el lugar de destino la motivación perdida, para volver a casa lleno de energía y poder reducir mi dieta diaria de café de cuatro litros a uno. El resultado suele ser el contrario y, a los doce minutos de haber regresado, ya suelen aparecer los primeros «me cago en dios» en mi oratoria cotidiana. Pero esta vez, una vez más, voy a seguir confiando en encontrar nuevos alicientes en este viaje. O, en su defecto, vinilos guays.

Esa es mi maleta. En realidad no es el equipaje de verdad, ya que el bueno lo iré posponiendo, como de costumbre, hasta doce minutos antes de que salga el avión. Es de suponer que, si el tiempo que he invertido en preparar una maleta falsa para hacerle una foto lo hubiera dedicado a ir haciendo la verdadera, ya la tendría hecha y no me vería obligado a ir luego con prisas, agobios y olvidándome las gafas de sol encima del váter pero hey, así soy yo.

El destino es Bratislava, pasando un par de días en Bergamo, ciudad italiana cuyo nombre tiene una parte que no me gusta nada, y no es precisamente «mo». Bratislava está en Eslovaquia, y la elegimos porque queríamos ir a Budapest o Praga. Qué sentido tiene eso? Pues que descubrimos que los vuelos a Bratislava eran considerablemente más baratos, y llegamos a la conclusión de que «seguro que también mola igual». Ah, somos personas de convicciones firmes y convencimiento en nuestros destinos.

Dicen que en Checoslovaquia habitan las tías más buenas del macrocosmos, que la birra está bastante bien y además es barata, que las temperaturas mínimas pueden ser -16º, que las máximas pueden alcanzar la friolera, nunca mejor dicho, de -10º, que los taxistas te timan en cuanto no te ven muchas facciones eslovacas en tu rostro, que para pedir un vaso de agua tienes que pronunciar mogollón de palabros que suenan todos a dubrovnjich polievka, y que la absenta es tan habitual como pedir «un cortadico» en España. Sin duda son factores que pueden significar un viaje satisfactorio. Tal vez en Bratislava realmente estén esas motivaciones que comentaba antes. Tal vez Bergamo no esté tan mal y no haga honor a la primera parte de su nombre. Tal vez el destino me haya llevado hasta Eslovaquia para convertirme en un hombre nuevo y pueda por fin reunir el valor suficiente para coger esa salchicha caducada de la nevera y tirarla a la basura. Y tal vez, a mi regreso, tengamos algo de tiempo para hablar de tontadicas navideñas aquí en el Escalón.

Chao bacalaos.