Time heals, time goes on and, time really flies. Eso decía aquella canción de Hüsker Dü, que a partir de la segunda frase se ponía extremadamente trágica ya que era una de esas canciones perfectas para escuchar y sentirte identificado cuando cortas con tu novia y odias al mundo y a todos sus miserables habitantes, y sólo te reconforta saber que en algún lugar, en algún momento de la historia reciente, alguien estuvo igual de jodido que tú o más, y decidió escribir una canción para que almas en pena como la tuya balbucearan «me siento igual» al escucharla. Hey, a qué venía todo eso? Oh sí, time flies. El tiempo vuela, y en el Escalón los vuelos son de esos tan largos que te regalan pantuflas de papel, vas al baño una media de 5 veces y cuando aterrizas tienes jet-lag y ganas de discutir.

Esta vez, el relativamente duradero período de ausencia desde el último artículo se ha debido a que compagino mi vida basada en escribir acerca de películas filipinas malas con mi otra vida, la de rockstar en potencia. Y, tras una ausencia también comparable al lapso de tiempo entre artículos del Escalón, No-Söund Effect planeábamos el regreso a los escenarios con toda la majestuosidad que un evento de tal magnitud requiere. En este caso, el escenario elegido eran las propias calles zaragozanas, en un acontecimiento denominado Roscón Rock que este año 2011 cumplía su séptima edición. Como he comentado en alguna ocasión, para dar envidia a los fans de la nata y de las sorpresas de mierda que aparecen enterradas en ella, en Zaragoza no comemos roscón una vez al año, el día de Reyes, sino dos, ya que el 29 de enero es San Valero, patrón de la ciudad y portador de un frondoso bigotón según iconografía de la época y, por motivos cuyo origen se pierde en el océano de los tiempos, es típico y habitual comer roscón. De ahí el nombre Roscón Rock, que no negaréis suena bastante musical. Yo habría optado tal vez por llamarlo San ValeRock, pero pensándolo fríamente suena a alguna gracia estúpida directamente sacada de Los Picapiedra, así que tal vez sea más recomendable dejar el evento tranquilo y con su nomenclatura actual.

El Roscón Rock es una jornada reivindicativa, organizada por los músicos de Zaragoza, y no por el Ayuntamiento como mucha gente ajena cree, ya que el propio Ayuntamiento ha insinuado erróneamente en anteriores ocasiones que participaba como organizador para incluirla en su programa de eventos para el día festivo, en la que las bandas de la ciudad y poblados colindantes que lo deseen pueden apuntarse y tocar en las calles para aprovechar y, de paso, tratar de explicar a los humildes viandantes la problemática con la música local y autóctona. Una problemática que se traduce, de forma muy resumida, en retirada de licencias para realizar conciertos a un gran porcentaje de locales y salas, relevancia escasa o nula de la música aragonesa en los medios de comunicación locales, excesivas trabas de cara a organizar eventos musicales, y desinterés generalizado por parte del público hacia grupos desconocidos de su propia ciudad. Hay muchos más estatutos y reivindicaciones, pero si sigo escribiéndolos os aburriréis y os pondréis a ver porno. Si no lo habéis hecho ya. Dejad el porno para luego, el día es largo y hay tiempo para todo.

Básicamente, aquí cualquier gualtrapa se desvive para explicarte con pelos y señales que la ex-novia de su primo conocía a una vieja loca enferma que vivía en el mismo bloque que un tío segundo de Enrique Bunbury, pero si le dices que se acerque el próximo sábado al concierto de tu grupo te dirá que no puede porque casualmente ese sábado a las diez de la noche tiene que catalogar su colección de dedales y sacarles brillo. Hey, lo comprendo, yo soy el primer desgraciado que no va a un concierto de un grupo de mi ciudad a menos que con cada consumición aparezca María Magdalena de entre las nubes y me succione el lóbulo. Pero, cuando te toca mantener el tipo encima de un escenario en el habitual concierto horrible cuyo público se limita al camarero que está escribiendo tonterías en Facebook y dos tíos extraños que nadie conoce y se van del bar a la segunda canción con aspecto de haber robado parte del equipo en un descuido, es el momento en el que la lucidez te sugiere que tal vez no acudir a los conciertos locales a no ser que toquen amigos tuyos y no te quede más remedio no está bien del todo.

Este año, precisamente para evitar que el Ayuntamiento se apuntara el tanto de incluir el Roscón Rock dentro del programa oficial de actos y ponerlo al nivel del roscón gigante que se ofrece por la mañana al que acuden ancianos y niños porque es comida gratis y hey, es gratis, desde la organización del Roscón Rock se propuso que todos los grupos actuaran en silencio. Es decir, aparecer con el equipo montado, los instrumentos colgados, pero no tocar, a modo de metáfora con un mensaje tipo «sin apoyo a la música local, pronto no habrá más que silencio». No obstante, se respetaría a las bandas que prefirieran tocar y, como era de esperar, No-Söund Effect fue una de esas bandas, porque somos unos esquiroles. Esquiroles del rock. Y, honestamente, siempre he querido aparecer en alguna publicación con el titular de ¡Esquiroles del Rock! Suena muy a artículo de las revistas Metal Hammer que leía en los noventa, con los signos de exclamación absolutamente obligatorios. Hablando de titulares, salimos en el periódico, aunque gracias a dios la palabra esquiroles no aparece por ningún sitio, significando ya la sexta o séptima vez que mi ilustre faz demacrada ha aparecido en la prensa escrita. Aunque más de la mitad de ellas haya sido en camilla.

El concierto estuvo guay. Me encanta tocar en la calle porque, aunque habitualmente el sonido es el equivalente a dos mierdas pinchadas en un palo sucio, y el 29 de enero zaragozano suele ser el día más frío del año y hace un viento de esos que te deja los dedos color regaliz, es algo distinto y tienes la oportunidad de que un montón de gente, como ancianos y niños, que jamás te verían en una situación habitual de bareto nocturno, adquieran consciencia de tu existencia. No es que los ancianos y los niños formen parte del público potencial al que vamos enfocados, realmente, pero para ser totalmente honestos también me gusta ser adorado por ellos. Lo que ya no estuvo tan guay fue que, al terminar la última canción de las diez que tocamos con hipervelocidad ramoniana, y comenzar a recoger el equipo esperando la aparición de un grupo de adolescentes suplicándome que les estampara mi autógrafo encima de un pezón para posteriormente tatuárselo, pero que debían tener algo mejor que hacer ese día ya que sólo existieron en mi imaginación, todo el mundo me comentó amargamente que, debido a que la mezcla que salía por nuestros monitores no tenía nada que ver con la que salía por fuera, la voz no se había oído prácticamente nada. Como mucho, en las partes muy tranquilas de las canciones, bastante escasas en esa ocasión porque, aparte de tocar con velocidad ramoninana también lo hicimos con jevarrismo motörheadiano. Por supuesto, los chascarrillos absurdos que iba desgranando entre canción y canción, para que a la gente le hiciéramos gracia y no se fueran a ver a otro grupo de los que tocaban se escucharon perfecta y nítidamente. Fue similar a cuando después de follar te anuncian que has estado introduciendo el nabo dentro de una maceta. Oh venga, a todo el mundo le ha pasado alguna vez. Que no? Ya, bueno, a mí tampoco.

En definitiva, no fue exactamente el legado legendario que esperaba que No-Söund Effect dejáramos en las retinas del pueblo zaragozano ese día, pero yo al menos fui feliz durante 45 minutos y además vi a gente bailotear apasionadamente al ritmo de nuestras canciones, lo cual me hace pensar que realmente los temas de los Effects pronto serán considerados himnos de una nueva generación. Y hey, os he contado que salimos en el periódico? Yeah. De todas formas, no sé exactamente por qué estoy escribiendo todo esto, si realmente el tema del que os quería hablar hoy es tangencialmente distinto y diferente, como lo es un sobaco con respecto a un cangrejo. Hoy echamos la mirada hacia atrás de nuevo, para volver a colocar en su pedestal a objetos olvidados que jamás debieron caer del mismo, objetos de los que sólo se acuerdan el Escalón y cuatro o cinco perdedores más repartidos por el globo terráqueo, objetos cuyo representante del día de hoy es…

Este testigo de mundos ya olvidados ha estado en mi posesión desde mucho antes de los límites de mi memoria. También es cierto que los límites de mi memoria sólo llegan hasta el año 2006, que fue cuando me realizaron aquella lobotomía por no sé qué temas de cierta abducción extraterrestre que nadie me quiere explicar con exactitud, pero ese es un asunto del cual hablaremos en otra ocasión futura. Así, me resulta complicado ubicarlo en el tiempo pero sé que al menos data de 1985, muy probablemente de 1984. En esos años, yo era un pobre niño indefenso que invertía sus días en ir al colegio y escuchar a Aviador Dro en la radio. Y precisamente en el colegio fue donde conseguí este cacharro, intercambiándoselo a otro crío por algo. Llevo un rato pensando acerca de ello, sentado en la escalera y observando una telaraña con una ceja arqueada y la otra no, y soy completamente incapaz de recordar los detalles de aquel trueque. Pero de lo que estoy seguro, ya que ese recuerdo sí ha permanecido conmigo durante todos estos años, es de que fue un intercambio muy injusto, y muy favorable hacia mí. Tal vez lo que yo le di a cambio fuera un cromo de mierda, o un lápiz, o incluso un miserable mordisco de mi sandwich de mortadela que iba a tirar a la papelera de todas formas en una ágil parábola porque no tenía hambre. Sólo sé que volví hacia mi pupitre pensando «no me puedo creer que existan niños tan jodidamente imbéciles», una sensación de triunfo que ha vivido ubicada dentro de mi cerebro desde entonces, y que reavivaba mi lastimero ego cada vez que esta cinta aparecía por un cajón. Y hoy acabo de comprobar que su visión sigue provocando que repentinamente me sienta como una deidad superior, ya que cada vez que la miro vuelve a mí el momento en el que aquel niño, cuyo nombre ni siquiera recuerdo ya, me ofreció un juguete bastante guay a cambio de dos mierdas. Esta cinta es mejor que el crack, por fin una alternativa.

Bien, basta de reminiscencias. Qué es? Como el propio nombre de este artículo sugiere, es un juego de tablero dentro de una carcasa de plástico con forma de cinta de cassette. Por supuesto, no es una cinta de verdad ni se puede escuchar nada en una pletina, aunque estoy convencido de que su anterior propietario lo intentó y quedó infinitamente frustrado. Está fabricada por Feber, antiguamente gran emporio del mundo del juguete, creador de la ilustre muñeca Chabel y de cien millones de juegos y muñecos más, y actualmente relegada, por lo que veo en su página web, a fabricar toboganes de plasticucho para los niños ricos que tengan jardín, y coches eléctricos de esos que siempre quise tener pero mis padres nunca me compraron por dios sabe qué maldito oscuro motivo, seguramente relacionado con la cierta abducción extraterrestre anteriormente comentada.

Básicamente, la idea es tener un completo juego, con todos los accesorios necesarios para entregarse a intensas partidas sin fin cómodamente incluidos dentro de un cassette. Así, por la parte inferior se despliega un tablero consistente en tres paneles convenientemente unidos por bisagras, en la zona superior existe un pequeño compartimento que contiene cuatro fichas con imanes en el culo y, finalmente, la zona central hace las veces de dado mediante unas ruedas con números y símbolos. Me imagino que su objetivo era ofrecer una alternativa que ocupara poco espacio durante los largos viajes a la playa a las otras tres actividades que podían realizar los criajos repelentes dentro de un coche back in the 80s, las cuales eran dormir, mirar por la ventanilla, y vomitar los contenidos de su estómago sobre cualquier superficie impregnable y difícil de limpiar.

Con respecto a que todo el asunto tuviera forma de cinta de cassette aunque un juego de tablero no tuviera una mierda que ver con la música y tuviera el mismo sentido que fabricar un cepillo de dientes con forma de sandalia de anciano, supongo que en el momento ofrecía una imagen moderna e incluso futurista y excitante, en plan «parece una cinta pero, oh dios mío ¿qué ven mis tristes ojos? ¡Es un juego! Cassette-juegos de Feber, porque junto a la agresividad de tus cintas de tíos con melenas también puede haber espacio para la diversión». Casi puedo ver el anuncio en la tele. Es, lamentablemente, un momento en el tiempo que jamás se volverá a repetir, porque no acabo de ver hoy en día juegos de tablero con forma de los aparatos portátiles de audio que existen actualmente, ya que a medida que pasan los años éstos son cada vez más pequeños. Aunque sería interesante la fabricación de un tablero de ajedrez dentro de un reproductor mp3; las fichas tendrían tamaño de granos de azúcar y habría que jugar utilizando un microscopio de mil aumentos y pinzas nanométricas de esas con las que los científicos separan bacterias de microbios con forma de alubia, y cuando lo ves por televisión compruebas que tu cuerpo está lleno de ellos y te sientes sucio. Ya sé que las fichas de ajedrez no se llaman realmente «fichas», sino «piezas», pero la palabra pieza me suena a matadero de reses y no me gusta.

Feber lanzó al mercado toda una gama de cassette-juegos, al menos doce, con sugerentes nombres tipo «Carrera Espacial», «Los Viajes de Ulises», «Los Ovnis Atacan» o «Safari», que eran básicamente la misma memez de juego pero con diferentes ilustraciones y colores en el tablero para aparentar que cada uno era distinto. Venían dentro de una caja de plástico exactamente igual a las de los cassettes de verdad, y la portada supongo que hacía las veces de panfleto de instrucciones, dato que debo relegar a ese misterioso «supongo» ya que jamás poseí ni dicha caja ni dicha portada. Lo que convierte a mi cassette-juego en algo especial, portador de un aura de superioridad y objeto con pinta de no cotizarse nada mal en eBay es que realmente es un juego de Star Wars, oficialmente licenciado por Lucasfilm. Nunca he sido fan de Star Wars, me pone enfermo la gente que te recuerda entre risas y por enésima vez que si pronuncias R2D2 en inglés suena a «Arturito» en español, y lo que mejor recuerdo del tema son las teticas de la princesa Leia y a los Ewoks, cuyas películas spin-off solían hacerme más gracia que la saga principal. Pero admitámoslo, si os dieran a elegir entre un juego de Star Wars y otro llamado «Safari», cuál elegiríais? Incluso un profano como yo lo tendría bastante claro.

El tablero muestra una bella estampa familiar con algunos de los personajes principales de Star Wars, concretamente Luke Skywalker portando una melenilla más similar a la de un paje que a la que realmente llevaba Mark Hamill en las películas, C3PO saludando amablemente, R2D2, Darth Vader en un amenazante primer plano, y algo que no estoy seguro de si es Obi-Wan Kenobi o una anciana con lepra. Como no hay dados, las tiradas se realizan mediante la parte central de la cinta, que consta de dos ruletas, estando la de la izquierda llena de números, y mostrando la de la derecha alternativamente una imagen de R2D2 sobre fondo azul y otra de Darth Vader sobre fondo rojo. Arrastrando y soltando una pestaña situada justo debajo de las ruletas, éstas empiezan a girar y, dependiendo de en qué personaje caiga la de la derecha, un jugador u otro avanzará su ficha el número de posiciones indicado por la de la izquierda. Simple, fácil, útil, ingenioso, y el único detalle que me impide añadir el adjetivo «perfecto» a la lista anterior es que las ruletas giran con uno de esos sonidos chirriantes que cuando los has escuchado tres veces seguidas provocan voces dentro de tu cabeza que te instigan a matar a un ser querido.

Finalmente, dentro del tablero se incluyen no uno, sino ¡tres! juegos distintos para que la monotonía y las fuerzas de la oscuridad no triunfen sobre la luz. Acaba de quedar patente que realmente soy un absoluto desconocedor del mundo Star Wars, porque quería terminar esa frase con alguna gracia relativa a las películas y no he sabido. El primero de los juegos es una fabulosa línea recta con varias casillas en la que cada jugador debe llegar a su meta correspondiente, situada cada una en un extremo de la línea. El segundo juego es exactamente lo mismo, pero con una línea recta independiente para cada jugador y más casillas. Y, finalmente, el tercer y principal juego es un circuito de casillas, algunas redondas y otras con un dibujo de una explosión, que suponemos hay que recorrer completamente y llegar de nuevo al punto de partida para ganar. Tal como comenté antes, no dispongo del reglamento de los juegos, aunque gracias a dios no soy del tipo de persona que necesita conocer las reglas de un juego cuyo tablero es una línea recta. En cambio, las explosiones del tercero me intrigan sobremanera. Qué significarán? Tal vez nunca conozcamos las normas oficiales de juego, lo cual puede llegar incluso a ser una bendición, ya que abre todo un abanico de posibilidades a nuestro alcance para inventar nuestras propias reglas, del tipo «cada vez que alguien caiga en la casilla de la explosión se arrancará un pelo del escroto» si juegas con colegas, o «cada vez que alguien caiga en la casilla de la explosión le dará a su contrincante un beso en los genitales» si estáis jugando con esa personita especial, sobre todo ahora que se acerca San Valentín cual ave de mal agüero.

Mientras escribía todo este petardo léxico y rememoraba los atardeceres rojizos de décadas pasadas en las que todavía era un niño sin pelusa en el sobaco, me he dado cuenta de que, durante los veinticinco años que he tenido esta cosa en mi poder, no jugué con ella ni una sola miserable vez. Jamás. Nunca sentí el menor deseo de avanzar por una línea recta hacia la meta, cuando había cosas sinceramente más gratificantes que hacer como el tres en raya o, directamente, hacer un estudio sobre el sabor del cerumen. En cambio, esta cinta ha sobrevivido al paso del tiempo y ha permanecido siempre en mi poder, de una forma u otra, durante dos décadas y media, mientras que juguetes que realmente me excitaban, como aquel Dragon Walker de los Masters del Universo, se han volatilizado para siempre en ese extraño agujero negro que son las mudanzas. ¿Por qué? Nadie lo sabe, pero algo me hace pensar que, mientras yo observo este cassette de plástico y pienso que mi vida es un fracaso, alguien, en algún lugar de la península, recuerda que cierto día hace veinticinco años intercambió conmigo ese mismo cassette de plástico por dos mierdas y por eso ahora su vida es un fracaso. Y me da un poco de lástima haberme aprovechado de ese alguien en 1985, pero en cierto modo me hace sentir acompañado.