Hay un momento en la vida en el que nos sentamos al atardecer en el sofá, sin otras intenciones que mirar por la ventana y degustar una copa de vino barato, y de repente nos preguntamos si la orientación que hemos dado a nuestras existencias es realmente la correcta. O si deberíamos cambiarla radicalmente, pero somos unos desgraciados que no sabemos realmente hacer otra cosa. O, incluso, puede que nos sintamos tan omnipotentes que, no contentos con la vasta cantidad de virtudes de las que goza nuestra aventajada mente, nos vemos capaces de aprender inglés, alemán, informática, electrónica o a tocar la guitarra. He aquí donde entran en juego los protagonistas de hoy: los cursos a distancia.

Desde que el mundo es mundo, y desde que los peces huelen fatal y da asco tocarlos, los cursos a distancia han poblado las revistas de cualquier temática, prometiendo enseñarnos en tres meses a ser capaces de discutir con un taxista por el precio de la carrera en Rusia y además salir victoriosos, de arreglar las tuberías por las que un niño retrasado ha dejado caer a su hámster, o de tocar la guitarra de tal manera que cada mañana aparezcan siete groupies junto a tu buzón y se te lancen todas a una hacia tu área genital. Mucha gente ha hecho uso de ellos, tal vez incluso vosotros y vosotras, y mucha gente, incluyendo a mi madre, ha fracasado vilmente en el intento y guarda celosamente setenta fascículos sin abrir del curso de Alemán. Durante la última semana, he sido bombardeado por anuncios de Aprende a Tocar la Guitarra con CCC. Abriera la revista que abriera, de la época que fuera, allí había un anuncio de Aprende Guitarra con CCC. Tanto es así que, tomándolo como un mensaje divino, he optado por recopilarlos e inmortalizarlos en estas páginas. Por supuesto, cuando he ido a buscar todos los que he estado viendo durante los últimos días, solamente he encontrado tres de los al menos doce que aparecieron ante mis ojos, porque es ya tristemente conocido que las cosas que me ocurren durante el día pasan directamente al país del olvido absoluto, ya que mi capacidad de retentiva es equivalente al poder de retención intestinal de un jilguero.

Aún así, considero que tres ejemplos son más que suficientes como para ilustrar una era perdida del ayer, en la que los cursos a distancia prometían convertirte en un triunfador aunque jamás hubieras ido al colegio porque tu padre te obligó a vender cebollas de niño, aunque hubieras pasado tu época escolar aprendiendo a fumar heroína en un rellano. Y sobre todo comparando aquellos tiempos con el día de hoy, en el que me imagino que los cursos por correo ya no gozan de la inmensa popularidad de antaño, ya que todo el mundo aprende a hacer de todo con vídeos de Youtube, incluso a fumar heroína en rellanos.



Para ser 1989, juraría que la estética de nuestros protagonistas aparenta ser de unos quince años antes, a no ser que se trate de un colectivo de incombustibles supervivientes de la tragedia de Charles Manson. Aquí, Manolo Pesqueira, fan acérrimo de Lynyrd Skynyrd, los bigotes poblados y, sobre todo, Creedence Clearwater Revival, se enfrenta a la más importante prueba de fuego de su vida: conocer a los padres de su novia Mariajo. Tal como deja bien claro el anuncio a base de repetir el mismo slogan, o variaciones del mismo, una media de siete veces a lo largo de la página, «hay sentimientos que no pueden expresarse con palabras y tú puedes hacerlo utilizando las manos». Así, Manolo Pesqueira opta por obsequiar a su posible futura familia política con su propia versión de More Than A Feeling, aprendida en dos meses gracias al curso de guitarra CCC. Tan solo la madre parece prestar realmente atención a Manolo, mientras el padre se ha dormido y Mariajo trata de cambiar de tema comentando «pues estos sofás son muy cómodos pero en verano se te pega un poquillo el culo con el sudor», ya que sabe que el More Than A Feeling de Manolo Pesqueira comienza muy bien, pero cuando llega el estribillo seguramente incluso la pantalla de esa lámpara tan sobria se resquebraje con los agudos.

En 1989, CCC regalaba un diapasón, una guitarra de los tiempos precolombinos que nada tenía que ver con el fabuloso instrumento que blandía el tío de la foto, que incluso poseía unos útiles remaches metálicos, y en su lista de otros cursos disponibles ya había hecho aparición el que siempre me fascinó: Auxiliar de Detective. Cuando era pequeño, mi profesión soñada era la de detective, y solía dar por hecho que ese curso de CCC que veía en todas las revistas sería mi pasaporte para conseguirlo. Ahora que lo observo en perspectiva y con menor capacidad de ilusión en la mente, me pregunto qué se estudiaría realmente en ese curso. Quizá se aprendía a fumar en pipa. O a buscar cosas con una lupa en rincones que no se le habían ocurrido a nadie hasta entonces. ¿Cómo supo usted que las huellas estaban debajo de aquel cuadro? Pues porque soy Auxiliar de Detective y lo aprendí en CCC, imbécil. O que, siempre que exista un mayordomo somardas, suele ser recomendable acusarlo del robo de las joyas porque hay un 98% de posibilidades de que sea culpable. Y si no lo es, seguramente nadie reclamará nunca porque toda su familia estará en Francia ajena a las injusticias.



Cinco largos años separan el anterior anuncio de éste. Apareció dentro de una de las primeras revistas jevis que compré en mi vida, el número perteneciente a septiembre de 1994 de la revista Heavy Rock. Por entonces, yo tenía 14 años recién cumplidos, me estaba empezando a dejar las greñas largas, había aprendido por mi cuenta cuatro mierdas con la guitarra española heredada de mi tía, y suspiraba por una guitarra eléctrica con la que seguro iba a convertirme en el dios idolatrado del rock n’ roll que estaba destinado a ser. Todo esto me hace sentir un poco anciano porque, aunque la profecía se cumplió y ahora soy un dios del rock n’ roll idolatrado, a pesar de que no tanto como me gustaría, la estética de estos cinco adefesios me demuestra que ha llovido mucho desde 1994.
¿Recordáis cuando llevábamos jerséis rosas con aspecto de poncho mexicano y manguitas anchas? Ya, yo tampoco, y seguramente me habrían encontrado muerto en una acequia y con un murciélago dentro de la boca antes que dejándome ver con semejante prenda en público. En 1994 solía llevar pantalones apretados, camisetas de grupos, y zapatillas negras de bota. Ahora, la mayor parte de los días, también. Quizá no haya llovido tanto al fin y al cabo.

Ya que los sillones de piel son los mismos que los del anuncio de 1989, suponemos que tanto Manolo Pesqueira como toda su familia política murieron, y el piso fue ocupado por unos estudiantes cuyo cabecilla, a juzgar por los libros que pueblan sus estanterías, ha pasado por varias disciplinas, como la de los Efectos Especiales, hasta llegar a la que realmente le va a ayudar a bajar alguna braga: la guitarra. También tiene una minicadena sin compact-disc, un libro de acordes de guitarra de 1967 heredado de los anteriores inquilinos, y un disco de vinilo con una boca en la portada que he visto ochocientas veces pero no consigo recordar cuál es. Mierda, odio cuando ocurre eso.
La guitarra que regalaban en 1994 era un poco más alegre que la de 1989, el diapasón se mantenía invariable como regalo extra, y me encanta la expresión de absoluto triunfo que desprende el del jersey rosa, creando una escena similar a la Última Cena. Las dos chicas que tiene a los lados tienen aspecto de ser las habituales lerdas que no tienen ni puta idea de música y no hace falta más que tocar La Macarena para que estén en la gloria. En cambio, estoy absolutamente enamorado de la tía apoyada en el brazo del sillón, la cual, desde su posición secundaria y con ojos soñadores, imagina un atardecer en la playa mientras el de rosa toca Love Is On The Way de Saigon Kick.

Por desgracia, la persona más excitada de la habitación es el tipo de los pantalones blancos, que ya no sabe cómo sentarse, tiene cara de estar pensando algo parecido a «uffffffffff!», y está a dos acordes y un arpegio de quitarse la camisa arrancando los botones para lanzarse a besuquear al guitarrista.



Ah, agosto de 1995. Me encontraba en la playa, todavía creyéndome un dios del rock a punto de suceder, mis habilidades con la guitarra habían mejorado notablemente, aún no había decidido ser bajista, en la portada de la Heavy Rock aparecía James Hetfield de Metallica, y en una de sus páginas centrales se manifestaba este anuncio. Me pregunto por qué no crearon anuncios específicos para las revistas jevis y en cambio optaban por incluir a esperpentos con pelo corto, mocasines sin calcetines, y polos de rayas. ¿Algún jevi que tuviera un mínimo de amor propio se iba a sentir motivado por esta escena bucólica e iba a matricularse en el curso sin perder ni un instante? No creo. Los jevis en potencia queríamos ver paredes llenas de amplificadores, melenas ondeando bajo los focos, guitarras a la altura de las rodillas, y fans femeninas en la audiencia, con camisetas cortadas a tijera por debajo de las tetillas. Tras ver estos anuncios, proseguí con mi método de aprendizaje clásico, que consistía en tocar mientras sonaban mis discos favoritos de Viper, Stormwitch y Ramones hasta que podría haberlo hecho con guantes de apicultor.

En la escena tenemos dos ambientes bien diferenciados. Los tres tíos de la derecha son la fiesta de perdedores de mierda, bebiendo agua en la oscuridad y hablando de informática, y el grupito de cuatro abogados de la izquierda son el puto desfase. Echando un rápido vistazo al nivel que lleva ya la botella de ron de la mesita, así como a las latas de cerveza y Coca-Cola, eso sí, sin cafeína, es completamente comprensible que, aunque el pazguato de la guitarra eléctrica haya olvidado enchufarla en el amplificador y lo tenga de adorno y apagado cinco metros más allá, tanto su amigo como las dos chicas se partan el culo con la frase «mira, toco cualquier cosa inventada y no suena, AJJAJAJ».

La foto en general me frustra sobremanera porque tocar la guitarra en una fiesta y que todos los asistentes me aclamen siempre ha sido mi pequeña espina clavada. Cuando era adolescente, tal vez por no haber llevado a cabo el curso CCC, en las borracheras playeras a veces alguien llevaba una guitarra. Ya conocéis los ambientes playeros o de pueblo, sueles hacer tu grupo de amigos con gente venida de todas partes del país, con los que te llevas muy bien durante el verano pero que no necesariamente comparten tus gustos ni son tus amigos rock n’ roll de tu ciudad. En esas noches en las que había una guitarra rondando por el círculo del botellón, después de que alguien tocara Ricky Martin o lo que estuviera de moda ese verano, cuando llegaba mi turno, yo comenzaba a tocar las canciones con las que había aprendido guitarra. Remember Tomorrow de Iron Maiden, Children Of The Grave de Black Sabbath, Rebel Maniac de Viper y, oh no dios mío, el principio de Roundabout de Yes. Esa era la peor. Podía percibir que las sonrisas se convertían en caras largas, la conversación disminuía de volumen, se escuchaban algunos bostezos solapados y, de repente, alguien me había arrebatado la guitarra y estaba tocando La Flaca, todo volvía a ser como antes, yo me encogía de hombros, y me centraba de nuevo en mi calimocho.

Y ahora, si me lo permitís, debo deciros adiós para reanudar mi curso de «Alemán en 4 meses y medio con fascículos y cassettes». Hoy me toca aprender cómo pedir en el mercado fruta que ayude al tránsito intestinal.