A pesar de que en otro tiempo quizá lo fuera, lo cierto es que no soy una persona muy crédula. A excepción de la vida en otros planetas y de los OVNIS, en los cuales creo firmemente y, de hecho, espero ansioso el día en el que por fin venga a buscarme uno de ellos a mi ventana para llevarme a sobrevolar el planeta y lanzar rayos paralizadores desde la seguridad de las alturas a la gente que me cae mal, realmente no creo en mucho más.
No creo en los fantasmas, ni en los espíritus, ni en la vida después de la muerte, ni en el amor, ni en el desamor, ni en la telepatía. No creo en los perros de raza San Bernardo que salvan la vida de montañeros semicongelados gracias a su pequeño barril de whiskey. No creo en las premoniciones, ni en la interpretación de los sueños, ni en Freud, ni en el principio de Arquímedes, ni en la gente que se autodenomina «super-happy» y «flower-power». Hay días, incluso, en los que ni siquiera creo en la existencia de los kiwis, el cual es un tema bastante demostrable, poco abierto y con escaso lugar a la duda o a la subjetividad.

En lo que sí creo, en cambio, es en las señales que el destino envía y pone en tu camino para que, si eres tan afortunado de entenderlas, las utilices a tu favor para que tu vida se encauce poco a poco hasta la felicidad suprema. Todos recibimos mensajes crípticos que estoy seguro significan algo. Cuando deambulas por la calle, pensando en si los mejillones tienen sentimientos, te equivocas de dirección y apareces en una plaza llamada «La Memoria», no es casualidad. Quizá signifique que olvidaste comprar el periódico que querías porque con él regalaban un ciclo de películas de Bud Spencer. Quizá, al tirar ese periódico en el contenedor azul de detrás de tu casa unos días más tarde, podrías encontrarte con aquel antiguo compañero de clase que apestaba a ajo todas las mañanas pero era bastante majete, con el cual tal vez irías a tomar un café a ese bar cercano al contenedor azul en el que nunca habías estado. Allí, ¿quién iba a pensar que la camarera se fijaría en tu camiseta de Plasmatics y te invitaría a su casa para ver un vinilo firmado por Wendy O. Williams que heredó de su padre al morir, junto a una enorme fortuna que le permitiría a ella y a siete generaciones de descendientes vivir sin trabajar ni un solo día de sus vidas, aunque ella es camarera porque el sonido de la cafetera cuando hace «whhhuuuuuggghhhssshhhh» le relaja? Así es, una vida absolutamente solucionada y bordeando la felicidad suprema, simplemente gracias a prestar atención a un pequeño guiño del destino en forma de nombre de plaza. Hay gente que ve corazones, hay gente que ve nombres de calles que les hacen pensar, hay gente que abre un libro al azar y la primera palabra de esa página condiciona algunas de las decisiones importantes de ese día, y yo veo a Pac-Man en el autobús.

Paso un gran número de horas al día de mis veinticuatro disponibles dentro de un autobús. Despierto por la mañana con el ceño fruncido, deseando mirar por la ventana y encontrar un rebaño de vacas que me ofrecen un cubo de leche y me dan los buenos días en idioma vacuno desde un verde prado con riachuelos de sangría, pero no. Es de noche todavía, podría vender mis legañas a peso en tiendas de animales para su utilización como arena para gatos, y debo emprender un repelente camino por callejuelas exentas de cualquier indicio de civilización para esperar al autobús que me transportará hasta mi lugar de trabajo, situado en los confines del globo terráqueo. Infinidad de horas más tarde, se repite todo el proceso, pero en sentido inverso. Durante mi camino mañanero, los únicos signos de vida inteligente que percibo salen de dos panaderías por las que paso, lo cual me hace preguntarme si, ya que tengo totalmente dominado el escollo de los horarios, que en principio parece el tema que más reticencias provoca a los posibles panaderos, no sería más feliz fabricando barras de pan, bollería y magdalenas. Los panaderos que madrugan se van a dormir a eso de las 9 de la noche, al estilo afrancesado, pero yo no. Me introduzco en mi cama bastante más tarde, con lo cual, a la mañana siguiente, el acarreamiento de legañas es superior, el ceño está tan fruncido que adopta forma de espiral, las blasfemias que salen de mi boca podrían derretir una pared de plomo y, básicamente, deseo la muerte instantánea a todo aquel que se cruza en mi camino hasta las 12 del mediodía.

Como bien sabéis, siempre estoy lloriqueando por estos temas, y no es la primera vez, ni la segunda, ni la decimonónicoquincuagésima que aparecen en los párrafos del Escalón Imaginario. Pero ya lo dijo San Petersburgo en el libro de los Hititas: «bienaventurados los disgustados por madrugar cual panadero, pues suyo será el reino de Satán». Y es cierto, no es para tanto y muchas veces me lamento por el mero hecho de hacerlo, sobre todo porque podría ser peor, muchísimo peor. Podría levantarme y no tener ningún lugar a donde ir. Podría no tener extremidades ni tronco, y ser simplemente una cabeza flotante que ha de desplazarse utilizando un pequeño carrito de madera con ruedas, el cual tiene que ser propulsado mediante un palo sujeto con los dientes. Eso sería, sin duda, realmente interesante y digno de ver pero, puestos a elegir, escojo mi situación actual, en la que puedo caminar utilizando mis piernas en busca del puto autobús.
Mis trayectos, una vez situado en mi asiento, no son todo lo desdichados que trato de hacerlos parecer aquí. Algunas veces el respaldo está roto y me incrusto encima de la persona que tengo detrás, normalmente algún tío con chándal. La mayoría de los días el conductor tiene ya a las 6 de la mañana el aire acondicionado a una apropiada y agradable temperatura de -14 grados, o tertulias radiofónicas de fútbol a volumen extrasensorial, o música estúpida. Hay días, incluso, en los que se me sienta al lado una persona que apesta a gazpacho. Y odio el frío, y el fútbol, y la música de mierda, y el gazpacho entre horas.

Pero me da tiempo a escuchar muchos discos durante los viajes, y a aprenderme las letras de memoria. Y mis habituales compañeras de los asientos de delante son majas y de vez en cuando me dan conversación, de la cual raras veces suelo enterarme porque voy con los cascos puestos escuchando a The Damned y experimentando ese extraño fenómeno que se da en los buses y que consiste en dormir durante tres segundos, estar despierto durante otros tres, volver a dormirte seis segundos, y conseguir llegar a casa con mareos y el cuello en forma de salchichón.

En definitiva, sé que todo es susceptible de empeorar, sé que no debería sollozar tanto por mis desgracias horarias, y sé que la lechuza austral duerme todavía menos que yo. Pero, desde luego, si alguien me hubiera dicho en el año 2002 que un lustro más tarde iba a pasar una larga temporada levantándome a las 5:15 de la mañana, le habría contestado entre carcajadas que había más posibilidades de que la virgen María se apareciera en Fátima con un dildo rosa fucsia en la boca y disparando rayos láser por los ojos a los creyentes. Afortunadamente, algunos días son especiales y veo a Pac-Man en la tapicería del autobús.

Eso es la parte trasera del respaldo del asiento que tenía hoy delante de mí, por si no se aprecia bien en un primer vistazo. La foto es una mierda, porque mi móvil también lo es en cierto modo, hace fotografías con el colorido que tienen los calcetines de un buzo y además el día estaba ligeramente nublado. También he de reconocer que tuve que mantener en secreto mi descubrimiento y hacer la foto de estrangis porque, ya sabéis, tengo suficiente con sospechar que mi reputación se resume en «el rockero ese extraño» como para deteriorarla todavía más levantándome en pleno trayecto chillando «¡mirad, es Pac-Man!».

Porque es Pac-Man, no? Si a nadie más le parece Pac-Man, entonces eso significa que, por desgracia, me he vuelto plenamente imbécil. Ahora bien, si realmente se trata de Pac-Man, me pregunto qué querrá decirme con ello el destino. Pac-Man era perseguido por fantasmas. Admito que, en determinadas ocasiones relacionadas con las pocas cosas que sé hacer bien en esta vida, la modestia no es una de mis principales virtudes. Pero de ahí a llamarme descaradamente fantasma mediante un Pac-Man dibujado en el incoherente estampado de felpa de un asiento de autobús, sucio con el sudor de pasajeros somnolientos? No creo que las deidades que envían estas señales se tomen tantas molestias para algo tan poco útil. A lo mejor lo que me quieren transmitir es que realmente soy un fantasma, en el sentido más literal, y que realmente estoy muerto, condenado a vagar eternamente por el éter, creyendo que estoy vivo y escribiendo en una web acerca de películas deplorables y viejos juguetes aciagos, hasta que uno de vosotros se apiade de mí, localice mi tumba, la exorcice rociándola con orina de gorila y libere mi alma para siempre. Por último, es probable que el mensaje signifique que, tal como solía hacer Pac-Man comiéndose las bolas parpadeantes, es posible destruir a nuestros fantasmas internos con la ayuda de pastillas. Pero cómo que pastillas? Los dioses se molestan en lanzarme una pista, un consejo, una solución, una señal, y lo más que pueden hacer es sugerirme que recurra a los fármacos? O son las pastillas una metáfora más? Me veo incapaz de interpretar a Pac-Man.

Hace unas semanas fue mi cumpleaños. Mi colega Fernando, también conocido como el ilustre batería de No-Söund Effect, me regaló una de esas tazas con las que, si las llenas hasta el borde de café solo considerablemente cargado y te lo tomas, consigues que debido a la sobredosis de cafeína te salga espuma del ombligo. La taza está realizada con unos materiales incomprensibles para mí, y probablemente provenientes de la magia negra, gracias a los cuales parte del dibujo de su superficie sólo aparece cuando viertes líquidos calientes dentro de ella. La temática del mencionado dibujo tiene que ver, por supuesto, con Pac-Man. Está claro que Pac-Man me persigue y es un instrumento mediante el cual alguien trata de decirme algo. Mientras tanto, si eso significa que puedo beber carajillos de anís del mono de un tercio de litro al 50% de proporción, mientras las paredes de la taza se llenan de bolas blancas y fantasmas, Pac-Man puede manifestárseme cuantas veces desee a partir de ahora.