Necesitaba un acontecimiento que me hiciera salir definitivamente del letargo primaveral, cuyos efectos fueron intensificados por el clima cambiante, la astenia, y la amenaza y posterior ataque hacia mi brazo de la mosca negra. Necesitaba un evento que, a modo de detonante, me hiciera volver a prestarle atención a esta web, habitualmente leída y visitada por cinco personas, tres de las cuales, sorprendentemente y según las estadísticas que me llegan por e-mail cada semana, residen en Acapulco. ¿Quién querría perder su tiempo leyendo esta estúpida web, teniendo a cuatro minutos de su casa una vasta y arenosa playa de Acapulco? Cada persona es, como habitualmente se dice sin percatarse de que se está diciendo una frase tan típica que prácticamente equivale a no decir nada, un mundo, incluso en Acapulco, pero lo cierto es que yo necesitaba que ocurriera algo así para dejar de pasar mis noches asomado a la ventana, tratando sin éxito de comunicar con extraterrestres extraviados, y volver a ubicar mi culo en una silla para escribir acerca de estas temáticas que tanto gustan a cinco personas.

Ah sí, necesitaba que, nada más salir de casa para ir a currar en una de esas mañanas en las que es tan pronto que incluso los búhos bostezan con incredulidad, cayera ante mis pies un cofre con antiguos doblones de oro. Por fin mi vida estaría totalmente solucionada, jamás tendría que volver a madrugar, y esos putos búhos podrían pasar toda la noche y toda la madrugada rascándose la espalda unos a otros con el pico por lo que a mí respecta. Por desgracia, el baúl de los doblones jamás llegó a caer de los cielos, tan sólo existe en mi imaginación, y el único acontecimiento que ocurrió fue que se celebró en mi ciudad una feria del coleccionismo. Oh, pero mierda, ¿por qué nunca ocurren cosas buenas? En fin, supongo que eso tendrá que servir.

Una calurosa sobremesa de principios de junio, tan calurosa y soleada que tus axilas lloran entonando un réquiem en cuanto sales a la calle, quizá no fuera el momento más propicio para encaminarnos hacia el edificio en el cual tenía lugar esta feria. Sobre todo porque la ciudad al completo estaba semidesierta, ya que todas la personas cabales se ubicaban en sus sofás al amparo del ventilador y de los cafés con hielo, a excepción de un lugar concreto: la esquina en la que habíamos quedado. En la iglesia contigua se estaba celebrando una boda y, a pesar de sentirnos ligeramente inadaptados con nuestros atuendos zarrapastrosos en mitad de un círculo de tíos trajeados y tías con vestidos azules largos, conseguimos superar la tentación de chillar «¡vivan los novios!» con énfasis, e introducirnos en la iglesia con todos ellos, a la sombra del púlpito, donde seguramente se estaba mejor que a pleno sol, y dirigimos nuestros pasos hasta Coleccionea 2012, la feria del coleccionismo por antonomasia de la ciudad de Zaragoza.

Este tipo de eventos son la ocasión perfecta para ver de cerca un montón de cosas muy viejas, que normalmente no tienes ocasión de ver porque en las tiendas habitualmente sólo venden cosas muy nuevas. También es la oportunidad ideal para gastar tu viejo dinero en cosas muy viejas, para ver gente vieja, aunque también joven, y para recordar repentinamente cosas viejas que solías tener cuando eras pequeño, pero que habías erradicado totalmente de tu mente debido a las drogas de diseño o simplemente al paso traicionero del tiempo, dejando patente que ya eres considerablemente viejo. En definitiva, las ferias del coleccionismo son lugares principalmente para personas nostálgicas. Y, como la base del Escalón Imaginario es la nostalgia en un 80%, siendo el 20% restante la birra barata, trato de no perderme ninguna de ellas, ya que sé que siempre encontraré dos o tres o siete objetos en los que gastar mi, hum, viejo dinero de viejo, a los cuales seguramente no volveré a prestar atención a los quince minutos de volver a casa, pero que serán a ciencia cierta protagonistas perfectos para esta web, quedando inmortalizados para siempre en forma de fotos mal hechas y párrafos estúpidos, antes de caer de nuevo en el olvido para siempre.

Ya hablamos aquí en su momento sobre otra edición de esta misma feria que tuvo lugar hace dos años, en 2010, y el año pasado lamentablemente me la tuve que perder, al encontrarme en una ciudad playera en la que el único bar que no tenía estética ibicenca y música chill-out nefasta, para gente que desearía mil veces haber podido ir a Ibiza pero no les fue posible porque ir a Ibiza es mucho más caro que ir a esa otra ciudad playera, era un local que siempre estaba vacío y en el que el hijo de la camarera se parecía al cantante de Ramones. Pero la camarera no sabía quiénes eran los Ramones. ¿Cómo es posible? Tal vez el destino actuó a mi favor porque, si yo fuera camarera de un bar permanentemente vacío y un cretino viniera a decirme que mi hijo se parece al cantante de Ramones, seguramente le soltaría un tortazo. Ya sabéis, Joey Ramone no era precisamente un primor de la belleza. Regresando al tema que nos ocupa, tras uno de esos paréntesis al márgen que dieron al traste con mi prometedora carrera de escritor de relato corto, este año la feria había cambiado de ubicación y, aparte de que la zona disponible para los expositores era ligeramente inferior a la de otras ocasiones, la cantidad de dichos expositores también nos pareció menor a la de otros años. No sé por qué estoy hablando de «otras ocasiones» y «otros años», si tan sólo he estado una vez más en esta feria. Supongo que para dar imagen de coleccionista experto y versado en la materia, de esos que, ya sabes, diferencia un muñeco de He-Man editado en 1983 de otro editado en 1984 en México por la luminosidad del marrón de su taparrabos. Hey, yo no soy uno de esos tíos, todavía queda esperanza para mí.

La mayoría de los puestos tenían un aspecto similar al de la foto: una cornucopia heterogénea de colores y objetos pertenecientes al más oscuro de los pasados. Para gente semi-anciana y nostálgica de sus años infantiles, cuya principal problemática consistió en manosear algunos de esos objetos durante toda la tarde y tratar de aprender matemáticas durante la mañana, observar esta colección de cacharros suponía una sucesión de pequeños orgasmos agridulces, así como un festival de frases tipo «ostia, yo eso lo tuve», repetidas hasta la saciedad. Para gente igualmente semi-anciana, pero que tuvieron una infancia lamentable porque sus padres no les querían y fueron obligados a trabajar de sol a sol recolectando cebollas, posiblemente esta visión no signifique mucho, ya que no conocieron casi ninguno de estos juguetes y objetos análogos. Una reacción similar a la que seguramente sentirán los nacidos hace menos de veinte años, para los que toda esta colección de plástico posiblemente sea «mierdas viejas con las que jugaban algunos padres». Por suerte o por desgracia, me encuentro dentro del primer tipo de personas, y observar cada una de estas mesas me supone una lucha interna anticonsumista porque, admitámoslo, por mucho que me gustaría tener encima de mi mesa uno de esos puzzles de colores con los que supuestamente puedes conseguir hacer mil formas, honestamente estoy convencido de que, hoy en día, jamás invertiría ni dos minutos de mi vida en tratar de lograr ni siquiera crear una de esas mil formas. Ya me ponía de los putos nervios ese mismo puzzle cuando lo tenía de pequeño, ¿para qué necesito tener uno hoy?

Si tu afición es coleccionar muñecos de goma, o de PVC, que es una terminología que suena mejor, podías perfectamente volver a casa con ochocientas figuras de absolutamente todas las series de televisión existentes, incluso de algunas de las que jamás nadie ha oído hablar, e incluso de aquella serie horrorosa para perdedores que trataba de unos perros que tenían un equipo de baloncesto, el entrenador era también un perro, pero de otra raza y más gordo, y me parece que también había un amigo suyo que era un grillo o una especie de bicho repugnante. Se llamaba Basket Fever, y recuerdo tan perfectamente su nombre porque en cierto modo yo también soy un perdedor. En uno de estos lugares, si no consigues refrenar tu ansia por acumular muñecajos inútiles de goma, puedes representar fácilmente en tu casa la clásica escena que aparece en todos los dibujos animados, de alguien que va a buscar algo a su armario y se le cae todo encima.

Sospecho que esta foto representa algo más que una colección de basura. Antes de que preguntéis, no, no es mi casa, sino uno de los stands de la feria. Yo nunca tendría en mi salón una bandera de… de… de… oh dios mío, una vez más vuelvo a quedar públicamente como un absoluto iletrado en historia y geografía. No, en serio, contemplad la foto ahora, y ese conglomerado de objetos dispares que van desde botellas vacías chupadas por morros de gente que ya murió, una extraña funda de cuero para albergar dios sabe qué, una no menos extraña regla de madera destinada a golpear manos de niños que quizá hoy también estén muertos, hasta una pequeña estatua de la virgen de algún municipio que podría identificar si no fuera tan jodidamente ateo, un vehículo que funciona por computadora llamado Bigtrak, una fabulosa máquina de Super Cobra, y la bandera de… de… algún lugar de un gran país, todo ello presidido nada menos que por Heidi.

Sí, en esta foto los útiles más rudimentarios se entremezclan con la tecnología electrónica más avanzada, el pasado se interrelaciona con el futuro, pero ese futuro es a su vez ya parte del pasado, convirtiendo al otro pasado en un pasado mucho más pasado, mientras que al mismo tiempo todos nosotros, vosotros y vosotras estamos todavía vivos, aquí sentados en nuestras sillas, con el azul cielo de finales de julio tratando de entrar a través de nuestra ventana. ¿No os da que pensar? Sí, creo que esta foto es el equivalente pictórico a leer uno de esos libros filosóficos de Kahlil Gibran, quizá incluso ligeramente más enriquecedor.

Esta foto corresponde a un momento que me avergüenza mucho. Un momento humillante que por desgracia ya pasó y que por tanto soy absolutamente incapaz de hacer nada para retroceder en el tiempo y evitar que ocurra. Un momento tan vergonzoso que ni siquiera deseo aparecer por completo en la foto, y he cortado parte de mi cuerpo como símbolo de autoflagelación.

Veréis, en mi reducido círculo de amigos más íntimos, tenemos una especie de gracia estúpida, creada en honor a toda esa gente que llama Queen a Freddie Mercury, sin saber que Queen era un grupo formado por tres tíos más. Ya, todos hemos escuchado la frase «me encanta cómo cantaba Queen, tenía una voz…» y nos hemos estremecido con desasosiego. Pues bien, para ese reducido círculo de amigos, absolutamente todo lo que tenga bigote es denominado como Queen. Así, si estamos perdidos en alguna ciudad desconocida, necesitamos encontrar una calle y pasa un tío con bigotes, uno de nosotros seguramente dirá «pregúntale por la calle al Queen ese». Si estamos pidiendo cubatas en un bar y el camarero tiene pelo en el labio superior, alguien comentará después que «vaya cubatas aguachinados nos ha puesto el puto Queen ese». El axioma es muy simple: bigote = Queen. De tal manera, y si fuerais yo, ¿qué es lo primero que pensaríais al ver la portada de ese libro? Por supuesto, «voy a hacerme una foto con el libro que tiene un Queen en la portada».

Lo que no esperaba era que el dueño del puesto me preguntara que por qué me estaba haciendo una foto con ese libro tan alegremente, y que si conocía al escritor. Responder que me había hecho gracia la portada no ayudó a mitigar lo penoso del momento que estaba a punto de tener lugar. El dueño del stand me comentó que Santiago Lorén había sido un escritor aragonés, nacido en Belchite, que había vivido durante casi toda su vida en Zaragoza, fue premio Planeta en 1953, y había fallecido hacía tan solo un par de años. La célebre frase «tierra trágame» cobró un nuevo significado en ese momento, e incluso se convirtió en «tierra trágame por favor, dios mío, puesto que soy un puto imbécil inculto que acaba de ser humillado con todos los motivos del mundo». No puedo prometer que dejaré de llamar Queen a todo bicho viviente con bigote, porque sería imposible, pero sí prometo leer alguna obra de Santiago Lorén, y espero que estas palabras sirvan como disculpa tanto para él como para la persona que vendía el libro, el cual, finalmente, no compré.

Tras escurrir el bulto de la mejor manera que pudimos, después de haber hecho el ridículo gracias a los fans falsos de Freddie Mercury, observamos esta mesa llena de máquinas LCD, un mundo mucho menos peliagudo y acerca del cual pocas cosas puedes comentar para que su dueño se ofenda y te ponga en tu sitio. Excepto, quizá, si cuentas en voz alta que te gusta jugar en el parque al Donkey Kong Jr. presionando los botones con el pene. Cosa que no dije porque ya había aprendido minutos antes la lección de no hacerse el gracioso más de lo necesario. Hey, y porque tampoco es cierto, tiene que ser muy complejo presionar uno de esos botones con el pene.

Me encantan estas máquinas de cristal líquido. ¿Las recordáis? Se trataba de una pantalla, o dos, o incluso tres en algunos raros y extremos casos, en la que manejabas una serie de figuras estáticas y negras, hechas de cristal líquido, realizando una serie de movimientos mecánicos que eran siempre lo mismo, pero cada vez más rápido, y por ende más complicado, hasta que o bien perdías todas las vidas o sufrías un ataque de ansiedad y caías en las garras de la heroína de forma prematura. Eran tan aburridas. Pero me parecían tan avanzadas tecnológicamente, como si con ellas se hubiera alcanzado la cumbre de la expansión científica en materia de entretenimiento, y jamás fuera posible que aparecieran creaciones superiores. El tiempo me demostró que estaba muy equivocado, ya que algunos años más tarde aparecieron consolas como la GameBoy y Game Gear, las cuales sí se convirtieron en la cima de la tecnología hasta hoy. ¿Cómo? ¿Qué decís? ¿Que desde entonces todavía han surgido un montón de cosas nuevas que le dan mil vueltas a la puta GameBoy? ¿Con pantalla qué? ¿Táctil? ¿Y que ya no se usan las pilas? ¿En serio? Caramba, qué desfasado estoy últimamente.