En numerosas ocasiones ya he declarado abiertamente que la consola Sega Master System es el amor de mi vida, en lo que a aparatos electrónicos se refiere. La amo más que al microondas, más que a los walkie-talkies, más que a aquellos dispositivos que únicamente servían para rebobinar cintas VHS y, por supuesto, más que a cualquier otra consola de videojuegos. Muchas de ellas han pasado por mis manos durante los últimos 874 años, pero la Master System siempre será la primera en llegar hasta ellas cuando yo contaba con unos ocho años y pico de edad, con la que descubrí que podía jugar a una versión descafeinada de Out Run en mi propio hogar y con zapatillas de cuadros de andar por casa cubriendo mis pies, gracias a la cual memoricé las reglas de los más importantes deportes a pesar de no acercarme a un balón de fútbol en la vida real ni aunque estuviera relleno de aguacates, con la que aprendí inglés leyendo sus multilingües manuales de instrucciones y, por qué no decirlo, con la que también amplié mi léxico español gracias también a sus manuales. Todavía recuerdo cuando descubrí la existencia de la palabra «azagaya» en las instrucciones del juego Rastan, y pasé una larga temporada utilizándola intensivamente en cualquiera de mis conversaciones, estuviera dentro del contexto o no, solo por la satisfacción de descubrir que nadie sabía su significado. Creo que podría perfectamente reanudar esta práctica hoy en día, ya que me da la impresión de que azagaya sigue siendo una de las palabras menos populares de nuestra lengua, e incluso yo mismo he tenido que buscar su significado en el diccionario porque en el transcurso de todos estos años he olvidado qué mierdas es una maldita azagaya.

Gracias a la llegada de internet a mi vida a finales de 1997, descubrí un montón de cosas. Entre ellas, que el sexo con animales gozaba de una gran popularidad pero, más notablemente, la existencia de los maravillosos emuladores, esos pequeños programas que te permitían jugar en tu ordenador a todos y cada uno de los juegos existentes para todas y cada una de las consolas aparecidas durante la historia contemporánea. También descubrí algo más, y eso fue la presencia de un gran número de tíos raros alrededor del mundo que idolatraban la Master System como si ésta se tratara de un tótem místico con rostros de deidades indias con gran nariz talladas en su superficie, los cuales seguían hablando de la Master System, creando páginas web sobre ella, discutiendo en foros, y coleccionando juegos. En lugar de carcajearme de semejante submundo anacrónico y seguir investigando acerca del sexo con animales cuyo atractivo jamás he podido comprender, fui atrapado en sus redes sin remedio. Lo cierto es que tenía olvidada a mi vieja Master System desde hacía ya varios años, puesto que mis intereses de adolescencia se habían volcado en otras prioridades, como localizar birra barata, encontrar el amor en forma de alguna chica pelirroja que fuera fan de The Cult, e intentar alcanzar la fama tocando el bajo en varios grupos de mierda. No obstante, en pocas semanas, yo era uno más de esos tíos raros que coleccionaban juegos de Master System, el único (o esa impresión me daba, al menos) español en una subcultura todavía en pañales, una especie de élite underground que invertía tiempo y esfuerzos en localizar juegos por los que el resto de la gente «común» (o así les veía yo desde dentro de mi supuesta burbuja elitista) no habría ofrecido ni dos tomates mohosos de esos que localizas un buen día en un rincón de tu nevera buscando un sustento digno en una mañana gris de domingo resacoso.

Fue una época interesante. Me levantaba a una hora relativamente temprana para acudir al rastro, con el recuerdo todavía patente del último chupito horrible de tequila de la noche anterior, y regresaba a mi hogar con varias maravillas de 8 bits que me habían costado 500 pesetas (unos 3 euros si tenemos en cuenta la divisa local actual), asombrándome de que esos mismos juegos costaban, no muchos años atrás, diez veces más en las tiendas. Enviaba paquetes con mis juegos duplicados a tíos que vivían en países tan recónditos como Canadá, Alemania o Inglaterra, y recibía a cambio otros paquetes llenos de tesoros que no podía encontrar aquí en España. Respondía anuncios de periódicos locales, escritos por contemporáneos míos que no veían el momento de deshacerse de sus malditos juegos de mierda de cuando eran pequeños, para poder por fin comprarse una Playstation. Visitaba absolutamente todos los comercios y tienduchas que pudieran tener stock sobrante de épocas pasadas, y sus propietarios me miraban como si les estuviera pidiendo una cabra disecada con dos penes en la frente. No me importaba. Tenía mi página web sobre la Master System, discutía online con gente de todo el mundo acerca de si Alex Kidd llevaba patillas o simplemente se dejaba largo el pelillo adyacente a su oreja, como el bajista de David Bowie en los 70, y poseía una colección de juegos cada vez más numerosa que comenzaba a asemejarse a las vitrinas que solían albergar todas aquellas cajas en El Corte Inglés que, según temía cuando era pequeño, jamás llegaría a adquirir.

Internet me ofreció la posibilidad de descubrir juegos de cuya existencia no tenía ni la más remota idea, y también la de conocer, al volver a casa tras una mañana de compras en el rastro, que algunos de los juegos recién adquiridos por un precio equivalente al de dos melocotones de tamaño medio resultaban ser algunos de los más cotizados y complicados de encontrar. Los propietarios de esos mercadillos y tiendas no tenían, por aquel entonces, ninguna intención de tasar sus juegos viejos, y los vendían a un precio genérico y simbólico casi con desprecio, como si depositaran en sus mostradores pequeños sacos rellenos de mierda seca. Es difícil de creer, sobre todo hoy en día, cuando la afición por lo denominado «retro» ha alcanzado unas cotas de popularidad y absurdez, a partes iguales, que pensar en comenzar ahora una colección de juegos de 8 o 16 bits sea absolutamente inviable. Es cierto que siempre cuento la misma historia aburrida de cómo comencé a coleccionar juegos arcaicos en un momento precoz y totalmente adecuado, y siento muchísimo repetirme como un loro en celo, pero me resulta realmente insólito que mi afición de adolescencia, que tenía casi que mantener en secreto como si guardara dedos amputados en el zapatero de mi armario, junto a mis zapatillas jevis negras de bota, o correr el riesgo de que mis interlocutores pensaran que era un pobre desgraciado, ahora se haya convertido en algo tan popular y cool como hacer surf en los ochenta o llevar camisas de cuadros y botas Doc Martens en los noventa.

Internet, efectivamente, nos ofreció un montón de información interesante sobre nuestras aficiones pero, finalmente, internet hoy en día proporciona quizás demasiada información acerca de absolutamente todo, tal vez más de la que podemos procesar inteligentemente. Ya no existe esa emoción de entrar en una tienda roñosa y encontrar a un viejo tendero antipático y con gafas sucias que saca a regañadientes una caja de juegos de Master System, los cuales te vende a precio de saco de mierda seca pensando que le estás haciendo un favor. Ahora todo el mundo consulta con sus smartphones en directo por cuánto se venden los juegos en eBay, que tal juego supuestamente cuesta 30 euros más porque su código de barras termina en 8, o que por tal otro puede pedir 3399439498 dólares porque solo se editaron 4 en todo el mundo y los otros tres los posee un coleccionista de Washington DC llamado Colin Matthews en cuya foto de perfil de Facebook aparece pescando con su hija pequeña.

Todo esto realmente me da igual, porque mi colección llegó hace ya bastantes años a un punto en el que comprendí que había tocado techo. Ya tenía todos los juegos que deseaba, y muchos más que nunca quise. Tenía juegos muy guays, y muchos otros horriblemente despreciables a los que nunca jugaré más de dos minutos seguidos. La colección de Master System no es de las más extensas del mundo y, aunque la mía no está completa, tampoco necesito que lo sea porque los que me faltan son absolutas bazofias o juegos de rugby y similares que, sinceramente, no me causan mariposas azules en la tripa. Cuando fui consciente de que mi búsqueda había por fin había llegado a su, valga la redundancia, fin, me sentí algo vacío, sin objetivos, como cuando llegas a casa después de hacer la compra y compruebas que has olvidado la moneda dentro del carro. En más de una ocasión he soñado que entro en un bazar mugriento y descubro varios juegos de Master System editados a finales de los ochenta y de los que jamás había oído hablar. Soy así de simple. Pero coleccionar juegos de Master System es una tarea muy desagradecida, en comparación con otras colecciones compulsivas y enfermizas. Los malditos sellos no se acaban nunca, y los filatélicos pueden llenar álbumes y álbumes durante el resto de sus vidas si así lo desean, o hasta que sus mujeres les expulsen de casa y prendan fuego a todos los sellos en una pira de humo negro entre carcajadas, ¿por qué no puede ser así con la Master System? En ese momento es cuando hacen su aparición esos grandes olvidados: los juegos que solo salieron en Japón.

En el país del sol naciente y las chicas que se tapan la boca al reír de manera comedida, la Master System se llamó inicialmente Mark III, y luego Master System, la cual tenía una apariencia muy similar a la nuestra pero incluyendo un par de pijadas que la hacían mejor, las cuales no voy a pasar a desvelaros porque estoy seguro de que hace ya varios minutos que apagasteis el ordenador y os pusisteis a tender la ropa. Muchos de los juegos japoneses, cuyo formato de cartucho era incompatible con nuestras consolas, llegaron a occidente tal cual, otros sufrieron algunas transformaciones para supuestamente acomodarse más adecuadamente a los gustos no nipones, pero unos pocos fueron exclusivos de Japón y jamás surcaron el océano Pacífico. Nadie sabe cuál fue el criterio de los directivos de Sega para decidir no importar esos títulos. Es posible que en algunos casos el motivo fuera debido a que algunos de ellos eran una mierdecilla, aunque eso no impidió que sí que se editaran fuera de Japón otros que eran también un poco mierdecilla. Con encanto, eso sí.

En otros casos, aventuras estáticas de texto o juegos de pseudo-rol con argumento excesivamente japonés, imagino que fueron descartados porque eran un maldito aburrimiento para los chavales occidentales ávidos de acción, peleas, naves espaciales, explosiones, y bocadillos de jamón con tomate. De cualquier manera, entre que muchos de ellos estaban en japonés y que nunca utilicé demasiado los emuladores de Master System porque prefería esperar a ir encontrando los juegos físicos en las mencionadas tienduchas polvorientas, jamás les presté una gran atención. Ahora, con la crisis de los treinta en plena ebullición, cuando incluso me planteo hacerme un piercing en la nariz, esos juegos japoneses son como títulos nuevos para mí, los cartuchos ausentes en mi colección, el eslabón perdido entre mi infancia y el potencial piercing nasal, sobre todo ahora que han aparecido traducciones al inglés para muchos de ellos, las cuales se pueden descargar perfectamente de internet. Si tan solo fuera posible meterlos en un cartucho occidental y jugar con mi auténtica consola en mi auténtica televisión decrépita de tubo catódico, en una noche lluviosa con una birra en la mano…

¡Y sí, es posible! En la actualidad, si eres mañoso con el soldador y tienes ligeros conocimientos de electrónica, puedes fabricar tus propios cartuchos con cualquier juego que descargues por internet. Desgraciadamente, como soy de letras, jamás he utilizado un soldador, nunca he taladrado una pared, mis conocimientos de electrónica se limitan a conocer la existencia de aquellas puertas lógicas llamadas AND, NAND y NOR, que siempre me parecía el lenguaje de un gangoso, y lo más electrónico que he hecho en mi vida es limpiar las conexiones de un mando a distancia cuyas pilas explotaron y soltaron una especie de ácido que olía a pescado, no soy capaz de hacerlo. Así que he tenido que pedírselo, a cambio de un módico precio, a un chaval francés residente en Francia. Pero, ¿y las portadas y las pegatinas? Oh sí, eso sí que sé hacerlo. ¿Estáis listos para la foto que os va a trasladar de nuevo a una tienda de videojuegos en 1989, la foto que os convencerá de que haber leído todos esos párrafos de mierda anteriores ha valido la pena? Allá va.

Et voilà! Cinco juegos nuevos para mi Master System, todos ellos editados entre 1986 y 1988, que jamás salieron de las fronteras del país del sushi, nunca tuvieron este formato occidental, y que calmarán mi crisis de los treinta durante unos días hasta que se me ocurra el próximo proyecto imbécil. Invertí un gran número de horas perdidas en tratar de diseñar estas portadas hasta el último detalle para que se asemejaran en la mayor medida posible a cómo habrían sido si, en una realidad alternativa, hubieran aparecido en las tiendas españolas en 1988, y estoy seguro de que a mi novia le encantó escuchar en repetidas ocasiones la frase «hoy no puedo quedar, que estoy a punto de terminar las portadas». Sobre todo porque a esa frase le solía preceder todo el relato aburrido que acabáis de leer. Y, aprovechando el famoso refrán popularizado por Albert Einstein que reza «a un relato aburrido siempre le sigue otro similar», he aquí la explicación detallada de los juegos que el destino nos negó.

Fist of the North Star, basado en el famoso manga de nombre Hokuto no Ken sobre la vida y obra de un joven que hace explotar las cabezas de la gente que odia a base de puñetazos, en realidad sí apareció en occidente, renombrado como Black Belt y con un montón de gráficos alterados. Seguro que lo recordáis, era aquel juego de un karateka en cuya portada había una simbólica pierna golpeando el aire con destreza. Pero comentaremos las carismáticas portadas minimalistas de la Master System europea y americana un poco más adelante.

Hokuto no Ken es fiel a la historia del manga, supuestamente los enemigos resultarán familiares a la gente que lo haya leído, gente entre la que yo no me cuento, y lo cierto es que me resultó bastante complicado traducir la descripción del juego utilizando un programa de reconocimiento de caracteres japoneses (ya que, como he especificado en alguna ocasión, mis conocimientos de japonés se limitan a decir sake y maki-sushi), y sobre todo conseguir que tuviera algo de sentido en inglés y español, puesto que no sé quién es King, quién es Raoh, quién es Yuria, quién es Shin, y de qué va toda esta historia. Por supuesto, el resto de idiomas fueron facilitados en un minuto por Google Translate, con lo que seguramente no tengan ningún sentido y suene como si lo hubiera escrito un indio con taparrabos de plumas de águila real. Tampoco estoy seguro de que la imagen que elegí tenga algo que ver con la parte de la historia alrededor de la cual transcurre el juego, pero me pareció que quedaba bastante guay.

No entiendo por qué Rygar jamás salió de las fronteras japonesas. Era una máquina recreativa de relativo éxito creada por Tecmo, reprogramada para la ocasión por una compañía llamada Salio. Lo cual es una paradoja porque, efectivamente, el juego de Salio nunca Salió… salió… oh dios, necesito terminar este artículo ya.

En realidad, y obviamente, esta versión resultante es bastante más cutre que la original, llegando incluso a ser algo aburrida. Pero el catálogo de la Master System estaba plagada de conversiones castradas de máquinas recreativas en las que un montón de cosas se habían quedado por el camino. Las cuales, no obstante, bajo mi perspectiva de niño con gafas y chándal con rodilleras, eran prácticamente como tener la recreativa en el salón de mi casa, justo al lado de esas fotos enmarcadas avergonzantes de la comunión. Así que no comprendo por qué este Rygar (o Argos No Juujikenokkon Pon, para ser más etimológicamente exactos) no pudo haber sido un pequeño gran éxito de la Master System.

Sukeban Deka II tiene uno de esos argumentos que tan solo podían proceder de Japón. Si lo he entendido bien, Saki es una especie de chica adolescente detective, que se infiltra de incógnito en un instituto, haciéndose pasar por una estudiante vulgar, corriente y con risilla de conejo más, para investigar diversos asuntos que atormentan a sus compañeros. Tiene un yo-yo muy sofisticado y, al parecer, fabricado con cemento armado, mediante el cual golpea a sus enemigos en todo el estómago, dejándolos inertes en el suelo y con lagrimillas en las comisuras de sus ojos. ¿Se llama comisura a esa zona en la que comienza (o termina, según se mire) el ojo, y donde suelen aparecer extrañas legañas por la mañana?

Desde un punto de vista de directivo de Sega USA a finales de los ochenta, puedo entender que este juego se descartara instantáneamente para su aparición en el mercado occidental tras escuchar la sinopsis anterior. ¿Una chica colegiala que lucha con un yo-yo, y que encima tiene dos compañeras cuyas armas son unas canicas de mierda y una especie de cojín rojo para las almorranas? ¡Eso no va a tener ningún éxito entre los niños embrutecidos estadounidenses y europeos! No obstante, y podéis llamarme afeminado si lo deseáis, aunque nunca he creído en la exclusividad de juegos y juguetes solo para niñas o solo para niños, sé que de pequeño habría pasado horas muertas jugando a Sukeban Deka II. Incluso hace unas semanas, una noche me puse a ver una película de Sukeban Deka que se editó en 1987 para ponerme en antecedentes, y lo cierto es que me gustó, aunque luego soñé que me crecían yo-yos de las ingles, pero imagino que la culpa la tuvo el cerdo agridulce en cantidades históricas que estuve cenando.
Algo reminiscente de aquel Spellcaster, también para la Master System y que apareció con considerables modificaciones gráficas fuera de Japón, el juego consiste en moverte de un sitio a otro, buscar pistas y hacer cosas muy poco intuitivas mediante menús, intercalando estas partes estáticas con otras de acción y peleas realizadas de manera algo ortopédica. Sé que en 1988 habría pasado tardes y tardes jugando a esto pero, ahora que soy viejo y mi tiempo es escaso, probablemente no invierta más de tres tardes en ello. Te maldigo, Sega, por no haberme dejado jugar a Sukeban Deka II cuando era pequeño.

Al contrario que con Sukeban Deka, sé que habría detestado Story of Mio (o, si nos ponemos puristas, «Hoshi Wo Sagashite») cuando era pequeño, e incluso es posible que hubiera chillado mis primeros tacos realmente malsonantes. Ahora, en cambio, me encanta. Se trata de una especie de aventura de texto, con imágenes estáticas, en la que, mediante la selección de acciones en un menú, debes descubrir el secreto de una mascota que acabas de regalar a tu novia. Como eres un puto tacaño incapaz de abrir el puño y comprar unos pendientes o algo en condiciones, optas por llevarle un huevo del mercadillo más cercano, del cual acaba emergiendo un extraño ser similar a un oso amarillo, pero con grandes orejas y alas.

El juego tiene una ligera conexión con el clásico Phantasy Star y, de haber aparecido por nuestras tierras en su momento, estoy convencido de que habría abarrotado las tiendas de segunda mano pocos años después a un precio ridículo, para revalorizarse de nuevo hoy en día, cuando todo el mundo vendería órganos poco útiles en el mercado negro para poder conseguirlo. Tal vez fuera una sabia decisión dejarlo para siempre sepultado en Japón. Durante una noche de insomnio, birra en mano, decidí intentar llegar al final de una sentada, pero a los quince minutos ya estaba buscando la solución en internet. El exceso de información de nuestros tiempos actuales está acabando con mi poder de perseverancia, el cual ya de por sí tiene el tamaño de una aceituna.

Y, finalmente, el último juego japonés de esta historia es el mundialmente desconocido Machine Gun Joe. Uno de los títulos pertenecientes a la primera hornada de la Mark III en Japón, tiene todo el regustillo de aquellos juegos primigenios como Ghost House, Teddy Boy, Transbot o My Hero. Un juego sin texto, el cual no comprendo por qué fue vetado a la hora de salir de Japón. Como la industria del videojuego occidental siempre ha utilizado argumentos algo imbéciles a la hora de censurar juegos, tal vez el único motivo fuera que sus protagonistas son seres humanos cabezones que se pegan tiros los unos a los otros y, con semejante dosis de crudo realismo, los niños podrían tomar ejemplo y coger prestadas las pistolas de sus padres. Aunque en el juego también aparece de vez en cuando una araña gigante, y eso sería más complicado de encontrar en la vida real.

Para Machine Gun Joe, decidí subir un peldaño en la escalera de la creatividad, dejar de lado la carátula original japonesa (motivado tal vez porque no conseguí localizar una imagen que no tuviera que ser vista con un microscopio de doscientos mil aumentos) y dibujarla yo mismo. Quería que tuviera el mismo aspecto que aquellos primeros juegos de la Master System, con sus famosas y siempre ridiculizadas carátulas que parecían haber sido dibujadas por un niño de diez años. Ya sabéis, esas ilustraciones minimalistas y bastante vergonzosas, en las que se mostraba esquemáticamente el argumento del juego, como si de un jeroglífico se tratara, y que provocaban serias dudas acerca de si el dibujante realmente había llegado a ver el juego en funcionamiento, o simplemente le habían dado unas pocas directrices por teléfono mientras la línea se entrecortaba durante una noche lluviosa de octubre. Si el juego iba de fútbol, en la portada aparecía una pierna con un balón. Si se llamaba Black Belt, se mostraba otra pierna dando una patada a la nada. En Ghost House salía un murciélago revoloteando. Y si trataba de lucha libre, como Pro Wrestling, el dibujo era un tío luchador con su propia cabeza debajo del sobaco. En serio, buscadla, es así de inverosímil.

¿Qué puedo decir? A mí siempre me gustaron esas portadas de mierda. Mantenían una línea general de imagen y diseño, una línea un poco rancia, pero una línea homogénea al fin y al cabo, y luego el juego era muchísimo mejor que lo que prometía la caja. En cambio, la Atari 2600 tenía juegos con unas portadas increíblemente detalladas pintadas sobre lienzo, y luego los juegos eran una amalgama de cuadrados, rayas, elipses que pretendían ser submarinos, y sonidos similares a esos pedos mañaneros que rezas por que nadie haya escuchado.

Dibujar una portada de Master System al estilo clásico no es fácil. No puedes hacer un dibujo muy bueno, porque rompería la hegemonía con las otras portadas y desentonaría demasiado. Y no puedes hacer un dibujo extremadamente horroroso porque, a pesar de la habitual broma de que esas portadas fueron hechas por un niño manco, es obvio que se ilustraron por gente que sabía dibujar. Aunque fuera el más bochornoso de sus encargos y luego decidieran no incluirlo en su dossier profesional, como aquel verano que trabajaste limpiando baños en un bar, pero luego lo obvias de tu currículum porque, a pesar de que te dio dinero, no deseas que se te recuerde por esa labor precisamente. De todas formas, creo que mi portada da el pego, y podría pasar perfectamente inadvertida entre el resto de juegos de su quinta. Yo lo habría comprado. ¿Vosotros lo habríais comprado? Yo sí, yo lo habría comprado, definitivamente. De hecho, habría comprado dos copias.

Al más puro estilo de aquellos primeros juegos, cuyos textos en español parecían haber sido revisados por el mismo tío que escribe carteles de «Oferta: Nanraja y Melotocón» en la frutería china de tu calle, decidí incluir también un par de erratas de mi propia cosecha, siempre buscando el realismo más absoluto. Y, por supuesto, tratando al jugador de usted, como en los viejos tiempos. Siempre me hizo gracia eso. Aunque hoy en día, cuando alguien me trata de usted en una tienda, ya no me parece tan gracioso. ¿Es que acaso tengo pinta de tener el más mínimo interés en que me traten de usted? Joder.

Finalmente, diseñé este pequeño logotipo estúpido para, en el futuro más lejano, cuando haya perdido la mayor parte de mi memoria, pueda identificar estos cinco juegos y asociarlos a aquella época en la que cumplí mi sueño de diseñar una portada de la Master System, e invertí muchísimas más horas delante del ordenador, escribiendo sobre unos juegos muy viejos, haciéndoles carátulas, y aburriéndoos, que enfrente del televisor jugando con ellos.