La temporada navideña está ya tocando a su fin y, con él, situaciones clásicas e inherentes a ella como momentos de tensión incómoda durante las cenas familiares, vecinos desconocidos que se abalanzan contra ti a darte la mano y desearte feliz año en contra de tu voluntad, y la frustración impotente de no haber ganado la lotería un año más, y ser por ello incapaz de perder de vista todo aquello que odias en tu vida cotidiana.

Pero todavía queda un evento, una noche mágica, un día posterior algo menos mágico: la Noche de Reyes. ¿Por qué el día después tiene un nivel inferior de magia? No puedo generalizar sobre todos los casos sobre la faz de la tierra pero, generalmente, la Noche de Reyes acostumbra a ser un momento de rememorar, de nostalgia, de recordar cómo, hace tantos años que parece como si se tratara de otra vida en la que nosotros no éramos nosotros sino otras personas, pequeñajas y con un chándal o pijama antiestético, nos íbamos a dormir con la absoluta seguridad de que, a la mañana siguiente, tres ancianos cabalgando sobre camellos, y alimentados únicamente a base de vasos de leche y pedazos de turrón sobrante o, en el caso de los niños más ruines como yo, de nada en absoluto, habrían depositado bajo el árbol de Navidad toda clase de maravillas envueltas en papel de regalo.

Hoy en día, pues, la magia del 6 de enero se ve disminuida en un 86%, puesto que los Reyes Magos nos traen objetos que nos son más indiferentes, porque todo lo que deseamos lo adquirimos compulsivamente por internet durante el resto del año, o directamente se olvidan de dónde se ubica nuestro hogar y pasan de largo, en pos de otras casas en las que realmente quede algo de ilusión.

Aunque no siempre fue así y, para atestiguarlo, tras el derroche de originalidad del año pasado, en el que envolví para mí mismo una serie de regalos impropios de mi edad, para posteriormente desenvolverlos y perder una tarde entera en el proceso, este año volvemos con un clásico imperecedero que a casi todo el mundo consigue extraer una pequeña lágrima de añoranza por los años pasados: los catálogos de juguetes, ese compendio y testigo de todos y cada uno de los objetos que, o bien tuvimos y perdimos a manos del implacable paso del tiempo, o bien anhelamos y nunca conseguimos, pese a suplicar a gritos previamente y odiar a nuestros padres posteriormente, durante un breve número de días.

Hace algún tiempo cayeron en mis manos, previo desembolso de una cantidad razonable de dineros, algunos de ellos, y hoy nos centraremos principalmente en un catálogo de diciembre de 1986 perteneciente a los difuntos grandes almacenes Galerías Preciados, los cuales se hundieron en la más absoluta de las bancarrotas desde la década de los 80, para ser posteriormente adquiridos por El Corte Inglés, y ver la gran mayoría de sus tiendas reconvertidas en comercios de dicho grupo.

En la portada de este Juguetylandia 1986 encontramos a Ramoncito, ataviado con su batín de invierno, quien no ha sido capaz de aguardar al alba y se ha levantado en plena noche para abrir cincuenta millones de regalos. Vaya, yo siempre suelo mencionar que fui un niño ligeramente malcriado porque siempre obtuve un buen montón de regalos de primeras marcas, pero lo de este criajo ya es un nivel superior. Estoy seguro de que los Reyes Magos, tras depositar semejante cargamento de cajas y dejar el suelo plagado de regalos, tuvieron esa desagradable sensación de cuando estás fregando el suelo de la cocina mientras piensas en cuántos kiwis te quedan en la nevera y te encuentras en una esquina de la habitación, con todo el suelo mojado, y sin posibilidad de escapar, viéndote obligado a esperar diez eternos minutos hasta que el suelo está seco de nuevo. Suerte que los Reyes tienen camellos voladores, quienes seguro tuvieron que acudir a su rescate porque, a pesar de que Ramoncito tiene ya juguetes en el suelo hasta que le salga bigote, al maldito repeinado todavía le quedan paquetes sin abrir.

Como contraposición, en otra habitación de la casa, tenemos a la pequeña Marisol, fruto de un embarazo no del todo deseado, en soledad, iluminada por una triste bombilla, quien duerme con ropa y zapatos porque cada noche planifica escapar hacia otra familia en la que sentirse un poco más querida. Y no es de extrañar, ya que sus únicos regalos son un oso Angeloso, aquella copia española de los Osos Amorosos, y un miserable perro de la sección de peluches económicos genéricos. Pues bien, tanto si erais del tipo Ramoncito como si vuestra infancia fue similar a la de Marisol, seguro que encontráis algo que os resulte familiar en alguno de los siguientes párrafos. Y atención, en algunos de los casos, las fotos van a cobrar vida y estarán representadas por los juguetes auténticos, en tres dimensiones, que por algún motivo forman parte de mi pequeña colección de objetos inútiles que tan feliz hace a mi novia cada vez que se incrementa.

Masters del Universo

No lo puedo negar. En 1986, los Masters del Universo eran mi vida, y soñaba con la llegada de cada Navidad o cumpleaños, ya que eran los momentos principales en los que sabía que mi colección de figuras o vehículos se iba a multiplicar. Ésta es una de las dos páginas del catálogo dedicadas a los Masters del Universo, y debo reconocer el mérito de los diseñadores del catálogo de Galerías Preciados porque, en lugar de utilizar fotos genéricas proporcionadas por Mattel, en muchos de los casos montaban esta especie de dioramas. Hechos a base de cubos con las esquinas peladas y estanterías blancas de contrachapado con las que parece que He-Man y Skeletor están esperando a hacerse unos análisis en la sala de espera de un hospital, sí, pero no puedo evitar tener en cuenta el mérito e imaginar a un par de fotógrafos contratados para desprecintar decenas de muñecos, visión que hoy en día nos parecería aberrante ya que en la actualidad una figura original sin abrir se cotiza a partir de 60 euros, y colocándolos en posiciones artísticas. Tampoco puedo evitar imaginar la posterior visión horrible de un cubo de basura lleno hasta los topes de blisters abiertos y cajas rotas e inservibles, aunque seguro que todas esas figuras invendibles acabarían en manos de hijos de los empleados de Galerías Preciados. Al igual que, al parecer, Jesucristo murió por nuestra salvación, en esta versión moderna muchos embalajes fueron sacrificados para que algunos niños recibieran muñecos gratis. Supongo que el equilibrio del karma está en paz.

De esta foto, recuerdo tener el Dragón de Combate, o Dragon Walker en su versión original. Se trataba de un vehículo accionado a pilas, que avanzaba de la manera más ortopédica y menos práctica de la historia, como si el objetivo del ingeniero que lo diseñó hubiera sido provocar que He-Man llegara tarde a todas sus citas y tardara cinco veces más que si se desplazara andando o incluso con una bicicleta con ruedas cuadradas. Por desgracia se perdió irremediablemente en una mudanza, pero hace algunos años conseguí una fabulosa caja sin abrir, versión americana, que estrenaré cuando el ser humano colonice la Luna.

Todavía conservo mi Kobra Khan original, cuyo mecanismo de combate consistía en llenar su cuerpecín de agua ya que posteriormente, al presionar su cabeza hacia abajo al más puro estilo frasco de colonia, el líquido salía pulverizado hacia la cara de sus enemigos. Me resulta curioso recordar que, cuando era pequeño, acostumbraba a rellenar a Kobra Khan no con agua sino con, efectivamente, colonia, haciendo gala ya en aquellos tiempos primigenios de la metrosexualidad que comencé a desarrollar algunos años después.

Finalmente, las versiones «armadura de combate» de He-Man y Skeletor fueron las grandes novedades de ese año ya que, cada doce meses, aparecían en las tiendas nuevas versiones de estos dos personajes, con trajes y poderes distintos, que comenzaron a rozar la chifladura al final de su producción con accesorios como garras enormes, dragones a modo de mochila y bolas giratorias en las manos. La armadura de combate en cuestión era un cilindro con tres posiciones, ubicado en el tórax de He-Man y Skeletor, las cuales podían alternarse mediante golpecitos, y cada una mostraba un nivel superior de defenestramiento, haciendo más creíble la representación de que estos dos tipos realmente se estaban apaleando como locos encima de tu alfombra. Éstas fueron las dos únicas versiones de He-Man y Skeletor que tuve jamás, y aquí están, sobreviviendo al paso del tiempo y del olvido, junto a sendos blisters impolutos y sin abrir que no, desgraciadamente no son originales, sino que pertenecen a una serie de reediciones conmemorativas que editó Mattel en el año 2000.

Pantalla de avión electrónica

Cambiamos de tercio momentáneamente, y nos vamos a una página de otro catálogo editado en diciembre de 1989. Aunque en la mayoría de ocasiones me dé reparo admitirlo, soy una de las pocas personas del universo sin carnet de conducir. Y creo que conozco el motivo, y dicho motivo se encuentra en esta página: nunca tuve una «Pantalla Coche Electrónica» para introducirme en el mundo del automovilismo y quitarme el pavor que siempre he tenido a atropellar a tres ancianos y dos gatos nada más sacarme el carnet y sentirme miserable en la cárcel durante el resto de mis días.

Tanto la pantalla de coche como su versión avión eran una especie de mezcla entre juguete mecánico y electrónico, con un fondo en forma de cilindro que giraba ad nauseam, algunas luces y sonidos, y una limitada serie de acciones que se podían llevar a cabo mediante los botones y palancas situados en el panel de control. Por desgracia, el nivel de diversión era también realmente limitado, y muy similar a ver una y otra vez una escena de dibujos animados, de esos en los que los personajes van corriendo por un bosque cuyos cinco árboles se repiten flagrantemente sin parar, con un corte brusco cada vez que el decorado comienza de nuevo.

Localicé este Jet Fighter, imagino que de funcionamiento muy similar al que aparece en el catálogo, durante una de mis incursiones en viejas jugueterías que aún conservan, apilados en recónditas esquinas y cubiertos de polvo, objetos que nadie quiso en su momento y nadie quiere ahora, en las que me miran raro porque imagino que piensan que estoy comprando a mis hijos juguetes mierderos de hace veinticinco años. El resultado es el esperado: un fondo representando una ciudad vista desde el aire que se repite cada tres segundos, un botón que provoca la aparición de una estrella roja en la pantalla, con la cual debes imaginar que estás dejando sin hogar a varias familias, todo ello aderezado por un sonido de motor similar a cuatro personas exprimiendo naranjas al unísono.

Moto-Dakar

También perteneciente al catálogo de 1989. Tal como escribí en aquel lejano artículo acerca de una casa del Pirineo en la que reposan plácidamente un montón de juguetes de mi infancia, yo fui el afortunado poseedor de Moto-Dakar, una especie de artilugio de mecánica similar al más popular Autocross, y que se basaba en el mismo principio de funcionamiento: un misterioso mecanismo en forma de imán que movía un cochecillo, o una moto en el caso que nos ocupa, a lo largo y ancho de un circuito que podía ser plano, o lleno de dunas y palmeras como en Moto-Dakar.

Lo que nunca supe hasta hace poco es que existió una variedad muy parecida de nombre Rally Safari pero, a juzgar por las expresiones de los niños que anuncian ambos juguetes, el de la camisa de cuadros está simplemente pasando un buen rato mientras que el criajo del jersey azul con solapas blancas asomando está flipando como si veinte pares de senos hubieran aparecido por arte de magia en su habitación. Así que es lógico deducir que yo tuve el mejor de los dos.

Aprovechando un reciente viaje a dicha casa del Pirineo, decidí que una de mis prioridades, después de dormir como un osezno e invertir el resto del día devorando tapas, era comprobar de una vez por todas si mi antiguo Moto-Dakar aún funcionaba. Si releéis el artículo en el que apareció por primera vez este cacharro en esta web, recordaréis que, para comprobar su funcionamiento, había que lidiar previamente con un par de pilas absolutamente cubiertas de ácido, óxido y demás sustancias marronáceas, fruto de haberlas dejado dentro de su compartimento durante casi treinta años. Aquella vez no me atreví casi ni a mirarlas, pero ésta no me quedaba escapatoria: tenía que comprobarlo y poder volver a dormir tranquilo.

¿Habéis visto algo más corrosivo en vuestra vida? Como siempre, el Escalón Imaginario haciendo el trabajo sucio, para que vosotros podáis satisfacer desde la comodidad de vuestro sillón favorito las dudas que os puedan surgir acerca de qué aspecto tienen unas pilas que intimidarían incluso a los liquidadores de Chernobyl. Armado con el rudimentario instrumental que pude localizar por los cajones de la cocina, conseguí retirar estas maravillas de la toxicidad moderna y colocar unas pilas nuevas, y ¡oh milagro! El motor se encendía, y un familiar sonido insoportable inundó la casa, perturbando el sueño de mi novia, que acababa de tumbarse a dormir la siesta. Por desgracia, algo se atascaba en su interior, impidiendo que la maldita moto recorriera el circuito completo, así que llegó el momento de desmontarlo y descubrir dónde estaba el problema.

Tras media hora de discutir sin éxito acerca de cómo solucionarlo, comencé a sentir una intensa preocupación por haber palpado e inhalado partículas de ácido de las antiguas pilas, y empecé a perder interés acerca del funcionamiento de Moto-Dakar, ya que estaba absolutamente convencido de que al día siguiente me despertaría con un ojo en el sobaco, uñas en las ingles, o cualquier otro tipo de mutación.

Finalmente, no conseguimos hacerlo funcionar. Supongo que alguien más mañoso, menos hipocondríaco o con las herramientas adecuadas, podría ponerlo a punto sin mayores complicaciones. Pero, de momento, nunca sabré si mi Moto-Dakar tiene solución. No obstante, siempre me quedará inmortalizado ese niño de jersey azul, capaz de hiperexcitarse a su edad con algo tan repetitivo.

¡En Forma!

Que no os engañen. En los ochenta no todo eran chicles con azúcar y juguetes inútiles. También existió una completa línea de juguetes concienciados con la creciente obesidad infantil, cultivada a base de pastelitos y palmeras de chocolate durante el recreo. Más yo, personalmente, jamás tuve constancia de ellos. Aunque, de la misma forma que ahora me cruzo de acera cada vez que me estoy aproximando a un gimnasio, tal vez de pequeño giraba la cabeza si veía aparecer estas cajas en una estantería.

La línea «¡En Forma!» de Feber tenía una vertiente enfocada a las niñas, que incluía sets dedicados a la gimnasia rítmica y a la comba, y otra más reducida, para niños, qué básicamente trataba sobre levantar pesas. Porque eso es lo que los chicos hacen, ¿no? Por desgracia, no existía ningún set enfocado a conseguir reducir el tamaño de la cabeza, aunque Feber escogió como modelo masculino a un pobre niño con un melón de proporciones desmesuradas, que tenía más aspecto de engullir torreznos en sus ratos libres que de hacer pesas en su habitación.

Como anécdota especial, recuerdo que hace un par de años vi en persona una de estas cajas en una recóndita juguetería viejísima, y le hice esta foto. De lo que no me había dado cuenta hasta ahora es de que se trata de la versión francesa. Creo que son obvios los motivos por los que no se vendió en su día y seguirá en las estanterías de esa tienda mientras nuestro planeta sea esférico y achatado por los polos, pero ¿cómo llegaría hasta una juguetería española la versión francesa de este juego que nadie compraba ni en su modalidad autóctona? Sin embargo, y dado que todas estas cajas iban acompañadas de una cinta de cassette que te iba dando instrucciones, tiene que resultar toda una experiencia escuchar a un tío explicándote en francés cómo usar unas mancuernas y esa especie de arco mágico que parece el arma definitiva para acabar con el malvado hechicero de la Montaña Blanca en una película italiana plagio de Conan.

Robot que expulsa humo

Antes de la proliferación de las tiendas «todo a 100» de origen oriental, antes de las imitaciones y plagios de calidad ínfima procedentes de China, antes de asociar los contenidos de un bazar chino con el más intenso cutrerío, los juguetes procedentes de Taiwan, Hong Kong y el lejano Oriente en general, eran denominados, tal como aparece aquí reflejado, como «juguetes importados». En algunas tiendas se solían distribuir juguetes japoneses que, en general, gozaban de buena calidad y materiales, pero lo que veo en esta página no me da muy buena espina en general, y algo me dice que no se trata más que de una serie de juguetes chinos mediocres de esos que a veces funcionan, a veces no, a veces su plástico estalla en mil pedazos solo por mirarlo, y a veces también. ¿De qué país, si no, podría proceder ese artilugio inverosímil situado bajo los walkie-talkies, que combina en un solo ser robots, espadas, coches, aves, escudos con cornamenta, alas de fuego y muchas pegatinas? ¿Y por qué me recuerda sospechosamente a mi viejo amigo Guardian Rider?

Hace un tiempo encontré este Robot King en una tienda, absolutamente nuevo, otro testigo más de que, algunas veces, los juguetes que nadie quiso comprar en su momento están condenados a permanecer en la misma ubicación durante décadas, atormentándose en su absoluto fracaso como utilidades lúdicas, hasta que aparece un salvador como yo y los rescata de su prisión. Pues bien, salvando ciertas diferencias en el molde y color, ¿no es sospechosamente similar al que aparece en este catálogo, justo encima de Monkey Land? Misma forma, mismo pistolón, mismos brazos… Me encanta el hecho de que ambos lleven en su mano izquierda un maletín, como representando un futuro que ya vaticinó Asimov en el que los robots acudirían cada mañana a trabajar mientras nosotros nos quedamos durmiendo la resaca hasta la hora de comer. El hecho de que el maletín de mi robot sea de cartón desmerece un poco el acabado general, pero no se lo tengo en cuenta. A lo mejor mi Robot King acostumbra a sacar un sandwich de cangrejo en la máquina del curro, no tiene que llevar almuerzo sino un par de carpetas con albaranes, y puede permitirse un maletín de cartón.

Fiel reflejo de la obsolescencia programada antes de que dicho término se pusiera de moda, mi Robot King, a pesar de haber sido estrenado por mí, no funciona bien. La caja promete todo tipo de sonidos, movimientos, y luces acompasadas y sincronizadas con la lavadora, pero lo único que hace al ponerse en marcha es iluminar algunos pilotos en el más absoluto de los silencios. Lo que sí funciona, sorprendentemente, es el mecanismo de expulsar humo, a pesar de que en las instrucciones recomiendan rellenar antes un pequeño depósito con algunas gotas de aceite. Me pregunto si, comprando uno de esos botecitos de aceites perfumados que se queman sobre una vela, e introduciendo su contenido dentro de Robot King, podría llegar a tener en casa el ambientador más increíble de la historia.

Set Far West

La empresa Joal siempre fue principalmente conocida por sus reproducciones a escala de grúas, apisonadoras, excavadoras, y demás vehículos de construcción. Y aunque en su momento llegué a tener un par de ellas, nunca les conseguí encontrar un gran interés. Pero Joal también fabricaba un montón de pistolas de distintos tipos, también de metal, y veo que este párrafo no está llegando a ningún sitio. Me siento como el que escribió el texto de esta página del catálogo, que repentinamente se quedó sin ganas ni inspiración, tuvo a bien escribir «toda una variedad de interesantes juguetes» y se quedó tan ancho, ya que podría haber sido el mismo texto en todas y cada una de las páginas del catálogo y habría servido perfectamente.

¿Por qué, pues, es interesante esta foto? Pues porque yo tuve ese pack «Far West», exactamente el mismo, recuerdo perfectamente el rifle, la pistola, las cananas e incluso la caja, todo muy dorado. Y también recuerdo una anécdota muy triste relacionada con ellos. Cierta tarde de carnaval, en el colegio nos dijeron que debíamos ir disfrazados, tendríamos media hora de clase, y después pasaríamos un par de horas en el recreo correteando hasta que algún niño se tropezara y comenzara a llorar. Yo elegí un disfraz de indio que tenía por casa, con plumas en la cabeza incluidas, y ¿qué mejor complemento que mi rifle Far West de Joal? La cuestión es que este tipo de pistolas solían funcionar con unas ruedas de petardos que se introducían dentro del tambor y que, al accionar el gatillo, provocaban un estallido que podía dejar sordo durante un día a algún crío desprevenido que se encontrara muy cerca. Como no podía ser de otra forma, se me escapó uno de esos disparos durante la primera media hora de clase, y la profesora, enfurecida porque del susto se le había caído la tiza al suelo mientras escribía en la pizarra, me castigó a pasar el resto de la tarde inmóvil en un rincón, con la única compañía de mi rifle traicionero y mi bocadillo de jamón. Para mí, pocas imágenes resumen el concepto de «nostalgia agridulce» como ésta.

Telesketch

El Telesketch era uno de esos objetos que se antojaban mucho más emocionantes en la teoría que en la práctica. Para los no iniciados, se trataba de una pantalla en la que, mediante mecanismos misteriosos que todavía no comprendo en su totalidad, se podían dibujar cosas girando dos ruletas: una que movía el puntero verticalmente, y otra que lo hacía horizontalmente, ambas en línea recta. Los anuncios mostraban a unos felices niños rubios con dentadura perfecta e infancia idílica y envidiable, que dibujaban sin esfuerzo la fachada de la casa del campo de sus padres hasta el último detalle, hasta la última hoja, hasta los excrementos que había dejado ante la puerta Toby, el perro de la familia.

Y era aquí donde empezaban los problemas. Sí, es cierto que se podían dibujar curvas girando simultáneamente las dos ruletas, pero realizar una circunferencia relativamente perfecta era algo menos que una quimera, siendo el resultado más similar al contorno que adquieren tus huevos fritos cuando los haces sin ganas y se te rompen todas las yemas porque nunca has sabido freír huevos correctamente y sientes que tu existencia se hunde.
Por otra parte, el puntero jamás dejaba de pintar, con lo que, si necesitabas ir a otra zona de la pantalla para dibujar una miserable nube, tenías que recorrer todo el trazo que habías dibujado previamente, sin salirte del mismo, lo cual acostumbraba a resultar en sí un absoluto imposible.

Cuando ya te dabas por vencido y habías por fin abandonado toda la fe en la especie humana, tan solo tenías que dar la vuelta al Telesketch y agitarlo. Mediante otro sistema que a día de hoy sigo sin entender, una especie de arena borraba toda tu desgraciada obra pictórica y obtenías de nuevo un lienzo vacío para comenzar a sufrir otra vez. Creo que pasé más tiempo agitando el Telesketch y usándolo como instrumento de percusión tipo maracas que tratando de dibujar algo digno. Y no es que de pequeño fuera un niño inútil y sin aptitudes para el dibujo, hoy quería dibujaros un Rey Mago increíble para alegraros el día de Reyes, y esto es lo único que he conseguido tras quince minutos con mi Telesketch.

Huida del Imperio Cobra II

Los juegos de mesa de la malograda y zaragozana Cefa fueron, durante algunos años, auténtica panacea lúdica. Con increíbles ilustraciones en sus cajas que bien podrían haberse usado como portadas de grupos de heavy metal épico con cantante chillón, o carátulas de películas italianas de bajo presupuesto o de juegos de Spectrum imposibles de terminar, uno de ellos al menos era regalo obligado en cualquier hogar digno que se preciara, cada Navidad. «En Busca del Imperio Cobra» fue probablemente el más popular de la época, aunque yo juraría que pasé directamente a su secuela, «Huida del Imperio Cobra II», título que desafiaba sin tapujos las leyes de la continuidad y la ortografía. Continuidad, porque no existía ningún juego llamado «Huida del Imperio Cobra I» al que seguir, y resulta tan extraño como si la segunda película de Indiana Jones se llamara «Indiana Jones y el Templo Maldito II». Y ortografía, porque pocas veces en la historia, exceptuando todos esos carteles de «Peluqueria» que podemos contemplar con horror en cualquier ciudad a día de hoy, la persona encargada de revisar los textos de un producto estaba tan ebria como para dejar pasar una tilde tan fuera de lugar. Tanto, que en realidad este juego tal vez debería llamarse «Huida de la Real Academia Española». Recordad, amigos, que la palabra «huida», a pesar de su pronunciación, es un diptongo y jamás debería tildarse.

Imperio Cobra II intentaba continuar la estela de popularidad dejada por su predecesor pero, muy al estilo de las películas Grease II, Teen Wolf II o La Historia Interminable II, su resultado dejaba algo que desear. No me malinterpretéis, las ilustraciones tanto de la caja como del tablero eran inmejorables, y hasta incluía (hiato débil-fuerte, éste sí que se tilda) un tablero en tres dimensiones que, al ser desplegado, mostraba un fabuloso diorama de cartoncete que, honestamente, no servía para mucho, pero resulta muy valorable como elemento original para tratar de que los juegos de mesa dejaran de estar supeditados a las dos dimensiones clásicas. Cuando era pequeño me encantaba este juego, y pasaba horas interminables jugando con mi hermana, con mi abuela, o con cualquiera que estuviera disponible en ese momento. No obstante, cuando lo desempolvé hace unos meses para jugar con mi novia, a la cual le prometí la experiencia más alucinante que iba a vivir jamás, comparable a pedir un bloody mary en una piscina con camarero y barra en su interior, lo cierto es que nos aburrimos bastante al poco rato. ¿Es el juego el que siempre fue aburrido, o soy yo el que se ha convertido en el eterno descontento? Dentro de poco me gustaría jugar también al primer Imperio Cobra por primera vez en decenas de años, y si ese, que supuestamente es el bueno, también me parece soporífero, mi vida entera habrá sido una patraña.

Muñecos Spay

A juzgar por la entradilla de esta página, los bebés Spay han tenido que irse de su planeta porque una luna negra no les dejaba vivir tranquilos. Esa historia me temo que hace aguas. En realidad, los bebés Spay han tenido que irse de su planeta porque no había ni Cristo que pudiera vivir tranquilo teniendo uno de ellos en su habitación por las noches.

Y en nuestro planeta, me temo que tampoco fueron muy bien recibidos, porque este catálogo es la primera mención de los muñecos Spay que he tenido en mi vida. Afortunadamente, mi hermana jamás tuvo uno, y me gustaría saber si alguien que está leyendo esto recibió uno aquellas Navidades de 1986 y qué clase de tratamiento psiquiátrico tuvo que seguir posteriormente. No lo puedo evitar, estos muñecos me provocan una intensa inquietud. Podría ser debido al nombre Spay, que fonéticamente suena a «spy» en inglés, como si dentro de cada uno de ellos hubiera un malvado enano rencoroso espiándote todo el día. Podría ser debido a esos desasosegantes ojos azules. Pero no. En realidad es porque los malditos bebés Spay son clavados a aquellos niños mutantes que aparecían en la película «Cromosoma-3» y que se cargaban con total tranquilidad a medio reparto.

Jem

Hoy es un buen día para algunas confesiones. A pesar de no estar, en principio, enfocada a mi sector demográfico de niño varón, lo cierto es que la serie de dibujos animados de Jem y los Hologramas me gustaba bastante. Trataba sombre una chica llamada Jerrica que encontraba unos pendientes mágicos que transformaban tanto a ella como a sus amigas, adolescentes vulgares y corrientes norteamericanas que soñaban con el baile de graduación y pasaban sus horas muertas en el centro comercial, en un grupazo de música con chupas de cuero rosas, pelos cardados multicolores, y medias a rayas. Su banda rival eran The Misfits, que nada tenían que ver con los auténticos Misfits de la vida real, liderados por Glenn Danzig y formados por tíos musculados con flequillón en punta descendente.

Si los New Kids on the Block tuvieron su propia serie de dibujos animados, Jem era como si Vixen o, ¿por qué no?, Poison o Mötley Crüe también tuvieran la suya propia. Con música mucho más moñas y las consabidas moralejas adoctrinantes de toda serie americana de la época que se preciara, claro está. Había canciones, pelos de colores, spandex por todas partes, doblaje mexicano, y la animación de vez en cuando era bastante buena, ¿por qué no iba a gustarme? ¿Por ser chico? Y, continuando con las confesiones, no me habría importado nada tener una de estas muñecas que, por cierto, y si no me equivoco, salieron a la venta en España sin el amparo de la serie de televisión, que llegó unos años más tarde.

Estos días he visto por mi ciudad muchos carteles acerca de la importancia de regalar juguetes a los niños sin que estén condicionados por su género, y no podría estar más de acuerdo. No obstante, algunos de esos carteles parece que insinúan que sea necesario forzar el tema, y regalar un coche a una niña y una muñeca a un niño aunque no los quieran. Es cierto que, indudablemente y generalmente, la tendencia de los chicos va más hacia figuras de acción y coches, mientras que el gusto de las chicas está más orientado a muñecas y similares, y si de pequeño me hubieran regalado la peluquería de Barbie en lugar del Castillo de Grayskull, mis Navidades se habrían arruinado sin remedio. Pero, si es de mutuo acuerdo, ¿dónde está el problema? Mis padres son bastante liberales, y seguro que me habrían regalado una muñeca de Jem si se la hubiera pedido, pero supongo que a mí siempre me dio reparo y, realmente, prefería un Master del Universo más para mi colección. Pensándolo fríamente, un espantajo como Moss Man, recubierto de pelillo verde que tienes que preservar para que no termine con sustancias adheridas y una muñeca de Jem con un saxofón como accesorio no son tan distintos.

Y sí, efectivamente, mi confesión final es que ahora soy el ilustre poseedor de unas cuantas muñecas Jem. Las encontré en un mercadillo hace algunos años, dentro de una caja de cartón en la que alguien había manuscrito, y cito textualmente, «Barbis». Como me consta que desde hace un tiempo están relativamente cotizadas, en realidad las compré con intención de revenderlas más adelante pero, a medida que pasaba el tiempo, les fui cogiendo cariño y me parecían demasiado majicas en mi estantería como para deshacerme de ellas (como nota aclaratoria, debo reconocer que el 100% de los pocos objetos que compro con intereses comerciales de posterior reventa me los acabo quedando). Y aquí siguen conmigo, por mucho que provoquen miradas de incertidumbre entre mis visitantes y serias dudas acerca de mi hombría.

Superfantastics y Superdiabolics

El universo de estos muñecos es amplio y realmente merece un artículo propio que llegará algún día del próximo lustro, así que no me extenderé demasiado.

En un mundo post-apocalíptico hecho de estanterías de plexiglás y piedrecillas de jardín artificial encontramos a los Superfantastics, liderados por Stars Man, en plena lucha encarnizada contra su némesis, los Superdiabolics, bajo las órdenes del Doctor Diabolic.

La otrora todopoderosa Airgam, en plena decadencia, quemaba sus últimos cartuchos en 1985 lanzando al mercado una nueva vuelta de tuerca de sus archiconocidos Airgam Boys, esta vez con temática de superhéroes, en un mundo hostil en el que los niños ya no estaban interesados en muñequitos poco articulados con temáticas cotidianas, sino que tendían cada vez más hacia esqueletos azules musculosos, G.I. Joes y superhéroes auténticos de la colección Secret Wars.

Y hago hincapié en lo de auténticos, porque lo que Airgam hizo fue, de una manera que ahora resulta bastante cómica, fusilar al grueso de los superhéroes Marvel y DC, rebautizarlos con nombres risibles y en dudoso inglés, como Red Masker, Fly Man o Bad Tiger. Lobezno, el Capitán América, Spider-Man, Batman… estaban todos ahí, en sus versiones de marca blanca, en una época en la que todavía se podían realizar esta serie de «inspiraciones» sin que llovieran demandas como tormentones de verano. Incluso salieron a la venta numerosos vehículos, muchos de ellos compartiendo el mismo molde con juguetes que habían aparecido años atrás bajo otra temática muy distinta. Lo que en 1982 había sido una inocente lancha de un pacífico submarinista, ahora, con otro color y algunas pegatinas intimidatorias, era el mortífero vehículo del malvado Piranha.

Aunque nunca tuve ninguno de ellos durante mis años formativos, recuerdo perfectamente los anuncios televisivos, hechos a base de luces, voces intensas, ciudades en miniatura y mucho humo. Tuvieron que pasar muchos, muchos años hasta que por fin pude hacerme, poco a poco, con una superfantástica colección de Superfantastics, poco antes de que sus precios se volvieran superdiabolics. Incluso conseguí uno de los santos griales jugueteros, el Castillo Superdiabolic, que era una especie de Castillo de Grayskull fabricado con los materiales de la caseta del Tren de la Bruja de las ferias, hecho a base de cartoncete y algo de plástico, repleto de trampas y que podríamos definir, a falta de un adjetivo mejor, como exquisito.

Pero todo eso en sí es otra historia para otro momento.

Hot Wheels: Lanza y Choca

Hot Wheels siempre ha puesto a la venta cajas con una especie de pequeños circuitos que en la vida real serían realmente espectaculares, pero en su formato miniatura quizás no tanto. Coches que chocan y se abollan, puentes que explotan haciendo que una furgoneta salga despedida por los aires y sus ocupantes terminen con magulladuras hasta en la oreja, aros de fuego… Los anuncios de televisión siempre tenían guitarras intensas de fondo, niños sobreactuando que tal vez habían ingerido demasiado azúcar en el postre, luces locas, y la voz en off del narrador que parecía estar presentando en los 40 Principales la reencarnación de Jimi Hendrix en directo.

«Lanza y Choca», conocido inicialmente como «Bash N’ Smash» cuando salió a la venta en Estados Unidos, apareció en España alrededor de 1985 y fue uno de mis regalos estrella esas Navidades. Consistía en una equis con sendos pulsadores en dos de sus extremos, que había que aporrear como si no existiera un mañana a modo de botón de concurso televisivo que se presiona cuando finalmente alguien conoce la respuesta a algo, los cuales provocaban la salida a toda velocidad de unos cochecillos, uno deportivo rojo y otro de policía, que estaban incluidos en la caja.

Lo interesante del juego era que los coches tenían una fabulosa característica que les permitía tener apariencia abollada, en forma de un cilindrillo situado en su interior que podía alternar, mediante un golpe, entre aspecto intacto y aspecto factura-de-2000-euros-en-el-taller. ¿Suena familiar? Efectivamente, el funcionamiento era exactamente el mismo que las armaduras de combate de He-Man y Skeletor que hemos visto un poco más arriba. Supongo que Mattel pensó que una idea tan innovadora no podía limitarse solo a una de sus líneas jugueteras, y realmente lamento que no fueran un poco más allá y extrapolaran el invento a Barbie, editando una muñeca que pudiera pasar de estado bikini a estado topless mediante una ligera maniobra por parte de Ken.

A la hora de la verdad, «Lanza y Choca» no era increíblemente divertido, ya que la posibilidad de hacer chocar los coches de manera que resultaran ambos abollados era no imposible, pero remota. Por no hablar de que jugando solo, como era habitualmente mi caso, tenías que accionar tú mismo los dos pulsadores, y tras cuatro o cinco veces comenzabas a preguntarte si estabas desperdiciando tu infancia. ¿Por qué, entonces, POR QUÉ tengo la colección más grande de cajas «Lanza y Choca» de España? El hecho de poseer este juego por triplicado tiene una explicación, una explicación muy sencilla, pero que os contaré en otra ocasión ya que primero la tengo que pensar con frialdad. Cada vez que alguien viene de visita a mi casa y ve esas tres cajas apiladas una encima de otra, y me pregunta si realmente necesito tres y no bastaría con una, nunca sé qué contestar.

Teddy Ruxpin

Teddy Ruxpin es, junto a SuperTed y The Wuzzles, una de esas series que me encantaban de pequeño y casi nadie recuerda, supongo que los osos de dibujos animados llamados Ted estaban predestinados al más absoluto anonimato. Y, en el caso de The Wuzzles, los osos mutantes fusionados con mariposas también, aunque eso es más comprensible.

Ya no recuerdo mucho acerca del argumento de la serie, pero me parece que Teddy Ruxpin, junto a un amigo suyo llamado Grumpy que era un ciempiés gigante amarillo, y a un anciano inventor con aspecto de colocar cámaras ocultas en el cuarto de baño, viajaban a bordo de un barco volador buscando ciertos cristales mágicos y huyendo de un malvado reptil con capa, porque la capa siempre confiere un 60% de maldad a su portador.

Al contrario de lo que suele ser habitual, Teddy Ruxpin comenzó su andadura no como personaje de una serie de animación, sino como el muñeco que veis en esta página, el cual era una especie de autómata al que podías insertarle una serie de cassettes con cuentos, los cuales, previa conexión de pilas, comenzaba a relatar incansablemente a desgraciados niños cuyos padres eran demasiado holgazanes o ególatras como para contar ellos mismos los cuentos. Teddy meneaba sincronizadamente ojos y fauces, y los niños con padres que se encerraban durante horas en el dormitorio, olvidándose incluso de preparar un miserable sandwich de mortadela a modo de merienda, se sentían menos solos.

Como resultado, el muñeco de Teddy Ruxpin fue un rotundo éxito durante aquellos primeros años y, aparte de inspirar la anteriormente mencionada serie de televisión, se vendió durante un par de décadas en forma de diversas encarnaciones.

La que tengo yo aquí pertenece a la última hasta la fecha. Aparecido en 2006, los arcaicos cassettes ya se habían reemplazado por unos extraños cartuchos que se insertaban en el coxis de Teddy, y no sabría deciros si su mecanismo es tan creíble que reemplaza perfectamente a esos amigos que te cuentan interminables historias aburridas un sábado por la noche, porque no tengo ninguno (me refiero a cartuchos, amigos sí me quedan algunos). Lo encontré en una tienda de segunda mano en Los Angeles, nada menos, lo cual no resultó ser una maniobra muy inteligente por mi parte, ya que llené media maleta con un oso parlante, mientras que la otra mitad ya la había llenado previamente con cereales de esos que no venden en España. A pesar de que no tengo costumbre de comprar peluches y similares, porque suelo imaginar que contienen inherentemente ADN, saliva y esputos de niños anónimos que no deseo palpar, este Teddy Ruxpin parecía estar aparentemente muy limpio y, obviamente, tuve que llevarlo conmigo. Por los viejos tiempos.

Si habéis conseguido llegar hasta aquí, es probable que ya esté amaneciendo y los Reyes Magos ya hayan pasado por vuestros hogares y, esperando encontrar un niño ilusionado dormido, hayan visto a una persona somnolienta mirando fijamente su pantalla de ordenador. Aparte de lamentarse por los dañinos efectos del exceso de tecnología en la sociedad actual, quizás hayan dejado algunos regalos bajo vuestro árbol… ¡id a mirar! Y si solo encontráis un hueco vacío, contadme aquí abajo en la sección de comentarios vuestros regalos favoritos del pasado o presente, y todos esos juguetes que siempre deseasteis pero nunca nadie se dignó a regalaros. ¡Feliz día de Reyes!