Dentro de mi ámbito laboral, en numerosas ocasiones me encuentro con que, tras redactar un texto o crear una imagen, el resultado debe pasar por un extraño filtro de personas, jefes y responsables de todo tipo hasta que alcanza su versión definitiva. Nadie sabe realmente si los cambios, mutaciones y correcciones que realizan esas personas tienen algún tipo de fundamento, o simplemente se efectúan por el mero hecho de cambiar algo, como cuando acudes a una tienda para comprar una bombilla porque se te ha fundido la de la mesilla y no puedes escribirte cartas a ti mismo, no tienen del modelo que necesitas, pero ya que estás ahí te llevas un paquete de pilas porque nunca vienen mal. En numerosas ocasiones, de nuevo, observo con perplejidad que un texto del tipo «descubre las últimas ofertas» se ve transformado en una atrocidad como «descubra en esta sección el listado completo de las últimas novedades que puede adquirir en un plazo no superior a 13 días pudiendo abonar de la manera que usted desee durante tres meses exceptuando pago contra reembolso según la normativa de Satanás bendito reencarnado en un pollo verde versículo seis», para al cabo de unas horas volver a su versión inicial y, ya por fin definitiva, de «descubre las últimas ofertas».

Es complejo crear hoy en día cosas destinadas a un público si no eres tú el que tiene la última palabra, así como ligeramente desconcertante. No obstante, al parecer en 1988 los filtros eran mucho más permisivos. Ayer estuve leyendo una arcaica revista Micromanía de 1988, mientras aguardaba pacientemente la llegada de un albañil a mi mansión para tapar un agujero en la pared de la cocina que lleva un mes y medio abierto, mostrándome las tuberías cada vez que paso por ahí, hecho que por cierto me obligó a volar literalmente hasta allí desde mi curro y verme obligado a comer deprisa y corriendo un kebab mugriento. En realidad estaba deseando comer un kebab mugriento, pero me viene bien culpar al albañil y así eludir responsabilidades acerca de mis devaneos con la comida grasienta. ¿De qué estaba hablando? Oh sí, en esa revista, antaño biblia del mundo de los videojuegos con su tamaño de periódico y su cantidad de fotos de pantallicas, encontré este extraordinario anuncio:


DragonNinja era un videojuego que inicialmente apareció en formato de máquina recreativa, de esas que acostumbraba a haber en los bares cuando las tierras eran yermas y vírgenes, y que solían tener mil partículas de sudor sucio en sus botones, así como un cenicero lleno de quemazos y herrumbre sospechosa. Trataba de dos mostrencos con camiseta de tirantes y guantes de cuero sin dedos que debían rescatar al presidente de los Estados Unidos, viéndose obligados para ello a recorrer diversos escenarios y aniquilar a dos millones de ninjas al estilo bofetón. Blade y Striker, los protagonistas, atravesaban una ciudad, un bosque, unas cavernas, e incluso viajaban encima de un camión de dos kilómetros de longitud porque, según mis cálculos, el presidente estaba cautivo en Madagascar. Me encantaba DragonNinja, hasta tal punto que si colocara una encima de otra todas las monedas de veinticinco pesetas que dilapidé en ese puto juego, ahora tendría en el pasillo entre cinco y siete barras verticales para strippers. Incluso compraba zapatillas Converse All Stars porque las llevaban los protagonistas de DragonNinja, antes de que cayeran en el olvido para renacer posteriormente, pasar a costar ochenta euros el par, y convertirse en el calzado oficial de cualquier rockero que se considere mínimamente digno. Vivir para ver.

Como era habitual en la época, las conversiones de máquinas recreativas populares para los ordenadores de 8 y 16 bits caseros no solían hacerse esperar, y DragonNinja pronto apareció con mayor o menor fortuna para los flamantes Spectrum, Amstrad, Commodore 64 o Amiga. Estas conversiones solían ser de una ranciedad suprema, llegando al punto de tener que recurrir a estupefacientes ilegales para potenciar tu imaginación y llegar a apreciar las similitudes entre el despropósito que tenías en tu pantalla y la máquina del bar. DragonNinja no salió muy bien parado en sus versiones caseras, pero su campaña de marketing suplió con creces estas carencias.

Oh, leed ese texto. Ahora leedlo otra vez. ¿No sentís de repente que vuestra expresión escrita es tan buena como la de Espido Freire o incluso Miguel de Unamuno? ¿No os entran ganas de escribir aunque sea un relato corto acerca de las inquietudes de una zanahoria cocida? Si semejante desgracia de anuncio fue publicado en una revista de tirada nacional, ¡la historia de la zanahoria podría perfectamente convertirse en un best-seller! ¿Por qué no? Puedo comprender que el anuncio se realizara con prisas, que fuera una traducción rápida del original en inglés, hecha por alguien extranjero que estuviera trabajando con una beca en España y no dominara todavía el idioma. Puedo comprender que el extranjero en cuestión estuviera recién operado de cataratas y con resaca de anís, que son bastante nefastas. Pero alguien tuvo que revisar el texto antes de dar el visto bueno y enviarlo a la imprenta, alguien tuvo que maquetarlo, alguien tuvo que leerlo, alguien tuvo que ver algo, ¡ALGUIEN TUVO QUE ADVERTIR QUE PUBLICAR LA FRASE «CUYAS HABILIDAD SON MUCHAS» ES MUY RIDÍCULO! Por no hablar de «le batalla», «deberes vencer» o la impecable separación silábica de la palabra «acrobáticas». Jamás una colección tan breve de frases hizo llorar tanta sangre a Pío Baroja, allá dentro de su tumba.

En mis tiempos de estudiante entrecomillado, durante las muy habituales ocasiones en las que no tenía ni la menor puta idea de qué me estaban preguntando en el examen porque había invertido la tarde anterior en jugar al futbolín en lugar de estudiar, solía recurrir a una estrategia desesperada. Consistía en convertir la única frase que me sabía en siete párrafos, alargándolos con palabras totalmente prescindibles y más relleno del que hay dentro de tu funda nórdica de IKEA. La redacción de este anuncio me recuerda a mis viejos exámenes, es como si el becario extranjero que lo escribió estuviera improvisando porque la tarde anterior, en lugar de cargar el juego en su ordenador y echarle un vistazo, la malgastó jugando al futbolín, bebiendo anís y comprando lencería. Mis estrategias en los exámenes nunca funcionaban. En este anuncio tampoco. Es un anuncio horroroso, pero me encanta. Esta forma aciaga de escribir ya nunca se ve, desgraciadamente, en la prensa escrita actual, ya que el propio maldito Word se ha vuelto demasiado inteligente y te avisa de que estás redactando como un retrasado. Supongo que ahora quedaría bien una moraleja como colofón. No hay moraleja, pero sí colofón. El colofón fue que el albañil me llamó al cabo de tres horas para decirme que se le había complicado la tarde y que no iba a venir a taparme el maldito agujero en la pared de la cocina. Los días que incluyen kebabs, DragonNinjas mal escritos y colofones deberían ocurrir más a menudo.