Una de las peores sensaciones posibles en la cotidianidad del ser humano es descubrir con horror que su vida tiene un gran número de carencias. Ya no me refiero a dinero, amor, cariño, un jacuzzi, un aguinaldo navideño que incluya un jamón entero o una habitación con vistas a un verde e infinito prado, sino a menesteres menos relevantes, pero no por ello menos cruciales, como pueda ser azúcar. Sí, me gusta el café solo y podría firmar ahora mismo un contrato mediante el cual me comprometiera a vivir el resto de mis días sentado en una silla, bebiendo café solo y contando las imperfecciones de una pared de ladrillos. Pero no me gusta el café solo sin azúcar. No necesito mucho, tan sólo una cucharada o dos son suficientes en mi barreño de café solo, al cual me gusta llamarlo «americano» para justificar que suelo beber al día más café que la cantidad de leche que ingieren todos los bebés lactantes del país. Desde que me mudé a mi nueva mansión, no hago más que descubrir carencias de este tipo en mi vida. No tengo azúcar, no tengo sal, no tengo jacuzzi, no tengo un jamón, y las vistas de mi habitación no dan a un enorme prado verde sin horizonte a la vista, sino al extraño patio interior de una iglesia en el que, todos los sábados, gente se hace fotos después de casarse y yo les espío desde la seguridad de las rendijas de mi persiana. Pero ellos no pueden darme azúcar.

Tenía un colega en la universidad que solía tomarse los cafés solos de un trago, sin azúcar, sin soplar, y sin esperar a que se enfriara un poco, convirtiéndose en ingerible. Además, tenía pinta de ser auténtico, no como esa gente que se autodeclara fanática del picante y se traga las guindillas que nadie quiere, poniendo muecas de normalidad como queriendo decir «no pasa nada, me encanta el picante y casi no noto nada», cuando en sus adentros están maldiciendo la fecha actual. Por desgracia, a mí no me gusta el café hirviendo, ni el café sin azúcar, con lo cual mi resolución final se bifurcaba en dos caminos: pedir azúcar a un vecino, o iniciar el proceso de maquillaje, peluquería y vestuario que lleva consigo bajar al supermercado a comprar un maldito paquete de azúcar blanquilla. No llevo viviendo aquí demasiado tiempo, por lo que todavía no conozco a la mayoría del vecindario. Pero, hasta ahora, un gran número de coincidencias en el ascensor han sido con venerables ancianos. Muy amables, eso sí, incluso aquellos que, al detectar un intruso con pendientes en la comunidad, no cesaron en su empeño hasta sonsacarme en qué piso vivía y dónde guardaba los calzoncillos de ligar. Pero ancianos al fin y al cabo. Y hey, supongo que coincidiréis conmigo en la opinión de que no tiene ningún sentido visitar un piso ajeno para pedir azúcar si ello no va a provocar un encuentro gracioso al estilo película de Richard Gere con el vecino o vecina afín a nuestros gustos, que nos haga volver a casa con azúcar en una taza y nuevas perspectivas en la mente. Esas situaciones no suelen darse cuando el 97% de tus vecinos son venerables ancianos, y menos todavía cuando cabe la posibilidad de llamar a la puerta de aquella señora que te preguntó a qué hora sueles ducharte y dónde trabajan tus padres.

Durante el camino que separa mi puerta del supermercado, reparé en el hecho de que tampoco dispongo de un recipiente adecuado para almacenar el azúcar así que, en lo que estaba resultando el café más complicado de mi puñetera exixtencia, opté por desviarme ligeramente de mi trayectoria y entrar en un bazar oriental para conseguir el pack completo del auténtico entusiasta del azúcar, consistente en un azucarero y, efectivamente, azúcar. Por qué me someto a la tentación de penetrar en este tipo de establecimientos híbridos, conociendo plenamente mi naturaleza absurda, la cual provoca que salga por sus puertas con dos o tres objetos fabricados con plástico inmundo que poco o nada tienen que ver con el objetivo que inicialmente fui a buscar, es algo que jamás comprenderé. Quizá toda la historia del café fuera una simple estratagema que mi cabeza planeó espontáneamente ya que yo sólo quería un té con leche y ron pero, por supuesto, volví a casa con azúcar, sin azucarero, pero con Knife Thru Head.

Cuando Halloween está a la vuelta de la esquina, tal como ocurrió a finales del pasado mes de octubre, mientras que el lunes día 31 todo el mundo se afanaba en conseguir los mejores sombreros de bruja y tridentes de plástico a cualquier precio, los objetos pertenecientes a la amplia gama carnavalesca adquieren precios que multiplican un 450% la calidad de los materiales utilizados. Pero, a mediados de diciembre y cuando ya no recuerdan el significado de la palabra Halloween ni los putos cretinos que decidieron disfrazarse de zombies porque lo consideraron realmente original, y nadie daría ya ni un duro por cápsulas tóxicas de sangre falsa ni por maquillaje vampírico ni por pelucas para pretender ser jevi de los ochenta, los productos de carnaval pasan a costar una cantidad de céntimos tan simbólica que te hace sentir que, al comprarlos, estás apadrinando un pequeño niño africano que sólo come un cuenco de maicena al día en lugar de adquiriendo una careta poco lograda de Drácula. Habitualmente, los accesorios halloweenianos de este tipo permanecen, impasibles al tiempo, apoyados en los pasillos de estas tiendas año tras año hasta que implosionan en una nube de azufre debido a la naturaleza de sus materiales, altamente perecedera y asesina de peces. O hasta que un imbécil los compra. Hey, pero no me culpéis. ¿Recordáis vuestro primer amor? Sé que ese puede resultar ser un recuerdo amargo, así que ¿recordáis como, en los dibujos animados clásicos que emitían por televisión de forma aleatoria por la tarde, algún perro enorme comenzaba a levitar en trance, siguiendo el rastro aromático de un pollo asado? De una forma similar me vi atraído hacia Knife Thru Head.

Normalmente, el embalaje de estos productos, o packaging para aquellos de vosotros que me consta trabajáis en el gremio del diseño gráfico, suele ser una puta desgracia consistente en fotos descargadas de internet con poco o nada que ver con el producto que se intenta vender. En general, se siguen unas directrices que podrían resumirse en que cualquier artilugio que esté remotamente relacionado con el terror, ya sea una dentadura falsa con sarro y colmillos o un sombrero de pirata, puede ir perfectamente acompañado en su blister por un par de imágenes genéricas de calabazas malvadas y tías con aspecto de Morticia. Knife Thru Head cumple todos estos requisitos, es el habitual objeto inmortal consistente en dos partes de un cuchillo ensangrentado, con una zona intermedia a modo de diadema, que colocas en tu cabeza para aparentar que algún traidor despechado te lo ha clavado de sien a sien y que, a pesar de todo, tienes la suficiente energía como para sujetar un JB con cola en la mano y menearte al ritmo de ese prodigio musical llamado «ai se eu te pego».

Así, Knife Thru Head posee una imperativa etiqueta genérica que reza Halloween Fun acompañada de unas tumbas y algún castillo oscuro. El cuchillo en sí tampoco es gran cosa ya que, suponemos que para ahorrar plástico, la parte posterior del mismo está hueca y sólo parece un cuchillo por delante, provocando que cualquier persona que desde atrás vaya a pedirte fuego o simplemente que te apartes, pensará que olvidaste quitarte los rulos antes de salir. Además, y si no lo habéis percibido podéis observarlo en la próxima fiesta de disfraces a la que asistáis, los accesorios como un cuchillo a través de la cabeza, antenas ridículas, o gafas con ojos saltones que están unidos a la montura mediante muelles, suelen ser llevados por tíos que tratan de hablar contigo en la barra con cara seria, intentando hacerte creer que han olvidado que llevan esas estupideces en la cabeza. Y todo el mundo detesta a esa gente. Entonces, ¿por qué llevamos media hora teorizando acerca de un objeto repugnante al que nadie dedicaría ni un solo minuto de su tiempo diario? Pues porque, aparte de la etiqueta genérica, aparte de que el cuchillo es una puta mierda y ya está aposentado en su más que merecido trono dentro de mi cubo de basura, Knife Thru Head tiene un cartoncillo con el diseño más fabuloso que he visto en mi vida.



Negro, rojo, rosa, amarillo, y algo de blanco para añadir dramatismo. ¿No es fascinante? Casi podría ser el cartel de una película. De una buena película, por supuesto. Imaginad por un momento que sois la chica de la tez blanca y los pelos cardados. Estáis en los alrededores de un castillo rosa, la luna alcanza su fase de cuarto creciente, varios murciélagos surcan el rojizo cielo, y TODO EL PUTO MUNDO HA SIDO APUÑALADO, probablemente por el propietario de la siniestra sombra que subyace tras la puerta principal. ¿Qué haríais, sino adoptar esa mueca de Cyndi Lauper? Honestamente, el diseño es ligeramente engañoso ya que este cacharro se llama Knife Thru Head, o sea, Cuchillo A Través de la Cabeza, no A Través del Hombro, ni A Través del Cuello, por mucho que la chica del pelo bicolor se horrorice. El verdadero Kinfe Thru Head que estamos comprando resulta ya una farsa colocado en la cabeza, por lo cual su ubicación en el cuello es totalmente inviable. Así, el único personaje que se mantiene firme a la real naturaleza de Knife Thru Head es la especie de Frankenstein con esa mueca de estar a punto de vomitar pero que aún creemos que somos capaces de evitar o disimular que todos hemos puesto alguna vez en nuestra vida. Ahora imaginad estar a punto de vomitar, con un cuchillo falso alrededor de vuestro cráneo, mientras el resto de la gente tiene puñales clavados en lugares mucho más interesantes de su cuerpo, y comprenderéis el atractivo de Knife Thru Head. Ojalá fuera una película. Ojalá fuera al menos una camiseta.

Debo reconocer que, mientras caminaba por los pasillos de aquel bazar lleno de elementos tóxicos, lo primero que me llamó la atención fue ese extraño código. Juro que, mirando de reojo, me pareció que ponía Van Gogh. Y no me extrañó. Como alguien que ha tenido la desgracia de experimentar con absenta y concluir con consecuencias nefastas, tal como solía hacer Vincent Van Gogh, las imágenes que venían a mi mente durante todo el proceso de aquella desdichada noche eran similares a las que vienen reflejadas en el cartón de Knife Thru Head. Y, si al despertar a la mañana siguiente hubiera tenido moral suficiente como para pintar en un lienzo, el resultado habría sido la especie de Frankenstein con un cuchillo atravesado, y no un estúpido autorretrato en un dormitorio de Arles con una oreja amputada. De hecho, todavía opino que esta ilustración es obra de Van Gogh, una creación menor y desconocida que probablemente se revalorice y solucionará mi vida en un futuro cercano. Y, si todo eso nunca llega a ocurrir, al menos el hecho de no tener azúcar para hacer un café vespertino habrá servido para recordar la figura de Vincent Van Gogh, alguien en quien sinceramente no pensaba desde mis clases de historia del arte de COU, y poder comentar a mis amigos cultos que mi obra favorita del autor es la conocida como «Apuñalamiento en el Castillo», sólo para observar sus caras de perplejidad después. Ah, ellos que daban por hecho que no tenía ni puta idea de nada y sólo sabía hablar de grupos glam fracasados de los ochenta.

Explicación: La majadería que acabáis de leer, más que un artículo en toda regla, es realmente una declaración de intenciones. Intenciones de que el Escalón Imaginario vuelva a ser en el año 2012 ese refugio estúpido que tanto yo como los cuatro lectores habituales solíamos tener en internet, un búnker en el que la realidad cotidiana deja de existir y se ve reemplazada por juguetes de mierda, películas horrorosas, jevi gracioso y recuerdos de tiempos ancestrales que a día de hoy parecen más felices pero tal vez no lo fueron. Me gusta mucho escribir, pero últimamente no he estado de humor para hacerlo. Ya sé que pinto la situación como si para escribir cuatro párrafos acerca de cine filipino, cuchillos falsos y secuaces de Skeletor fuera necesario tener delante un jardín zen en perfecta armonía y un buda arrodillado a nuestras espaldas pero, igual que ocurre en esos traidores ataques de estreñimiento, cuando no sale, no sale.

Los madrugones de panadero, un trabajo aburrido, y la mudanza infernal que consistió en trasladar toneladas de mierda inútil de un sitio a otro, bajo la atenta mirada de mi actual portero, el cual insistía cada vez que subía algo en que tuviera mucho cuidado con la integridad del ascensor, no ayudaron en exceso a conseguir erradicar el famoso writer’s block. Pero, si todo sigue como espero y si el mundo no explota en un arcoíris de sangre tal como vaticinan los mayas, 2012 puede ser un año fabuloso para el Escalón Imaginario, con multitud de nuevas adiciones que en el siglo XXXI los futuros pobladores de este planeta calificarán como brillantes. Y como prueba de que todo está por fin en armonía, sólo me queda desearos una productiva Nochevieja y mostraros una pequeña parte de mi pasillo, el cual demuestra que la casa entera está decorada como si en ella habitara un puto niño de diez años. Yeah.