Halloween ya está aquí. Esa noche mágica en la que la chica que te mola del curro o de clase queda con su novio y sus amigos para ver Halloween (la película), ignorando tu sincera invitación a la fiesta de mierda a la que vas a ir disfrazado de hombre lobo con zapatillas. Esa mística noche en la que los jevis corean al unísono y con orgullo Halloween (la canción) en bares llamados Averno, Infierno o Avalon, mientras el resto de los mortales siguen llamando Halloween a Helloween y provocando lágrimas en los dioses del metal. Esa aterradora noche en la que cientos de grupos de tías a lo largo y ancho de la península ibérica se disfrazan únicamente de brujas y, como mucho, diablesas con cuernecillos rojos de plástico en la cabeza. En serio, contadlas. No hay más disfraces en la faz de la tierra. Cada vez que veáis un grupo de tías fingiendo estar pedo y disfrazadas de brujas, pensad en mí y podréis escuchar en la lejanía un aullido de sufrimiento eterno emitido por Nosferatu, el cual valoraba la originalidad por encima de todas las cosas.

Personalmente, he vivido muchas noches de Halloween en mi vida. Algo así como 87, porque soy viejo. O noches «de difuntos», que es como, según mi vecino, se debería seguir llamando a esas últimas horas de octubre, y que bien se encargó de recalcarme un día en el ascensor durante el trayecto ascendente más largo de la historia, porque «estamos en España y es una vergüenza que tengan que venir los yankis a imponer su cultura». Creo que también me hizo algunos someros apuntes acerca de los requisitos para comprar un fusil en Estados Unidos y que el verdadero Santa Claus vestía de verde, pero yo ya había desviado mi atención hacia otros derroteros y me limitaba a asentir de forma mecánica mientras pensaba en lo poco que me gusta el color marroncillo de la chaqueta de Ingo Schwichtenberg en el videoclip de la mencionada canción Halloween.
He vivido noches de Halloween en las que he tratado de revivir a Freddie Mercury mediante ouija y, dado el fracaso, he terminado viendo películas malas de kung fu. La mayoría las he invertido degustando birra nefasta en bares que, incondicionalmente, pinchan Thriller una media de treinta veces por noche para que varios grupos de tías disfrazadas de bruja y yo mismo hagamos el mongolo. Incluso un inusual Halloween lo pasé en Barcelona viendo a Iron Maiden, concierto tras el cual localizamos un bar cuyo nombre he olvidado en el que estaba teniendo lugar, según rezaban los carteles, una «Fiesta Terrorífica» que consistía en dos arañas y un murcielaguillo colgando del techo, tres telarañas en una esquina semi-imperceptible, y unos prometidos regalos que, las dos veces que inquirimos al camarero acerca de ellos, sus dos respuestas fueron «varios» y «depende». Buenos tiempos.

Este año, si todo sigue como está previsto y mi cuerpo queda libre de la faringitis venida de la dimensión del mal que debí agarrar al vuelo la otra noche cuando fui a ver a Los Suaves, y que ha convertido mis mocos en una especie de sopa de guistantes y mi voz, otrora cándida y risueña, en una plegaria sin pilas a Lucifer, el plan es emigrar a una bella ciudad del pirineo aragonés, famosa porque cada vez que alguien pronuncia su nombre, algún cretino aparece de las sombras para rimarlo con «Paca», y entregarnos a una vorágine de bloody marys, películas en VHS de títulos tipo «Slugs» y «Troll», y sesiones de Megadrive y vodka. Pero un poquitín antes, antes de que octubre se despida de nosotros para siempre, o al menos hasta dentro de once meses, antes de que desempolvemos nuestro disfraz de bruja, antes de que tratemos de esculpirle cara a una calabaza y terminemos haciéndolo en un rábano porque NO VENDEN CALABAZAS TAN GRANDES EN EL EROSKI maldita sea, antes de todo eso permitidme que compartamos juntos unos momentos con un visitante del ayer, una terrible creación de la ciencia clandestina, el guardián de un oscuro secreto que tiene piel verde y flequillo de tía popera, un mónstruo que atiende al nombre de…

Mi tía me regaló a Franki en las navidades de 1987 y, con toda la fascinación cuasi-erótica que me produce hoy en día, recuerdo claramente que no fue uno de los regalos estrella de la temporada. Nunca me regalaron el tan comentado pack de ropa interior y calcetines para navidades porque mis padres me querían pero, en caso de que lo hubieran hecho, creo que puedo declarar con seguridad que dediqué el mismo tiempo a jugar con Franki que el que habría dedicado a jugar con un calzoncillo. A menos que Tori Amos llevara calzoncillos, claro está. Incluso siendo un niño de siete años con la imaginación intacta y el convencimiento de que la felicidad está siempre a la vuelta de la esquina, dos cosas que a día de hoy están más extinguidas en mi mente que los Triceratops de la faz de la tierra, nunca conseguí verle la gracia y cada vez que lo sacaba de la caja me daba la impresión de estar escribiendo con tinta invisible las páginas del libro de mi destino. Así, ni siquiera sería todavía febrero cuando Franki ya pasaba sus días y sus noches a oscuras en un armario, dentro de su caja de cartón, y compartiendo espacio con zapatos que en 1987 debían ser lo más pero hoy en día dan grima antediluviana.

Aunque tal vez su producto más recordado fuera Quimicefa, un heterogéneo y completo laboratorio químico infantil en el cual, invariablemente, todos los botecitos y potingues acababan resecos y oliendo a huevo en el transcurso de dos semanas, Cefa pasó una inesperada época durante la cual se especializó en juegos con temáticas de terror y horror. En este caso, la expresión «este juego es horrible» no tenía connotaciones negativas como en otros sino que, literalmente, multitud de juegos tanto de tablero como de mesa fueron lanzados, sobre todo entre 1985 y 1988, compartiendo ese vínculo común. Con mayor o menor fortuna, mayor o menor capacidad de permanencia en las volátiles neuronas de los criajos, y mayor o menor número de piececitas de plástico que acababan debajo del sofá o engullidas por el gato y provocando un disgusto familiar, juegos como «El Fantasma de la Opera», «Drácula», «¡Caza! Fantasma» o «Vampy» se convirtieron en estandartes de esta vertiente terrorífica iniciada por Cefa. Franki también fue uno de ellos, pero el olvido parece haberse cebado más con el pobre mónstruo de piel verde que con cualquier otro, llevándome a sospechar que quizá sólo mi tía lo compró.

He dedicado la ingente cantidad de un minuto y medio a indagar acerca de la historia y paradero actual de Cefa, hasta que he perdido rápidamente el interés, y me ha parecido leer de refilón que se trata o trataba de una compañía Zaragozana. ¡De aquí, de Zaragoza! No os parece fascinante? Tan cerca de mí se fabricaban con esmero copias y copias de «Huida del Imperio Cobra», «Huida del Imperio Cobra II», y este miserable espectro al que llamo cuerpo ha sido capaz de vivir tantos años ajeno a ello. Atando cabos, eso explica que cada día, durante el trayecto en bus hacia mi antiguo curro en aquella fábrica de turrones, viera un camión con el logotipo de Cefa aparcado junto a una nave que yo pensaba no se trataba más que de algún almacén sin importancia. Allí estaba, y probablemente aún esté, la fábrica de Cefa! Allí crearon a Franki! En cierto modo echo de menos aquel trabajo, en contexto de ligoteo sabadero tenía mucho más peso la frase «trabajo donde se fabrican los Conguitos» que la consabida y trillada «toco en un grupo».

La premisa de Franki es simple. Se trata de una fabulosa cabeza del mónstruo de Frankenstein, a tamaño real porque, como nadie sabe a ciencia cierta cuál era el verdadero tamaño del cabezón del mónstruo, soy más feliz pensando que poseo una réplica exacta frente a creer que es un 7% más pequeña. La cabeza de Franki no va a ser obstáculo a mi felicidad. Observad que he usado de forma extremadamente pedante el concepto «mónstruo de Frankenstein» en lugar de Frankenstein a secas porque, maldita sea, Frankenstein era el profesor que creó a su mónstruo a base de carne de cadáveres que olía a jamón de york, no el mónstruo en cuestión! Odio a la gente que llama Frankenstein al mónstruo de Frankenstein, es como si las multitudes descubrieran el chicle que he dejado pegado a lo somardas debajo del lavabo del curro por el mero hecho de sentirme anárquico y comenzaran a llamarlo Micki. En realidad a mi me da igual todo esto y soy el primero que llama Frankenstein al mónstruo de Frankenstein en cuanto tengo ocasión pero hey, de alguna forma tengo que rellenar espacio para que creáis que me desvivo escribiendo cosas para vosotros, si todo el mundo sabe que nadie lee los párrafos enteros y sólo se limitan a asimilar dos o tres palabras vistas de pasada y asumir que todas juntas forman alguna gracia, como Franki, castillo, escroto y lechuga.

He de decir que me encuentro totalmente desolado al comprobar con horror que el Franki que aparece dibujado o fotografiado, o tal vez una mezcla de ambas, en la caja, no es el mismo que el Franki que realmente obtienes al sacarlo de la misma. Realmente no es mejor ni peor pero, mientras que el Franki de la foto tiene un aspecto más terrorífico, el verdadero Franki de plástico posee un aire un poco más campechano, y parece que en cualquier momento te fuera a contar un chiste de andaluces con acento y un par de «pishas» espolvoreados.
La cabeza tiene una serie de orificios alrededor de la frente, encima de las cejas y debajo del flequillo, ese flequillo característico de Frankenstein, perdón, del mónstruo de Frankenstein, con un estilo rectísimo y corto que de un tiempo a esta parte están adoptando multitud de tías, incluida Eva Amaral, a pesar de que es sabido por todos que el flequillo rectísimo y corto sólo sienta bien a un 1,3% de la humanidad. Empuñando una de las cuatro clavijas incluidas, cada jugador debe introducirla por uno de los orificios, en orden, y esperar a ver qué ocurre. Si no pasa nada y Franki permanece silente cual conejo, el turno pasa al siguiente jugador. Pero, ¿qué ocurre si le alcanzas la fibra sensible? Oh, caramba. Según prometen las instrucciones de la caja, Franki recobra vida, comienza a chillar incoherencias entre rayos y truenos, mientras su pelo al completo salta por los aires, flequillo incluido, y supuestamente descubres SU PODER. Frankenstein tenía poderes, aparte de repartir ostias como torrijas? Tal vez CEFA supiera que la auténtica verdad de Franki no se limitaba a la violencia indiscriminada sino que, al estilo de esa subcarpeta llamada «Cosas» que tienes en tu ordenador, escondía un secreto. Pero echemos un rápido vistazo a la mencionada caja.

Uno de los laterales nos muestra al doctor Frankenstein enfrascado en la ardua tarea de dar vida a su mónstruo, rayos, truenos, electricidad y colores vivos incluidos, formando una mágica escena que, coincidiréis conmigo, tiene la calidad y técnica más que necesarias para ganarse un puesto en la Galería de los Uffizi junto a la Adoración de los Magos de Durero. Nunca imaginé al doctor Frankenstein así, esperaba que tuviera barba blanca, gafas redonditas de esas de alambres de principios del siglo XIX con las que no se debía ver un pimiento, calva reluciente, no sé, algo, ALGO, y no esa perilla de zelote. No obstante, si nos ceñimos al nombre de su mónstruo, debe tratarse no del doctor Frankenstein, sino del doctor Franki, lo cual le da un toque mucho más cercano y desenfadado. El doctor Franki podría incluso llevar rodilleras de skater y a nadie le resultaría extraño.

En el lateral contiguo vemos a Mari Carmen, Aurelio y Anita disfrutando de una mágica tarde de Tang, sandwiches de nocilla partidos en triángulo e inserción de clavijas en cabezas de mónstruos. Mari Carmen parece estar más absorta con el sabor de su dedo que con la cabeza de Franki, los rayos artificiales que salen de ella, o su puta madre en verso. Miradla como rechupetea! Me recuerda a la primera vez que… oh, olvidémoslo. Rechupetea es una de esas palabras que, cuantas más sílabas fonéticamente similares le añades, sigue siendo válida pero más asco da. No, de verdad, comprobadlo. Rechupetea, rechuperretea, rechuperrechetea. Puaj.

Aurelio en cambio, aunque su pelo impoluto e imperturbable de Timotei se asemeje perfectamente a una bellota, observa la escena entre dubitativo y atemorizado al ver que sus dos amigas han caído presas del poder de Franki, un poder que todavía desconocemos pero quizá estemos a punto de descubrir.
Y ¿qué decir de Anita? No he visto a una persona mostrar tan expresivamente semejante sentimiento de éxtasis desde que mi ex-mujer ganó aquel juicio por la custodia de nuestro hijo vietnamita adoptado que dejaba las ventanas que era una maravilla de limpias. Todo indica que Anita se ha crecido por la emoción y está plantando el mayor pino conocido por la humanidad allí mismo en el suelo de… un momento, ¿dónde? El cuerpo de Anita desaparece en el aire, con un corte perfectamente recto, como si estuviera cagando en otra dimensión, en los dominios de Franki. Es posible que el poder de Franki consista en trasladar mitades de cuerpos a la quinta dimensión, pero ¿qué le parecerá que, mientras una niña le introduce clavijas por la cabeza, otra esté defecando en su sofá?

El clímax del momento llega cuando algún incauto introduce su clavija en el agujero que provoca el despertar de Franki, pero como no me veía capacitado para transmitiros con palabras todo el calor del momento, he decidido grabar un vídeo nefasto ilustrándolo. Mediante un complejo algoritmo que escapa a mi comprensión porque soy de letras mixtas, Youtube ha determinado con toda la razón del mundo que parte de la música utilizada en el vídeo está protegida por copyright y yo no debería estar usándola, optando por prohibir la visualización del mismo a la gente que se conecte desde Alemania. Por desgracia, no concibo el amanecer del mónstruo de Franki con otra banda sonora, así que me resisto a cambiarla y a mis amigos alemanes sólo me queda decirles que ich liebe dich.

Efectivamente, si uno de los jugadores sentados alrededor de Franki deja de relamerse el dedo índice y clava su clavija en el orificio adecuado, un resorte dentro de la cabeza se levanta, lanzando por los aires el pelo al completo mientras el mónstruo recita una alegre cantinela. Clavar la clavija suena un poco redundante, de la misma manera que si dijera «chúpame la chupa». Como reconozco que es muy poco probable que me convierta en el nuevo Spielberg y el vídeo es un puto asco, permitidme que os transcriba claramente el mensaje de Franki:

Esta frase se repite una y otra vez, incesantemente, hasta que alguien decreta que ya es suficiente, ya sea uno de los jugadores o tu vecino el de abajo, que quiere dormir la siesta y mantiene que «antes de llegar macarras y drogadictos a este bloque se vivía más tranquilo». Para acallar las iras de Franki, basta con pulsar hacia abajo el resorte de la cabeza, volver a colocar el pelo en su sitio, girar una de las tuercas del cuello para que la posición del agujero cambie y sea desconocida, y comenzar de nuevo el clavamiento por turnos. Sí, realmente no hay más, con eso está todo el pescao vendido. Se trata, si se me permite el símil, de una especie de ruleta rusa con consecuencias algo más benévolas que una ruleta rusa de verdad. Aunque, teniendo en cuenta lo cansino de la frase de Franki, es muy probable que mucha gente prefiriera meterse una bala en la cabeza antes que escuchar de nuevo semejantes anafonías que salen de la boca del mónstruo. Ya sé que la palabra anafonía no existe, pero realmente no he encontrado una forma mejor de referirme a esos sonidos y me he visto con la licencia más que justificada para inventar un nuevo término. El paso de los años y el fluir de la absenta ha hecho ciertas mellas en mi memoria, así que no recordaba la voz de Franki tan aguda y con un ruido de fondo como si un mamut estuviera eyaculando a su lado. Es posible que el paso de los años también haya hecho mella en su laringe. Franki tiene, efectivamente, voz de enano, o al menos voz de enano que sale en las películas. Y aprovecho esta coyuntura para enviar un saludo a todos los lectores enanos del Escalón, que según las estadísticas de la web son siete. Siete enanos! Serán…? Nah.

Es comprensible, pues, que Franki no fuera en su día un juguete celebrado en mi triste vida de niño. Cuando habíamos escuchado la majadería de «voy a descubrirte mis poderes» por vez vigésimo quinta, mi hermana ya se había cansado de jugar conmigo y me había retirado el saludo para el resto del día. Y jugar yo solo con Franki, pues qué queréis que os diga, eran tan excitante como mirarle fijamente a los ojos y esperar a ver quién parpadeaba antes. Tal vez se podrían haber incluido frases aleatorias más variadas, tal vez podría haber tenido luz, o se podría haber simulado una descarga eléctrica aunque resultara falsísima, o iluminar los ojos en rojo o ¿por qué no? proyectar fotos de Marilyn Monroe a través de las orejas. O nos podría HABER REVELADO SU MALTIDO PODER DE UNA BUENA VEZ. Tal vez entonces mi interés por Franki habría durado más de tres minutos, incluso teniendo en cuenta que Marilyn Monroe me es indiferente.

Hoy en día, Franki parece un accesorio perfecto para ser convertido en un juego de beber. De esos cuya premisa se resume básicamente en que, si un dado cae en un determinado número o una moneda cae en un determinado vaso, alguien se endosa un chupito de algo intragable. Pero, nueve de cada diez veces, los juegos de beber terminan con una o más personas semi-inconscientes y con vómito negruzco en la camiseta, y otras tantas tratando de acarrearlos con semblante grave y la noche arruinada. Por otra parte, emborracharse escuchando la historia de Franki una y otra y otra y otra y otra vez tiene que desembocar en una de esas cogorzas malas en las que comienzas a plantearte que tu existencia no tiene ningún tipo de sentido en absoluto.
En cambio, Franki luce totalmente soberbio como decoración y, como se trata de un juguete relativamente desconocido y nadie sabe qué es, puedo aparentar ser un gran coleccionista de memorabilia de terror y contar a cualquier imbécil alguna pamema como que se trata de una cabeza original usada en la serie de animación de The Munsters de 1976. Creo que lo utilizaré para colgar las corbatas. Cuando tenga alguna corbata. Feliz Halloween.