Hubo un tiempo, cuando la prensa escrita y editada en papel reinaba magnificentemente cual soberana indiscutible del quiosco, en el que, si necesitabas estar al día en cualquier tipo de información especializada, o te sabías de memoria todos los chistes estúpidos de tus tebeos, hasta el punto de poder recitarlos en sentido inverso y con tres mandarinas podridas dentro de la boca, tenías realmente que menear tu grácil culo lejos de tu silla y acercarte a un quiosco a comprar revistas.
Si querías estar informado acerca de cuándo iba a aparecer una conversión del Out Run para tu Amstrad CPC, tenías que comprar la revista Micromanía. Si eras un niño aburrido que coleccionaba sellos, tenías que comprar alguna revista de filatelia y numismática, aunque no puedo recordaros ningún título concreto porque, a pesar de que yo también era un niño aburrido, nunca lo fui tanto como para coleccionar sellos. Pero debo reconocer que el sabor del pegamento que tenían por detrás me entusiasmaba más que algunos caramelos, y maldigo abiertamente a la persona que inventó los actuales sellos y sobres autoadhesivos. ¿Qué será lo próximo, cartas que se escriben solas?

En definitiva, si a tu padre le gustaba el ajedrez, tenía que comprar una revista de ajedrez con pequeños tableritos grises. Si tu madre quería confeccionarte un ridículo jersey para que tus compañeros te recibieran cada mañana en el colegio con una patada en el estómago y varias flemas proyectadas hacia tu cara, tenía que comprar una revista de patrones. Y, si tu abuelo era aficionado a observar fotos de mujeres felando a caballos, se veía obligado a tragarse su orgullo, desplazarse hasta otro barrio para no ser reconocido, comprar una revista bochornosa, y esconderla debajo de la cama. No todo era tan simple como entrar en Google desde el anonimato y la comodidad de tu casa y buscar «tías mamada caballos fotos y vídeos». Eran los tiempos oscuros. Y, según la Real Academia Española, el verbo «felar» no existe. ¿QUÉ SERÁ LO PRÓXIMO?

Hoy en día se venden muchas menos revistas que antes, e incluso publicaciones históricas con trayectorias de años desaparecen porque, efectivamente, es mucho más simple entrar en Google y buscar «tías felando a caballos». Yo mismo, aunque siento una absoluta fascinación por números atrasados de revistas muy viejas, jamás compro una revista actual a no ser que me encuentre en un aeropouerto invadido por hienas antropomórficas y tenga por delante un solitario vuelo de 30 horas con destino al infierno. Pero, a mediados de los 70 y, durante un proceso que fue in crescendo y tuvo su boom a mediados de los 80, absolutamente todos los personajes del tebeo español tuvieron su propia revista. Todos. Rompetechos, Anacleto, Zipi y Zape, Carpanta, Súper López, incluso el Botones Sacarino. Sacarino era relativamente gracioso y tal, pero ¿tanto como para tener una jodida revista propia? No lo creo. Además, Sacarino me hizo creer durante toda mi infancia que, cuando fuera anciano como soy ahora y trabajara en una oficina como él, mis rutina cotidiana consistiría en esconder a mi primo el del pueblo en los armarios del archivo, ver a mis jefes tropezar con un patín y recorrer todo el pasillo montados en él hasta estamparse con una pared, y contemplar cómo el presidente de la empresa cae por la ventana una y otra vez para subir de nuevo lleno de chichones. Y no ha sido así, la realidad es dramáticamente distinta. Te odio, Sacarino, jamás mereciste una revista propia.

Los semanarios de este tipo eran todos básicamente lo mismo. Dos o cuatro páginas pertenecientes al personaje que daba nombre a la publicación, y un montón de historietas de otros personajes variados que iban desde cosas ligeramente graciosas hasta otras definitivamente innecesarias, pero que tenías que leer porque no existía la opción de entrar en Google y buscar «caballos alados siendo felados». Incluso, habitualmente, se incluía alguna historia horrible de cowboys, con un estilo de dibujo más adulto, e importada de probablemente Estados Unidos, imposible de seguir porque siempre continuaba de un número anterior y proseguía en el siguiente, y además era extremadamente tediosa. Tediosas, innecesarias, graciosas, absurdas, o sin embargo todo lo contrario, lo cierto es que yo devoraba tebeos de este tipo en cuanto tenía la menor ocasión. Mi antiguo hogar estaba repleto de cómics, tebeos, y revistillas de la editorial Bruguera hasta el punto que podías abrir cualquier cajón al azar y de forma aleatoria, incluyendo los destinados a almacenar calcetines, y lo más seguro es que encontraras dos tebeos Pulgarcito y un Zipi y Zape llenos de migas de pan fosilizadas y con sus páginas impregnadas del tomate de mis bocadillos vespertinos de jamón.

Pero, no obstante, una constante presente en absolutamente todas esas revistas y que jamás entendí fue la del correo del lector. Cualquier revista, cualquier semanario, cualquier tebeo que pretendiera considerarse mínimamente decente tenía una sección en la primera página, en la que se publicaban cartas insulsas que supuestamente habían enviado niños ilusionados. Y además solían tener toda la pinta de ser de verdad, no como los números uno de tantas revistas nuevas, que incluían cartas evidentemente escritas por los propios redactores, tratando de utilizar un lenguaje propio de críos y fracasando estrepitosamente porque se notaba a la legua que ningún niño era lo suficientemente retrasado como para enviar una carta a una revista que todavía no existe diciendo en ella «me encanta vuestra nueva revista QUE TODAVÍA NO HE LEÍDO PORQUE AÚN NO HA SALIDO A LA VENTA».
Una de esas ágoras para el niño mojigato, centro de recepción de epístolas al que determinados pequeños lectores enviaban toda clase de majaderías, era «Escribe a Mercedes», presente en las revistas Zipi y Zape allá por mediados de los ochenta, y me provocaba escalofríos de bochorno incluso a mí, ya no hoy en día a mis 93 años sino por aquel entonces cuando tenía seis y era, efectivamente, un niño bastante mojigato.

Todo tenía cabida en «Escribe a Mercedes». Adivinanzas extremadamente evidentes, de esas que te dejan frío cual clítoris de bruja y a niveles similares al del ya clásico «VACA minando un bicho». Fotos borrosas y descoloridas de niños asustados, que más bien parecían obituarios y me provocaban desasosiego en el alma. Cartas de críos que buscaban escribirse con otros críos con gustos afines a los suyos, los cuales describían de la forma más absolutamente genérica posible. Si a Martín Fernández, 11 años, de Cuenca capital, le gustaba «la música y el deporte», a Rosa Quincoechea, 10 años y de Santurce, le interesaba «la música, el deporte y la naturaleza». Supongo que reducir los detalles de tus intereses hasta el mayor denominador común posible aumenta tus posibilidades de encontrar amigos que te aguanten y, aunque para ti la frase «me gusta la naturaleza» sea sinónimo de «me gustan los genitales depilados dejando una fina hilera de vello en forma de patilla», decir «me gusta la naturaleza» facilita la interacción y cierra totalmente un abanico de posibles desavenencias.



Y como maestra de ceremonias, organizadora de millares de cartas con aroma a bocadillo rancio recibidas desde los siete confines de la península ibérica e incluso Latinoamérica estaba ella, Mercedes. La cual me inspiraba de entrada una profunda admiración por el mero hecho de hacerse llamar a sí misma Mercedes en lugar de su versión abreviada y de absolutamente obligada utilización en la vida social cotidiana, Merche. Y si esta última frase os parece que no ha tenido mucho sentido, probad hoy mismo, llamad «Mercedes» a cualquier «Merche» que conozcáis, y sufrid las consecuencias de la ira de las mujeres con nombre abreviado. Es un extraño fenómeno que también surte efecto al llamar «María Teresa» a una «Maite», o «María Dolores» a una «Loli».

Mercedes, desde su rincón en una modesta revista para niños, y siendo la única cara humana dentro de una vorágine de dibujos, viñetas, y hermanos gemelos que sacaban cero en todas las asignaturas y deseaban una bicicleta como si gracias a ella fueran a encontrar el antídoto para la gangrena y la solución al colapso monetario interplanetario, tenía la importante tarea de seleccionar cartas, contestar cartas y publicar cartas, utilizando durante todo el proceso una especie de pseudolenguaje pseudomoderno y pseudocontemporáneo de la década de los ochenta que incluía palabras como «chachi», «titis» y «cantidubi». Durante toda mi infancia y pre-adolescencia, jamás escuché a absolutamente nadie en mi colegio exclamar «hola, titis» al llegar por la mañana. Principalmente porque habría sido un perfecto pretexto para volver a casa con tres puñetazos en el esternón y una mochila parcialmente calcinada en una hoguera.



De pequeño solía pensar que Mercedes, sonriendo con sus castas gafas desde la cabecera de su página, era una chica solitaria, entregada a su trabajo, y al cargo de un anciano padre que pasaba los días sentado en una silla, hablando de la guerra civil, bebiendo vino tinto, calzando unas zapatillas de cuadros con el talón pisoteado, y meando sin tirar de la cadena. Una chica sin amigos que sólo deseaba soltarse el pelo, quitarse las gafas de pasta, enfundarse un corto vestido de flores azules, y salir a beber vodka y a practicar el besuqueo sucio con ese hombre especial, el cual nunca apareció porque el director de la revista Zipi y Zape, a la hora de cerrar la redacción e irse todo el mundo a casa, siempre pronunciaba las temidas palabras «señorita Mercedes, hemos recibido setecientas cartas más de niños estúpidos a los que les gusta la música y leer, deberá usted quedarse esta noche a ordenarlas y contestarlas. Oh, y no olvide utilizar la palabra «chachi» dos veces por párrafo».

Examinando hoy una revista Zipi y Zape, resulta que hay un detalle en el cual jamás había reparado, consistente en que Mercedes era realmente la directora de la revista, y probablemente la que se marchaba de la editorial cada día a su hora en punto, diciendo a los redactores «ahí tenéis setecientas cartas de niños para contestar en mi nombre, si alguien se va a casa antes de terminar está despedido, y recordad que los jóvenes de ahora se llaman titis y troncos los unos a los otros».
Por mi parte, jamás se me ocurrió la osadía de escribir a Mercedes y, hasta los 14 años cuando comencé a enviar cartas a la revista Heavy Rock, no recuerdo haber esrito nunca a ningún otro tipo de editorial o correo del lector. Exceptuando, por supuesto, la vez en la que envié varios folios llenos de trucos a una revista de videojuegos, los cuales estaba más claro que el agua que había copiado de otra revista rival de videojuegos, porque ni invocando a Satanás sacrificando para ello a cincuenta ratones siameses podría haber adivinado que presionando «derecha, derecha, izquierda, izquierda, derecha, izquierda, arriba, abajo, abajo, abajo, arriba, izquierda y 423 veces el botón 2» se podían conseguir vidas infinitas en el juego Black Belt de Master System.

Sirvan estas líneas como un homenaje a la olvidada Mercedes, o Merche si me permite la licencia, la cual espero que luciera ese vestido de flores azules enseñando jamonario durante sus años como directora de la revista Zipi y Zape, mientras los becarios pasaban las noches en vela leyendo cartas. Al fin y al cabo, Mercedes no tenía ninguna culpa de que los niños fueran tan jodidamente sosos.