El verano pasado, una vieja amiga publicó una foto en Facebook acerca de unas camisetas que había comprado a sus hijos. Aunque tenga hijos y la llame vieja amiga, no quiero decir que sea estrictamente una persona vieja, ya que tan solo tiene un año más que yo, y entonces me estaría llamando viejo también a mí mismo, y no lo soy, ¿o sí?

Con lo de vieja amiga me refiero a que, comenzando alrededor de 1988 y durante varios largos años, gran parte de mis sábados por la tarde transcurrieron dentro de su casa, en la que por supuesto también habitaba su hermano, uno de mis mejores amigos por aquella época. Él y yo solíamos pasar las horas muertas jugando al Double Dragon 2 en su Nintendo NES, comiendo pizza congelada, y debatiendo ad nauseam acerca de si Donatello era mejor que Michelangelo, solo por el mero hecho de tener como arma un palo larguísimo con el que propinar soberanas ostias desde una distancia prudencial. Su hermana nos acompañaba en numerosas ocasiones para jugar por turnos al Super Mario Bros 2, mientras que el resto del tiempo lo invertía en su habitación escuchando a New Kids On The Block con su prima.

De repente pasaron más de veinte años, perdí el contacto con mi amigo, lo recuperé de nuevo el año pasado cuando viajé hasta Los Angeles para asistir a su boda, su hermana se casó, tuvo dos hijos, y ahora me la encuentro constantemente en los conciertos jevis de mi ciudad. A pesar de que a mí sigue pareciéndome un plan perfecto uno basado en jugar al Double Dragon 2 con un colega, comer pizza congelada e ingerir grandes cantidades de birra barata (a pesar de que ésto último no lo practicábamos en 1990), desafortunadamente son muy pocas las ocasiones hoy en día en las que todo ello se puede llevar a cabo. Así, supongo que cuando miras más de veinte años atrás con nostalgia, y recuerdas aquellos sábados en los que era impensable realizar otra actividad un sábado por la tarde que no implicara las mencionadas pizza, Nintendo y tortugas, significa que realmente eres viejo. Con lo cual creo que sí, mi amiga es una vieja amiga, pero también es un poco vieja, así como yo.

Pero basta ya de recordar aquellos años de vida fácil y sencilla, y volvamos al presente actual, valga el pleonasmo. Mi vieja amiga publicó en Facebook que había comprado camisetas a sus hijos y, mientras que cuando la gente publica en Facebook que ha comprado camisetas para sus hijos yo siento una emoción similar a contemplar la lavadora dando vueltas durante todo un programa de lavado para tejidos de algodón, esa vez era bastante distinta, y tres segundos después recibió en su buzón un mensaje que decía «TRÁEME UNA POR DIOS».

Sí señor. Teenage Mutant Fight Fighters. Tengo una absolutamente innecesaria colección de multitud de mierdas basadas en las Tortugas Ninja y, sorprendentemente, más de la mitad está formada por productos falsos, piratas, copiados, o utilizando la terminología anglosajona, que en estos casos suena bastante más sugerente, bootlegs, fakes y knock-offs. Y lo peor de todo es que valoro mucho más esos cacharros falsos que cualquiera de los oficiales y auténticos. Algunos son bastante dignos dentro de su falsedad, pero otros son absolutas basuras horribles de plástico nefasto y blisters ilustrados por desgraciados niños orientales con elefantiasis en las falanges, y son precisamente esos los que más gracia me hacen. No puedo evitar sentir una extraña fascinación hacia todas esas misteriosas compañías clandestinas, fabricantes de juguetes sin licencia, que pusieron a la venta toda clase de objetos deprimentes que trataban de confundir a las octogenarias abuelas incapaces de diferenciar un Leonardo auténtico de uno falso, o simplemente servir de penosa alternativa económica a los pobres niños cuyos padres no podían permitirse las tortugas oficiales de Bandai. Por tanto, esta camiseta era una firme candidata a engrosar las filas de mi colección alternativa que contemplo cada vez que me siento triste.

Mi amiga me contó que las había encontrado en un polvoriento bazar cercano al paseo marítimo de la localidad playera en la que estaba veraneando, regentado por un también bastante polvoriento anciano hindú. Me comentó que las camisetas tenían pinta de llevar allí en un rincón desde el mismísimo año 1990, y que cuando regresó a comprar la mía, casualmente era la última que quedaba en la tienda, haciéndome sentir poseedor de, probablemente, el último espécimen del planeta. Dejando de lado el hecho de que los caparazones sean azules y el antifaz de Michelangelo sea amarillo en lugar de naranja, ya que al parecer el uso de siete colores en vez de seis habría elevado estratosféricamente los costes, me encanta la inocente manera de eludir una posible demanda borrando las iniciales de los cinturones y reemplazando el logotipo.

Aunque, puestos a reemplazar, ¿no existían opciones mejores? De las 470.000 palabras existentes en el Oxford English Dictionary, al parecer ninguna fue digna de aparecer aquí, viéndose obligados a repetir «fight». Teenage Mutant Fighting Warriors, Teenage Mutant Wandering Fighters, Teenage Mutant Underground Soldiers, Teenage Mutant Armpit Shavers, Teenage Mutant Groin Slashers… las posibilidades combinatorias eran prácticamente ilimitadas, pero los diseñadores de esta camiseta optaron por Teenage Mutant Fight Fighters. Because fighters fight fights, obviously. Sinceramente, creo que habría quedado mejor algo incluso más reiterativo, ¿por qué no? O todo o nada. Fighting Fighting Fight Fighters habría sido mi opción elegida, una efe por tortuga, incluso las habría colocado en los cinturones, en lugar de haberlos dejado en negro.

Los expertos entendidos en Tortugas Ninja se habrán percatado de que la imagen clásica original fue ingeniosamente alterada para eludir más fácilmente el logotipo original, intercambiando las posiciones de Rafael y Leonardo. Yo me consideraba hasta ahora un experto entendido en Tortugas Ninja, pero realmente no debo serlo ya que, a pesar de que he tenido que ver la imagen auténtica un millón y medio de veces en el pasado, no me he dado cuenta hasta que la he buscado en internet. Supongo que estaba demasiado concentrado tratando de incluir aquí de alguna manera el hecho de que Leonardo parece estar introduciendo furiosamente sus quelonios puños en el interior de los anos de unos sonrientes Donatello y Michelangelo.

La mala noticia es que el polvoriento hindú del bazar playero solo tenía camisetas con talla de niño pequeño y nunca me la podré poner, ya que no me cabe. La buena noticia es que el polvoriento hindú del bazar playero solo tenía camisetas con talla de niño pequeño y nunca me la podré poner, ya que no me cabe, y seré incapaz de avergonzar a cualquiera que camine junto a mí por la calle. ¿Qué puedo hacer entonces con ella? No me creeréis pero, aunque tengo una gran infinidad de tontadas diseminadas por la casa, a ninguna de ellas le puedo colocar una pequeña camiseta, ya que todavía no poseo maniquíes de niños al más puro estilo michaeljacksoniano. Aunque hey, un momento. Sabía que ese Teddy Ruxpin parlante que compré de segunda mano en aquella tienda Goodwill de Los Angeles, un par de días antes de la boda de mi amigo de la infancia, durante aquel pequeño tour de tiendas de segunda mano que forcé a soportar tanto a él como a mi sufrida y tolerante novia, tendría utilidad algún día. El muñeco que compré con mi viejo amigo en Estados Unidos, ataviado con la camiseta que me trajo su hermana de Peñíscola. Era el destino.